Arthur entró al apartamento, y como siempre, todo estaba silencioso. A pesar de que ahora tenía una compañera de piso, parecía que no fuera así; Abigail parecía más bien un fantasma.
En las últimas dos semanas no había abierto su boca para hablar. Esta crisis le estaba durando más que la pasada, y él lo había intentado todo, pero ella nada que rompía su silencio, y eso lo estaba preocupando.
No había ido a buscar a Maurice respetando el deseo de ella de mantenerse al margen. Maurice no sabía que Arthur estaba implicado en la mentira, y si él planeaba tomar venganza, lo involucraría a él, y Abigail no quería.
Avanzó a través de la sala y dejó en la cocina algunos víveres que había comprado, entró a la pequeña habitación donde seguramente hallaría a su prima mirando con o
Diana bajó del automóvil y miró el edificio de oficinas de Ramsay & Co, la firma de abogados que dirigía Stephen junto a su sobrino y entró con el paso de quien está acostumbrada a ser atendida en sitios como este.Quería hablar con Maurice.No tenía una cita con él, y así se lo dijo a la recepcionista, y luego al joven secretario y pasante de Maurice, pero como sabían que era la esposa de uno de sus amigos, no la rechazaron, y, por el contrario, le notificaron pronto al joven jefe que lo solicitaban.Al verla, Maurice se extrañó. Su prima nunca había venido a este sitio a verlo, y menos sola y sin una cita. ¿Qué pasaba?—¿Está todo bien? –le preguntó recibiéndola con una sonrisa. Diana vio que, si bien sus labios sonreían, sus ojos estaban apagados.—Quería ver cómo e
Arnold Livingstone entró a su despacho privado en su casa hecho una furia, tiró la puerta haciendo que se golpeara fuertemente y fue directo al pequeño bar que tenía en una de las esquinas para servirse un trago de whiskey.¿Qué estaba pasando?, se preguntó. ¿Por qué de un momento a otro todo se estaba yendo a pique?Su pequeña compañía, a la que se había dedicado en cuerpo y alma para hacer crecer, de un momento a otro se estaba tambaleando. Rumores, pérdidas, renuncias inesperadas. Todo estaba contribuyendo a que su pequeño imperio se cayera a pedazos. Y no podía ser, era su medio de vida, lo que le permitía darse gustos. Era cierto que muchos de sus empleados ganaban menos de lo que merecían, pero no era para tanto.—¿Está todo bien? –le preguntó Theresa con tiento, entrando al despacho sabiendo que cua
—Qué bebé tan guapo –dijo Marissa mirando a George, el hijo de Diana y Daniel y que había nacido hacía sólo unas pocas semanas. Tenía el cabello negro y los ojos verdes, y era de un temperamento muy suave; poco lloraba, y dormía la mayor parte del día.Diana lo acomodó en el portabebés atado a su pecho, con el bebé muy cerca de su seno y recibiendo todo su calor corporal, y juntas entraron al centro comercial.Diana y Daniel se trastearían a la gran mansión muy pronto y quería renovar la habitación de los niños para George, así que iba a requerir pintura nueva, cunas, camas y etc. Marissa esperaba que no se emocionase demasiado y cambiara todo el mobiliario, aunque observarla la llenaba de alegría; su amiga había sufrido una gran transformación en el último año, al igual que ella misma. Quer&
Maurice sonrió al ver al par de mujeres, pero se mostró realmente feliz al ver a su sobrino, George, tanto, que prácticamente le rogó a Diana que se lo dejara alzar.Tomó al bebé en brazos y lo acercó para besarlo y decirle cosas tiernas. Adoraba al hijo de su primo, se había mostrado extremadamente emocionado desde el mismo día en que se había enterado de que Diana estaba embarazada, y la mitad de los juguetes que el niño tenía aun desde antes de nacer, habían sido regalos suyos.Diana miró a Marissa y ésta asintió en una muda comunicación. Si así era con un sobrino, ¿cómo sería con su propio hijo?Ahora Diana recordaba lo que había dicho cuando le dieron la noticia de que estaba en estado: los hijos son para siempre.Y tenía razón; los matrimonios no siempre lo eran, y él lo hab&ia
Abigail salió de la bañera de agua caliente sintiéndose mucho mejor. Últimamente los pies se le cansaban más de lo normal, tal vez desacostumbrados a su nuevo peso, y se sentía irritada.Era normal, decían todos, pero no había nada que contrarrestara la fatiga. Deambuló un rato por la estrecha habitación buscando su pijama. Era temprano, apenas las seis de la tarde, pero como no tenía planeado ir a ningún lugar, decidió ponerse cómoda desde ya.El timbre de la puerta sonó, y eso la extrañó. Arthur tenía sus llaves, no había pedido nada a domicilio, entonces, ¿quién sería? ¿Tal vez un vecino pidiendo un poco de sal o azúcar como sucedía en las series? ¿O el casero?Era un edificio de apartamentos pequeños y un ascensor bastante viejo, pero aún eso ten&iacut
Una vez fuera, Arthur no esperó siquiera a que él preguntara qué era eso tan importante que quería decirle y que requería que estuvieran afuera, sino que, tomándolo por sorpresa, empuñó su mano y le asestó un golpe en la mandíbula tan fuerte que Maurice se tambaleó.—¡¿Qué te pasa?! –le gritó cubriéndose la boca con una mano y escupiendo sangre, pues le había roto la mejilla por dentro.—Te lo mereces, y lo sabes –contestó Arthur sacudiendo su mano—. Sí que tienes la cabeza dura.—¡Maldita mierda! –exclamó Maurice, dándole la espalda y dirigiéndose de nuevo al interior del hospital, sabiendo que si lo que Arthur buscaba era pelea, él terminaría interno en el edificio que tenían detrás.—¡No he terminado!
Maurice miró en derredor y no pudo evitar sentirse un poco mareado, como si hubiese bebido demasiado rápido un trago especialmente fuerte y su cuerpo no pudiera resistirlo.Por su mente empezaron a pasar las escenas más importantes de toda su vida, las situaciones que lo habían puesto en este aquí y en este ahora.Cuando tenía doce años, un invierno, el tío Stephen lo llevó a celebrar la navidad en una cabaña en el campo, y mientras el tío salía y se reunía con sus socios, él estaba en una enorme casa rodeado de todos los del servicio y mirándolos preparar y decorarlo todo para nochebuena.Era aburrido, como siempre, estar solo, así que a diario deambulaba por el bosque buscando algún animalito perdido, o piedras raras, o cualquier otra cosa que lo distrajera.Ese día, conoció a la niña de cabellos rojos.La es
Abigail se hallaba en la mesa de partos vestida con una bata azul, una mujer con mono también azul estaba frente a ella examinándola y todo parecía bastante tranquilo, incluso la parturienta, pero al verlo, Abigail empezó a exaltarse.—¡¿Qué haces aquí! –le preguntó—. ¡Vete! ¡Vete! –los médicos presentes se extrañaron de la situación, pero al ver a Maurice calmado, pensaron que tal vez todo se debía a la vergüenza de ser vista en labor de parto por parte de la futura madre.Maurice le tomó la mano, pero ella le rehuyó.—Quiero que te vayas.—Quiero estar aquí.—No te permitiré que…—Abigail, por favor…—¡No te lo permitiré! –volvió a decir ella, pero la severidad de sus palabras se esfumó cuando tuvo un