A veces el dinero no te da lo que más quieres.
Esa frase bailó en la mente de Marissa con demasiada claridad, contoneándose como si se regocijara de ser cierta.
Observaba a Simon, su prometido, a través de la amplia sala. Él contemplaba la vista de Jersey City, que desde los ventanales de cristal de su apartamento se podía apreciar con toda claridad. Gracias a que era verano, el paisaje era claro y llamativo. Simon, sin embargo, no se veía como siempre: erguido, poderoso y orgulloso de ese poder.
No, Simon parecía más bien derrotado, y ella odiaba eso.
Hacía pocas semanas había descubierto que su prometido se había enamorado de otra mujer, una que no era ni medianamente hermosa, ni rica, ni sofisticada, como lo era ella tal vez, pero había logrado atrapar el amor de un hombre como él.
Ella y Simon estaban prometidos casi desde que ambos eran adolescentes gracias a que sus padres se conocían también desde hacía mucho tiempo, y habían planeado desde siempre unir sus empresas con el matrimonio de sus hijos. Habían sido felices todo ese tiempo, pues a Marissa siempre le había gustado el guapo y atlético Simon, y a él siempre le había gustado su dulzura y tenacidad. Pero al llegar a la edad adulta, y luego de graduarse en la universidad, ella se había ido a Boston para hacer su especialización en finanzas, y aunque se veían constantemente, y ambos viajaban todo lo que sus trabajos y estudios les permitían, a su vuelta se había encontrado con que su novio le había sido infiel con su secretaria.
Podía decir que ya era capaz de recordar el momento sin rencor; ella había llegado directamente del aeropuerto sin avisarle a nadie, para darle la sorpresa. Entró al edificio donde la empresa de la familia de Simon tenía sus oficinas, y al no ver la secretaria afuera, entró, y oh, sorpresa, él la estaba besando.
La escena se había desarrollado, a su juicio, como esas películas románticas donde la heroína está destinada a ser engañada; ella se había quedado allí, de pie y observando cómo él la besaba con sus ojos cerrados y la rodeaba con sus brazos mientras ella tenía los suyos en medio de los dos, como disponiéndose a alejarlo, pero nunca lo alejó.
Debió hacer algún ruido, porque entonces ambos notaron su presencia, y como saliendo de un trance, Simon se llevó ambas manos a la cabeza cerrando sus ojos. La joven al principio se quedó muda, mirando a Marissa con terror, y luego, como recuperando el habla, se disculpó mil y mil veces. Sí, claro, disculparla por haber besado a su novio, a su prometido.
—Lárgate de aquí –le dijo ella con voz ominosa.
—Señorita Hamilton…
—¿Quieres un escándalo? ¡Te estoy diciendo que te vayas, ahora! –No recordaba su nombre, pero su cara nunca la olvidaría, y menos la expresión que hizo, como si estuviese a punto de morir y toda su vida estuviese pasando delante de sus ojos. Tenía los ojos marrones y el cabello negro, una tez muy blanca y pecas sobre la nariz. Era bonita.
Marissa la vio salir del despacho de Simon y entonces se concentró en él. Había estado observando la escena como si quisiera decir o hacer algo, pero sabiendo que eso sólo empeoraría las cosas.
—¿Quieres explicarte? –reclamó ella, y Simon sólo movió sus ojos, centrando su atención en ella.
—Yo… no te esperaba hoy –susurró.
—Eso es más que evidente –escupió ella con sarcasmo—. Vas a explicarme ¿por qué llego a la oficina de mi prometido y lo encuentro besándose con su secretaria? ¿O tendré que hacer las suposiciones yo sola?
—No tengo explicación, Marissa –dijo—. Lo único que podría decirte, te disgustará.
—Oigámoslo, de todos modos –contestó ella permaneciendo de pie y cruzándose de brazos. Él la miró a los ojos.
Esa mirada nunca la olvidaría. Dios, él simplemente parecía desolado.
—Me enamoré de ella –dijo, y Marissa sintió que todo su cuerpo se enfriaba de repente.
—¿Qué? –preguntó en un susurro. Él sólo cerró sus ojos.
—Yo… lo siento –Marissa dio unos pasos alejándose, y le dio la espalda.
—¿Te… te enamoraste? ¿Así, simplemente? –lo vio apoyar su cadera en su escritorio. No dijo nada, y su silencio fue una respuesta en sí—. ¿Y yo qué, Simon? ¿Qué hay de mí? ¿No estabas enamorado de mí? –lo miró a los ojos, con los suyos desnudos. Había esperado, casi deseado, que él dijera que aquello era sólo una aventura, algo pasajero y sin importancia. No estaba segura de aceptar algo así, pero eso habría dolido menos que esto—. ¿Y cuándo… cuándo planeabas decírmelo? ¿O pensabas casarte conmigo y tenerme engañada hasta siempre?
—No. La verdad… Marissa…
—¿Ah, ibas a terminarme, pero llegué sin avisar y no te di tiempo para explicarte? ¿Es eso? –la mirada de él le dio la respuesta otra vez. Así que él planeaba terminar la relación cuando ella regresara, o la próxima vez que se vieran. Marissa se echó a reír, pero fue una risa sin humor—. ¿Cuánto tiempo llevas siéndome infiel?
—No, Marissa. Eso no fue así. Te juro que es la primera vez que esto sucede.
—¿Ah, de veras? Eso debe hacer que me sienta mejor, supongo.
—No… Lo sé… Yo…
—No tienes una excusa, ¿verdad? ¿Cuándo fue la última vez que nos vimos, hace un mes? Estuviste en Boston e hicimos el amor y reafirmamos nuestra propuesta de matrimonio. ¿Ya estabas enamorado de ella o te enamoraste entre que me dejaste y hoy?
—¡Estás torciéndolo todo!
—Tuviste la oportunidad de ahorrarme esta escenita diciéndomelo todo allá, ¡pero decidiste que no! Y ahora yo tengo que… ¡tengo que aguantarme esto! ¡No es justo, Simon!
—Marissa, lo siento tanto…
—¡Ah, cállate! –exclamó ella, con sus pálidos ojos azules encendidos de ira—. Yo… ¡no quiero verte!
Cuando salió de la oficina, él había ido detrás, pero no logró alcanzarla. Casi tropezó de nuevo con la chica que había besado a su novio minutos antes, pero esta vez ni la determinó.
Luego de eso habían sucedido varias cosas: Johanna, que era el nombre de la secretaria, había renunciado a su trabajo. Él había dejado de verla entonces, y luego de semanas disgustados, sin recibir sus llamadas ni responder a sus mensajes, Simon se apareció en su apartamento para pedirle que volvieran. Johanna ya no sería una amenaza para su relación.
Ella lo había perdonado; habían reanudado su compromiso. Nadie se había enterado, Marissa no le había contado sino a Diana, su mejor amiga, y ésta era tan discreta que era capaz de verlo sin lanzarle ningún comentario sarcástico acerca del tema, y afortunadamente, ahora mismo ella estaba viviendo en el extranjero, así que todavía podían volver y como si nada… De cara a sus padres y a sus amigos, eran la pareja perfecta, y siguieron sus planes de casarse… Sin embargo, Simon parecía un alma en pena.
Por Dios, ¿qué tenía esa mujer que lo ponía así? Ella no era orgullosa, ni se creía más que nadie, a pesar de saber que era hermosa y, además, heredera de una gran fortuna… Pero una simple secretaria le había arrebatado a su novio.
Sin embargo, un compromiso matrimonial era algo demasiado fuerte. Simon había dado su palabra de casarse con ella y aquí estaba ahora, visitándola en su apartamento. Si hubiesen sido otras las circunstancias, en este momento ambos estarían desnudos en su cama y hablando acerca de lo que habían estado haciendo en el último año, o planeando la fiesta de bodas; pero se temía que algo así nunca ocurriría de nuevo. Él estaba aquí, sí, pero su corazón estaba en otro lado, al igual que su mente; de lejos se notaba que su cuerpo vibraba por querer estar en cualquier otro lugar.
Dio unos pasos hacia él, silenciosa, y siguió observándolo sintiendo cómo su corazón también dolía. Estaba acostumbrada a verlo sonriente, siempre de buen humor. Su cabello rojizo alborotado por las actividades deportivas que le encantaba realizar, o con su traje prolijo y sentado tras un escritorio en la empresa de su padre. En su rostro la sonrisa siempre había sido fácil, contagiaba a todos energía y vivacidad. Pero ahora no era así; ya no había luz alrededor de él, ya no era el mismo Simon, el Simon del que había estado enamorada toda su vida. Ese Simon se había ido, y temía que tal vez para siempre.
Lo había perdonado por su infidelidad porque le creía cuando él decía que esa había sido la primera vez que se besaran; le creía cuando le juraba que había luchado contra ese sentimiento hasta el final, pero que fue vencido. Le creía, pero eso era peor para ella, porque entonces la hacía parte de un triángulo en el que ella salía sobrando.
Pero, ¿qué podía hacer ella? Contra sentimientos tan puros como esos nadie debería luchar. ¿Por qué no se había enamorado de esa manera de ella? ¿Conseguiría algún día que la amara así?
—No eres feliz—. Aquello fue, más que una observación, una queja, y Marissa odió que sonara así. Carraspeó. Simon se giró y la miró como si hubiese olvidado dónde estaba y con quién. Le sonrió, pero su sonrisa no tocó sus ojos.
—Marissa… estás hermosa.
—¿Sabes? No vale la pena seguir fingiendo. Tienes la expresión de alguien que es supremamente infeliz –insistió ella, y él volvió a sonreír.
—Ah, tú siempre tan bromista. Eso no es cierto.
—Simon –dijo ella en un tono de voz que él no podía confundir con una broma—. No me mientas. No a mí –ella se fue acercando poco a poco, hasta que pudo tomar las manos masculinas entre las suyas. Inevitablemente, sus ojos se humedecieron—. Te conozco desde que éramos niños, ¿recuerdas? –él la miró y se mordió los labios, seguramente recordando el pacto de no ocultarse nada que habían hecho muchos años atrás.
—Marissa…
—No soporto verte así. Cada día que pasa te siento más lejano. ¿Qué puedo hacer, Simon?
—Estoy aquí. Estoy aquí para ti. Siempre estaré.
—No, no serás capaz de cumplir esa promesa. ¿Y si nos casamos y a la vuelta de un año tú sigues enamorado de ella? ¿Tendré que vivir con el miedo de que vuelva a aparecer?
—Eso no sucederá, y si sucede…
—Y si sucede –lo interrumpió ella—, tu corazón volverá a la vida, y yo tendré que aceptar que esto fue un error y desde un principio debí dejarte ir.
—¿Me estás terminando?
—¿Acaso vale la pena seguir? –él la abrazó quizá un poco rudamente. Metió sus manos entre sus rubios cabellos y la besó.
—No digas tonterías. Mi mujer eres tú. Mi esposa serás tú. Nos casaremos y tendremos hijos guapos… Todavía somos buenos amigos, tú y yo.
—La amistad no es suficiente para un matrimonio…
—Somos compatibles en la cama…
—Ni siquiera el buen sexo puede salvar un matrimonio sin amor…
—¿Estás determinada a llevar nuestra relación al fracaso? –exclamó él casi molesto. Marissa sonrió, aunque fue una sonrisa sin humor.
—Nuestra relación fracasó desde el mismo momento en que tu corazón se inclinó por otra mujer que no era yo—. Simon cerró sus ojos y se alejó de ella. Marissa siguió—: ¿Crees que puedo vivir con la zozobra de saber que, aunque un papel dice que eres mío, en el fondo sé que tu corazón es de otra? ¿Y si por casualidad te la encuentras en una calle, en un avión, o en un supermercado? –Simon estaba recostado a la repisa de la chimenea, mirando las fotografías y adornos sobre ella.
—Eso no sucederá…
—¿Qué me lo garantiza?
—Ella y yo… No es posible, Marissa. Así me la encuentre, así nos quedemos solos sobre el planeta… No hay posibilidad.
—¿Por qué? –él rio.
—¿En realidad quieres saber?
—¿Crees que mi pregunta es retórica? –él hizo una mueca, y suspiró.
—Porque no me perdona lo que te hice –contestó—. Cree que soy un hombre infiel, capaz de llevar una vida doble. Tiene el peor concepto de mí.
—¿La buscaste y hablaste con ella? –susurró Marissa.
—Sí, sí… La busqué en su casa… Yo… necesitaba una pista para saber qué hacer y la busqué. Trataba de poner lo que siento por ti y por ella en una balanza y ella me ayudó a decidir. Johanna me odia—. Antes que persuadirla para que desistiera de terminar la relación, aquello sólo logró convencerla aún más.
Así que él la había ido a buscar, y como ella no le había dado esperanza, había vuelto con ella. Marissa había sido su segunda opción.
Vaya, eso dolía de verdad.
Todo eso sólo indicaba que, si Johanna hubiese querido, lo tendría a su lado ahora, él habría roto el compromiso y todo habría acabado entre los dos. Pero la chica era orgullosa, estaba herida, y eso significaba que tal vez ella también estaba enamorada de verdad.
Lo dicho, esto era un triángulo donde la que sobraba era ella. Toda su vida creyó que no habría nada ni nadie que le robara algo que era suyo. Simon había sido suyo, pero ahora lo había perdido.
Se echó a reír y eso atrajo la atención de Simon, que la miró interrogante.
—Sabes, acabas de quedarte solo, porque yo tampoco quiero seguir contigo.
—Marissa…
—No puedes obligarme, ¿verdad? En cuanto te vayas, llamaré a papá para decirle que lo nuestro se acabó, y que disuelva los convenios que tenga que disolver…
—Mira, eso es innecesario; tú y yo…
—Ese “tú y yo” ya no existe, Simon. Olvídalo. Vete de mi apartamento.
Él la miró terriblemente desolado. Tal vez había pensado tener su consuelo en ella, pero ella no era el premio de consolación de nadie. Ni siquiera de Simon.
—¿Te vas, Simon, por favor?
—Tú me quieres.
—Ya no tanto –mintió—. No quiero a un hombre que no es completamente mío. Mírame. Soy guapa, rica, sofisticada; encontraré a otro hombre pronto y olvidaré que esto pasó. Créeme.
—No hagas esto. No nos hagas esto. Te lo ruego.
—No ruegues –dijo ella con voz dura—. Yo no te rogué a ti que por favor me amaras. ¿Te vas? –Él la miró aún sin poder creérselo. ¡Lo estaban echando! Y ella se veía tan seria…
Marissa miró su reloj, como si de pronto tuviera mucho que hacer y él no fuera más que un estorbo. Caminó hacia la puerta de salida y la abrió de par en par. Simon, como si caminara en el aire, llegó hasta ella y la miró por si acaso había una pizca de vacilación en su rostro.
No la había.
—Sabes que te quiero, ¿verdad? —Marissa se consagraría como la mejor actriz de este lado del océano luego, pues fue capaz de mantener su semblante sereno. Ni siquiera acudieron las lágrimas a sus ojos.
—Sí. Lo sé. Te recordaré sin rencor. Te lo prometo—. Él bajó su cabeza y cerró sus ojos, tenía la respiración agitada, pero cuando la volvió a mirar y vio que ella sólo esperaba a que se fuera, atravesó el umbral de la puerta. Ella la cerró de inmediato y Simon se quedó allí otro largo minuto, por si escuchaba algo, por si sucedía algo que le motivara a llamar de nuevo.
No hubo nada, sólo silencio.
Tragando saliva para desatar el nudo de su garganta, Simon llamó el ascensor para salir del edificio.
Tal como prometió, Marissa llamó a su padre. Hugh Hamilton sólo tenía una hija, Marissa, así que estaba de más decir que era su consentida. En cuanto ella le contó lo que había sucedido, le exigió que fuera a su casa y se lo contara con más calma.
—No, no, papá –dijo ella respirando profundo para mantener sereno su tono de voz—. Ahora sólo quiero estar sola…
—Te vas a poner a llorar y no quiero eso.
—Contigo o sin ti lloraré –rio ella—. Déjame llorar sola.
—Hija…
—Te lo ruego, papá… tal vez en una semana pueda volver a la normalidad.
—¿Quieres que llame a Diana, o a Nina? Estoy seguro de que, si llamo a Mer, se vendrá desde Los Ángeles para verte –Marissa sonrió. Su padre tenía razón, así era Meredith.
—No las llames. Por favor… —escuchó a su padre resoplar.
—Está bien. Pero te estaré llamando.
—De acuerdo—. Y luego de mil recomendaciones, Hugh al fin cortó la llamada. Marissa se recostó en su cama y cerró sus ojos. Su corazón dolía, pero su pesadilla no hacía sino empezar.
Querido Lector! Gracias por darle una oportunidad a mis historias, espero que te gusten y decidas vivir cada una de estas aventuras a mi lado. Dulce Renuncia es el primer libro de una trilogía, le sigue Dulce Destino, y por último, Dulce Verdad.
El restaurante no era tal. Era más bien un sitio de comidas rápidas y de dudosa presentación. Sus muebles viejos eran, sin embargo, acogedores.Marissa entró mirando en derredor, hasta que vio al objeto de su búsqueda: Johanna Harris.Ella era bonita. Su largo cabello oscuro estaba recogido en una cola de caballo y llevaba una gorra amarilla con el logo del restaurante. La camiseta blanca, que hacía parte del uniforme, se ajustaba a su figura de forma graciosa. Ella era hermosa y curvilínea, y estaba trabajando aquí, tal vez de mesera, tras haber renunciado a su empleo en la empresa de Simon.Miró otra vez en derredor tomando aire y reafirmando su decisión de hacer lo que había venido hacer. Ella tardó un poco en notarla, pues revisaba unos papeles que parecían ser facturas y cuentas con un compañero uniformado con gorra amarilla y camiseta blanca al igu
David nunca había conducido un auto como ese.Miró a la dueña a su lado.Del mismo modo, nunca había pasado tanto tiempo al lado de una mujer como esa. Se sentía como en la dimensión desconocida. Como si en cualquier momento fuera a despertar para seguir siendo el encargado de un restaurante en su barrio.Sonrió. Esto era un simple paréntesis en su realidad. Después de todo, seguía siendo el encargado de un restaurante en su barrio.Se detuvo en un semáforo y vio a dos hombres en una esquina admirar el auto, luego, a la chica digna de una portada de revista asomada a la ventanilla. Inmediatamente, y como era de esperarse, los hombres movieron la cabeza para tratar de ver al afortunado, afortunadísimo, que iba al volante. Ah, sí. El dudoso afortunado era él, aunque sólo estaba haciendo las veces de ch&oacu
Ese domingo por la tarde, David se vistió con pereza. Con un poco de suerte, este sería su última noche en el bar y servir tragos pasaría a la historia. Mañana sería su primer día de trabajo en una importante empresa.Se subió los pantalones lentamente, y se puso frente al espejo sin mirarse. Michaela entró a su habitación sin llamar primero, así que fue una fortuna estar decente.—Un día de estos –le dijo—, me vas a encontrar desnudo y te vas a llevar el susto de tu vida—. Ella rio descarada.—Eres mi hermano, nada de ti me asusta.—No estés tan segura—. Por el rabillo del ojo, la vio sentarse frente al PC, conectarse a internet e ir directamente al Facebook. Ella no tenía un teléfono inteligente, así que seguramente se estaría allí por horas; y sin él para vigilar, se acostar&iacut
David la vio tomar su bolso y salir de allí disparada con su amiga detrás. No se había girado ni una vez hacia él mientras se dirigía a la salida. Pero claro, se dijo, ¿qué esperabas? ¿Realmente creyó que una mujer como ella se acordaría de él? En esa ocasión ni le había mirado la cara. Había estado muy concentrada acariciándolo, y tratando de seducirlo. Para ella, seguro, había sido sólo alguien del sexo opuesto al que podía utilizar para vengarse. Nada más.Ah, pero dolía, dolía de veras.Marissa llegó hasta su auto y se internó en él. Nina había preferido quedarse a última hora. Mejor que mejor.David allí. El chico sin rostro ni nombre de su apartamento, allí. Bueno, ahora tenía un nombre, y un atractivo rostro que ponerle cuando se acordara de
David observó a Marissa huir casi con la misma premura con la que había salido anoche del bar, y Hugh sólo lo miró sonriendo, como pidiéndole que disculpara la mala educación de su hija.No podía creer su suerte. Él había tenido el “buen” tino de cruzarse en el camino de la hija del que sería su jefe más importante. La hija de Hugh Hamilton.Qué raro era el destino.Había entrado a trabajar aquí hoy porque sus profesores en la universidad lo habían recomendado expresamente a él para una necesidad muy particular que tenía este importante hombre de negocios.Hugh Hamilton era muy conocido; su empresa era muy conocida. De él se sabía que iba rozando los sesenta y que era activo, saludable para su edad, viudo desde hacía muchísimo tiempo, y con decisiones muy acertadas en cuanto a dinero se referí
A la media mañana, ya el asunto era de conocimiento público. Algunos aduladores habían hecho llegar flores a la oficina de Marissa, como si estuviera de muerte en un hospital, y una de las secretarias se había encargado de traerle su café y ropa limpia. David se había encerrado en su pequeña oficina para no tener que seguir contestando a las preguntas curiosas de todos. Estaba tratando de ignorar los ruidos de afuera cuando tocaron a su puerta y ésta se abrió. Marissa entró con su falda un poco alzada para que no rozara las raspaduras de la rodilla.—Eh… —sonrió y se rascó la cabeza—. Quería… agradecerte… como parece que es mi misión… por lo que hiciste allá afuera, y luego en la enfermería.—De nada.—No, no… me refiero a… Bueno, me preguntaba si ahora que sea la hor
En las horas de la tarde, Hugh lo mandó llamar. Pensando en que a lo mejor el jefe se había enterado de su almuerzo con su hija, él acudió hasta su despacho, pero sólo era para pedirle que lo acompañara a cierto lugar.Salieron a media tarde en su auto conducido por un silencioso chofer hasta la ciudad de New York. Se reunieron con personas importantes y David tomaba nota y analizaba cifras, a la par que estudiaba el desempeño de los personajes que se reunían con ellos.Esto le gustaba, le gustaba inmensamente. Cuando ya fue hora de volver, no tuvo necesidad de llegar a la oficina, pues el jefe le ofreció acercarlo en su auto hasta su casa.El chofer lo acercó lo más posible. Dentro del auto, Hugh iba hablando sin cesar acerca de todo, le relató cómo su padre y su tío habían comprado la patente de unos cuantos productos, y habían empezado a distribuirl
—¡¡Excitante!! –exclamó Michaela esculcando en las bolsas de las compras que había hecho David mientras Agatha le empacaba la maleta—. Viajes… compras… Aquí empieza nuestra vida de ricos.—No me digas –murmuró David sentado en el PC, escuchándola mientras ponía en orden algunas cosas del trabajo.—Ya empezaste a hacer viajes al exterior, ¿no es eso motivo suficiente para estar emocionado? –él sólo le dedicó una sonrisa—. David, ¿me traerás algo de China?—¿Qué quieres que te traiga?—Ah, no sé… Un souvenir; no tiene que ser algo muy costoso. Ojalá pudieras traerme un pedacito de China—. David la miró sonriente, deseando prometerle que algún día la llevaría a donde quisiera.En China las cosas fueron bastante