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David nunca había conducido un auto como ese. 

Miró a la dueña a su lado. 

Del mismo modo, nunca había pasado tanto tiempo al lado de una mujer como esa. Se sentía como en la dimensión desconocida.  Como si en cualquier momento fuera a despertar para seguir siendo el encargado de un restaurante en su barrio.

Sonrió.  Esto era un simple paréntesis en su realidad.  Después de todo, seguía siendo el encargado de un restaurante en su barrio.

Se detuvo en un semáforo y vio a dos hombres en una esquina admirar el auto, luego, a la chica digna de una portada de revista asomada a la ventanilla.  Inmediatamente, y como era de esperarse, los hombres movieron la cabeza para tratar de ver al afortunado, afortunadísimo, que iba al volante.  Ah, sí.  El dudoso afortunado era él, aunque sólo estaba haciendo las veces de chófer. David sonrió y metió el cambio con soltura cuando el semáforo pasó a verde.

Su vida no se componía de coches de cientos de miles de dólares, ni de chicas más caras aún.  Su vida era más bien levantarse a las cinco de la mañana para abrir un restaurante, desocuparse a la media tarde para salir corriendo a la universidad; regresar a casa luego de las nueve, besar a su abuela, a su hermana, contar una que otra anécdota de su día para que no se sintieran excluidas de su vida, y marchar a la cama a dormir, para poder levantarse despejado al día siguiente otra vez.

Sí, esa era su vida.

Pagar las cuentas del arriendo, los servicios, la alimentación, la universidad, el colegio de Michaela, las medicinas de Agatha, su abuela. Ah, y no cuentes que tu hermana era una adolescente de dieciséis años que requería ropa, zapatos y maquillaje, pues estaba en esa edad; accesorios para el cabello, esmalte para las uñas… Michaela era una niña buena, y para nada exigente.  Pero él quería que tuviera una adolescencia normal, como las demás chicas de su escuela.

Miró de nuevo a la despampanante mujer a su lado.  Jamás, jamás en la vida, lograría mantener a una mujer de “Alto Mantenimiento” como ella.  Jamás. Estaba seguro de que sólo su bolso costaba lo que su salario mensual.

Él era más bien de la clase obrera, en un país que, si bien era originario del sueño americano, no siempre se realizaba entre los que soñaban.  Él tenía los pies sobre la tierra.  Él era más sensato.

Marissa bajó de su Mercedes blanco aún algo mareada. Pensó en que a lo mejor todo ese ir y venir de los objetos que se suponía estaban quietos se debía a no haber comido nada desde el día anterior.

Cúlpame

No lo había hecho porque simplemente no le había dado hambre.

Cuando pensó en subir hasta su pent-house ubicado en el veinteavo piso le volvió a dar mareo.  Afortunadamente, allí estaba su salvador para sostenerla.

—La acompañaré arriba—. Wow, sip. Esa no era una sugerencia, simplemente la declaración de un hecho. 

Mientras salían del parqueadero privado, Marissa miró de nuevo al hombre a su lado y esta vez se fijó un poco más.  Le llevaba más o menos una cabeza, era de hombros anchos, aunque algo delgado.  Tenía los ojos cafés con pintas verdes, el cabello castaño largo al cuello y la piel más clara que la suya. Oh, sí, el hombre era atractivo.

Y ella se estaba sintiendo atraída, atraída en el sentido animal.  El tipo estaba bueno, ella tenía el corazón roto… qué… destrozado, y aquí estaba, al lado de un hombre que probablemente jamás volvería a ver. 

Nunca había sido partidaria del sexo frívolo.  Desde la escuela, la mayoría de sus compañeras habían sido unas promiscuas de primera y nunca estuvo de acuerdo con esa filosofía de vida.  Ella sólo se había entregado a un hombre, y éste, probablemente, ahora estaba en los brazos de otra.  Bueno, ella misma lo había empujado allí. Pero ahora era diferente.  Después de pasar toda una vida comprometida con un hombre, ahora se hallaba con que no tenía para quien reservarse, no tenía a nadie a quien guardarle fidelidad, y este hombre estaba aquí, y estaba más bueno que una lluvia en el desierto, y ella tenía unas ganas terribles de empezar a portarse mal.

Hizo girar su llave en la cerradura, fingió otro pequeño mareo y con eso lo obligó a entrar con ella.  Ante todo, era un caballero, y parecía que de veras le interesaba que estuviera bien.  Bueno, ella sabía un modo en que podía hacerla sentir mucho mejor, ya iba a ver.

Caminó hasta una de las habitaciones del primer piso, mientras su salvador (¿cómo era que se llamaba?) miraba en derredor como embobado con su mobiliario; sí, sí, que se distrajera.  Dejó la puerta abierta y empezó a desnudarse.  Ella era hermosa, lo sabía. Un hombre sexualmente sano nunca la rechazaría; menos uno como él, que seguramente nunca había tenido la oportunidad de estar con una mujer como ella. Tenía la victoria asegurada.

David quedó un tanto sorprendido por tanta elegancia.  Los muebles, los adornos, el piso de parquet, tan abrillantado y encerado que parecía un espejo; el ventanal, que al estar en un veinteavo piso le daba una buena panorámica de la ciudad… era todo de primerísima calidad. Nunca había pisado un sitio así, y ahora se sentía un poco cohibido. 

Se descubrió solo y caminó en busca de la chica para despedirse.  Ya estaba a salvo en su casa, su labor como chófer y guardián había terminado. Era hora de volver a la vida real.

Se sorprendió terriblemente cuando la vio. 

Santa… madre de los angelitos desnudos. La mujer estaba tal y como Dios la trajo al mundo, totalmente desnuda, excepto por sus sandalias de tacón alto y una cadena de oro en el cuello.  La boca se le secó, y el corazón se le saltó un latido.  Era hermosa más allá de toda lógica, la ganadora de la lotería genética.  Sus senos eran redondos, pequeños, pero hermosos, firmes.  Era increíble que tuviera una cintura tan estrecha y un abdomen totalmente plano, ¿acaso no comía? y un ombligo que… no, él no iba a mirar allí, él no… Vaya por Dios. 

No se dio cuenta de que ella se le había acercado, y ahora rodeaba su cintura con sus brazos y le besuqueaba el cuello. Él no estaba muerto, por Dios, y hacía rato no estaba con una mujer; ya sabes, los compromisos, el trabajo, el estudio, la familia…

En un acto de caballerosidad, intentó retirarla, pero al poner sus manos en su desnuda piel, su determinación flaqueó. ¿Por qué no? Ella era exquisita, y se estaba ofreciendo en bandeja de plata.

Pero ésta era una mujer que acababa de renunciar al hombre que amaba y se lo había entregado, por no llamarlo de otra manera, a Johanna, su compañera y vecina.  Acababa de verla empujar al hombre con el que había estado comprometida toda la vida a los brazos de otra en un acto de terrible bondad y valentía.  Era posible que ahora quisiera reafirmar su feminidad y atractivo entregándose a un desconocido.  Pero él no la quería así. 

Por Dios, ¿qué estaba pensando? Ella era hermosa, e increíblemente sexy, y sus inquietas manos ahora mismo estaban explorando su pecho, bueno, una, porque la otra iba directa a su…

—No.

Le tomó ambas manos e intentó mirarla a los ojos.  Ella no hizo caso, y forcejeó para liberarse y volver a acariciarlo, pero entonces él se alejó un paso negando con su cabeza.

—Eres hermosa, sexy, e irresistible, créeme. No necesitas hacer esto para reafirmarlo.

—¿Y qué importa si quiero hacerlo?

—No, Marissa.

Oh, Dios, él sabía su nombre, pensó Marissa, y fue como si del techo le cayera un balde de agua fría. De algún modo, eso hizo todo aquello más… personal. De esta manera, este episodio no podía pasar por “anónimo”.

—No debo ser tan sexy –dijo entre dientes—, si un hombre joven, hermoso y sano como tú me rechaza.

—Sé por qué quieres hacerlo, y créeme, las razones son equivocadas.

A ella se le empañaron los ojos. Negó sacudiendo su rubio cabello y volvió a la carga, tocando, frotando, acariciando. David soltó un siseo.

—Marissa, eso sólo será un alivio temporal… mañana te sentirás terrible. Créeme—. Ella lo alejó de un empujón con toda su frustración a flor de piel. Un simple encargado de restaurante la rechazaba. ¿Qué más le faltaba por experimentar?

Sin importarle ya nada, caminó hasta la cama y se tiró en el colchón boca abajo sin preocuparse por cubrirse. Tenía la garganta cerrada y se dio cuenta de que no podía llorar por la misma vergüenza y la ira; se sentía fea, descolorida e indigna.

—¿Podrías irte? –le pidió, cubriéndose el rostro con el brazo para que él no la viera. David se rascó la cabeza mirando a otro lado. Caramba, ser un caballero era taaan difícil. Se acercó lentamente a ella. Tomó una esquina del edredón y la cubrió—. No te necesito –insistió ella—. Vete.

Él asintió, arrepintiéndose tal vez de haber dejado ir esta oportunidad. Le venía bien, pensó ella. Ojalá tuviera pesadillas con ella por un buen tiempo, por idiota.

Cuando él se fue, y se escuchó la puerta principal al cerrarse, Marissa al fin pudo llorar.

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