3

Ese domingo por la tarde, David se vistió con pereza. Con un poco de suerte, este sería su última noche en el bar y servir tragos pasaría a la historia. Mañana sería su primer día de trabajo en una importante empresa.

Se subió los pantalones lentamente, y se puso frente al espejo sin mirarse. Michaela entró a su habitación sin llamar primero, así que fue una fortuna estar decente.

—Un día de estos –le dijo—, me vas a encontrar desnudo y te vas a llevar el susto de tu vida—. Ella rio descarada.

—Eres mi hermano, nada de ti me asusta.

—No estés tan segura—. Por el rabillo del ojo, la vio sentarse frente al PC, conectarse a internet e ir directamente al F******k. Ella no tenía un teléfono inteligente, así que seguramente se estaría allí por horas; y sin él para vigilar, se acostaría a dormir justo cuando él llegara de su trabajo nocturno.

No dijo nada, al fin, que no serviría de nada. A Michaela todavía le quedaba una semana de vacaciones antes de enfrentarse a su último año antes de graduarse, y luego, ella debía entrar a la universidad y hacer una carrera, como su hermano mayor.

Cerró sus ojos al pensar en eso.  Sus padres habían muerto hacía ya diez años. Cuando sucedió aquello, él tenía dieciséis, y Michaela siete. El accidente no había sido culpa de su padre, más bien del conductor del otro vehículo, y su seguro de vida los había ayudado muchísimo en aquella época, pero lamentablemente, le había dado para el estudio de uno, no de los dos, y el dinero se había acabado. 

Luego de quedar huérfanos se habían venido a vivir con la abuela Agatha a este edificio.  Era viejo, y bastante destartalado, pero con la pensión de la abuela y luego su exiguo salario, se habían podido mantener. El apartamento en el que vivían era de dos habitaciones, una la ocupaban Michaela y Agatha, y en la otra estaba su estrecha cama compartiendo espacio con la mesa del computador, pues en la sala no cabía. En cuanto cobrara su primer cheque, tenía pensado irse a otro lugar, uno más céntrico y más seguro.

Tenía unas cuantas deudas importantes, pues él había sido ambicioso y había hecho su soñado máster en economía, se había codeado con las personas adecuadas durante ese par de años, y ahora veía el fruto de su labor al ser contratado en un importante grupo empresarial dedicado a los farmacéuticos.

Sería un simple auxiliar contable, pero el sueldo le alcanzaría para cubrir sus gastos, y tendría la oportunidad de demostrar sus capacidades y ascender. Ah, cómo soñaba con sacar a sus mujeres de allí. Como soñaba con, algún día, ser capaz de mantener no sólo a su hermana y a su abuela, sino también… a una mujer.  Soñaba con eso, cada día.

Sus ambiciones eran simples, iban un poco más allá de vestir trapos caros, y conducir un coche digno, poder visitar bares costosos como en el que trabajaba ahora, y viajar; no, él quería una casa a la que pudiera llegar luego de un largo día de trabajo, mirar en derredor y ver que había valido la pena el esfuerzo.  Cuando llegaba a ese punto, una mujer entraba en esa soñada sala y le preguntaba cómo había sido su día.  Él le sonreía y le devolvía la pregunta. A veces, esa mujer no tenía rostro, ni estatura.  A veces, esa mujer era rubia, y tenía un increíble par de piernas largas.

—Desconéctate temprano de ese aparato –le dijo a su hermana mientras se ajustaba la camiseta de algodón dentro de sus pantalones. Michaela no hizo señas de haber atendido—. ¿Me escuchaste, Michaela?

—Sí, sí…

—¿Y me vas a hacer caso? –Michaela por fin se dignó a mirar a su hermano.

—Sí.

—Bien.  No te creo ni un poco, pero igual me tengo que ir.

—Que te vaya bien –le sonrió Michaela mirando de nuevo la pantalla del ordenador.

David se acercó a su hermana, le cogió la cabeza muy despreocupadamente y le besó la frente. Adoraba a esa chiquilla, aunque a veces lo sacara de quicio.

Antes de salir, se acercó a la anciana atareada en la cocina y también se despidió.  Agatha lo miró preocupada hasta que salió por la puerta; no le gustaba nada ese trabajo. El hecho de que fuera en un bar, y por la noche, le ponía los nervios de punta. Consideraba que la ciudad estaba más llena de peligros hoy en día de lo que jamás se hubiese imaginado ella en sus tiempos, y su preciado nieto tenía que entendérselas con rufianes y borrachos todos los fines de semana.

David sabía que ella se preocupaba, pero hasta el momento no había podido hacer nada por cambiar esa situación; lo hacía desde hacía unos seis meses para terminar de pagar un montón de deudas, y, durante el mismo tiempo, no había tenido una sola noche, una sola tarde libre.  Desde mañana, sin embargo, tendría un horario decente, y los fines de semana para descansar.  Su sueldo le alcanzaría para sus obligaciones financieras y vivir más decentemente sin tener que buscar un empleo alterno. Por fin.

Esa noche saldría más temprano; era su última noche allí.  Ya lo había hablado con su jefe, que no estaba muy contento, pero no había tenido más opción que aceptar.  David quería algo más que llevar la caja en un bar de niños ricos y viciosos.

—Esto está atestado –dijo Marissa mirando en derredor.

Había venido esa noche con Nina, una de sus amigas de toda la vida, porque se había presentado en su casa y casi la había obligado a ducharse, vestirse y salir. Ahora estaban en la zona VIP de un lujoso bar de Jersey City. Desde su lugar, se veía a hombres y mujeres tocarse, restregarse, y un montón de cosas igual de obscenas. La música tecno retumbaba en las paredes y las luces de colores giraban en todas direcciones. Unos hombres, desde otra mesa, las miraban como si fueran el pastelito más exquisito de la panadería. Marissa estaba asqueada.

—Necesitas relajarte, mujer; distraerte, ¿me captas? –Nina le estaba sonriendo insinuante a los hombres, que no tardaron en ponerse de pie y sentarse uno al lado de cada una. Marissa hizo ademán de levantarse y huir, pero la mirada de Nina le dijo: ni lo sueñes.

—Hola, preciosas –dijo uno de ellos. Marissa lo miró, era grande, rubio, y tal vez adicto al gimnasio y las proteínas—. Parecen un poco solas, ustedes dos.

—En verdad no –contestó Marissa—. Estábamos muy bien.

—Pero ahora estamos mejor –corrigió Nina sonriéndole con un especial interés. Marissa recordó que a Nina siempre le habían gustado los rubios.

Quería relajarse, en serio, pero no era capaz. Nunca tener ese tipo de flirteos con extraños se le dio bien. Una vez lo había intentado, y le había ido fatal. Miró a Nina; eran amigas desde la infancia junto con Diana y Meredith y habían estudiado en el mismo internado hasta graduarse. Se preguntó qué diría ella si le contara que una vez, hace un año ya, había subido a su apartamento un desconocido del que ya no recordaba ni su cara ni su nombre y se le había desnudado… para luego ser dulcemente rechazada.

No le creería, concluyó, y luego se reiría por ser capaz de inventarse una historia así.

Marissa era conocida por su ostracismo. A pesar de que había pasado un año desde que había terminado con Simon, y éste se había casado ya y era inmensamente feliz con su esposa, ella no había salido con nadie, no se había acostado con nadie… no era capaz.

—¿Vamos a bailar? –Dijo uno de los hombres. Marissa se negó.

—Ella acaba de salir de un convento –respondió Nina poniéndose en pie y tomando la mano de ambos hombres—; apenas se está acostumbrando al mundo exterior –siguió—, pero si se conforman conmigo, les prometo que lo pasarán igual de bien.

Uno de los hombres miró estudioso a Marissa, su vestido a la rodilla, su escote recatado y su cabello recogido. Aunque era rubia y hermosa, no parecía muy feliz allí, así que haciéndole caso a la espectacular morena que prácticamente les estaba proponiendo un trío, se fueron con ella a la pista de baile.

Marissa los vio alejarse apretando sus labios; a veces quería tener la soltura de Nina para olvidar los problemas.

Un mesero pasó por allí y ella le pidió unas bebidas. Un cosquilleo en la nuca le hizo girarse hacia la barra.  Era el presentimiento de estar siendo observada. 

Había un par de camareros allí, llenos de pedidos de clientes y con ambas manos ocupadas sirviendo y entregando tragos. Todos se veían ocupados, cada cual concentrado en lo suyo, así que nadie la estaba mirando.

Nina regresó a la mesa un rato después, sudorosa, pero con una ancha sonrisa en el rostro.

—Ah, Marissa, no sabes lo que te pierdes.

—Yo creo que sí.

—No seas tonta.

Marissa se sorprendió cuando notó que uno de los camareros se aproximaba a ellas.

A ellas. 

Miró en derredor, pero el hombre no iba hacia ningún otro lado, no; iba directo hacia ellas. Y se acercaba sonriente, como si las conociera.

—Hola, Marissa –ella lo miró sorprendida.

—¿Disculpe?

—Soy yo… David… Hace casi un año no nos vemos… Quiero decir… nos vimos una vez hace un año...

Marissa lo miraba con una de sus cejas alzadas y Nina lo estudiaba mordiéndose un labio, como con ganas de hincarle sus incisivos en alguna parte de su anatomía.

Ella miró al hombre. Era joven, alto, de cabello oscuro y piel clara. Debajo de la camiseta del uniforme se notaban unos hermosos pectorales. Y la estaba mirando de un modo extraño, como si la conociera más que de nombre, como si…

Había anhelo en esa mirada.

—Lo siento, no lo conozco.

—Ni yo –Dijo Nina—. Pero eso tiene fácil solución, ¿no? –Nina se puso en pie delante de él como diciendo: mira—qué—rica—estoy. Pero el tal David ni siquiera la miró. Punto a su favor. Sin embargo, la luz que traía en su mirada se fue apagando poco a poco. Sonrió de medio lado y dijo:

—Disculpe la molestia. Quizá la confundí—. Dio media vuelta y se alejó, con sus hombros un poco caídos ahora que se alejaba.

—Dios, qué cara, qué espalda, qué culo…

—Nina, cállate, por Dios—. Nina le echó malos ojos.

—Intentaron ligar contigo y tú como si nada.

—No intentó ligar conmigo…

—Pero está claro que NO te confundió con otra –aclaró Nina, girándose a mirarlo en la barra, donde estaba otra vez atendiendo—. Dime, ¿de dónde lo conoces?

—¿Quién dice que lo conozco?

—Sabe tu nombre –respondió Nina.

Un ramalazo de conciencia atravesó su mente. De algún modo, el hecho de que él supiera su nombre… lo hacía más personal.

—¡Oh, por Dios!

—Eso mismo dije yo –sonrió Nina malinterpretando su exclamación—. Lo conoces, ¿verdad?

Marissa se giró hacia la barra, y lo vio ocuparse de nuevo de las bebidas, ahora aún más concentrado en lo que hacía.

Era él, el chico que la había llevado a su apartamento la tarde que buscó a Johanna para decirle que le dejaba el camino libre hacia Simon. Era él, el hombre ante el que se había desnudado como una fulana y se había arrojado a sus brazos, y él, como un caballero, la había rechazado, salvaguardando así su muy maltrecha dignidad, pero haciendo pedazos su ego.

—Me tengo que ir –dijo de repente, tomando su bolso y poniéndose en pie.

—No seas cobarde. Él obviamente está interesado en ti. ¡Vive la noche, Marissa!

Ella no lo creía así. Sabía que, aunque fuera hasta la barra para decirle que ya se acordaba de él, no habría nada más que decir; había estado tranquila porque creyó que nunca lo volvería a ver, ésta era una ciudad muy grande, con millones de habitantes, y ella no solía moverse en los círculos en los que muy seguramente se movía él.

Bueno, ahora tendría cuidado de no volver a pisar este bar jamás en su vida.

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