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Marissa estaba agachada en medio de su sala. Le dolía el pecho, el estómago, la cabeza, la garganta.

El pecho, porque el corazón no había parado de latir como si viniera de una maratón. El estómago, porque lo tenía revuelto, sentía ganas de vomitar. La cabeza, porque contener el llanto exigía demasiado esfuerzo, y la garganta, por el enorme nudo que la atravesaba y la ahogaba.

—Vete, por favor –susurró. Sabía que él aún estaba al otro lado, mirando la puerta. Lo sabía de algún modo.

Al fin, pasado el rato, supo que él ya no estaba allí, que se había ido.

Él no volvería, no por su cuenta. Había dicho las cosas adecuadas para que nadie en su sano juicio, ni con una pizca de dignidad quisiera volver.

Tomó el interfono y llamó al conserje del edificio para asegurarse de que David ha

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