Pasaron los días, y tal como Jorge temió, Sandra no se estaba mucho tiempo en la misma sala que él si sólo estaban los dos. Por más que volvió a la cocina por las noches, nunca la encontró allí haciendo sus deberes. Se preguntaba a dónde iba ahora.
Decidió no prestarle demasiada atención, aunque por más que lo intentaba, ella volvía a meterse en sus pensamientos.
Tenía otras cosas en qué pensar. Las tiendas que había fundado hacía sólo unos ocho años estaban creciendo de una manera vertiginosa, y estaba ganando socios que confiaban plenamente en su capacidad para llevar el negocio al éxito. En Awsome se vendía no sólo ropa y calzado, sino que ahora también estaba incursionando en todo tipo de accesorios para mujeres y hombres. La respuesta del cliente no se había hecho esperar. La mesa directiva tenía la idea de extenderse e ir más allá, pero para eso necesitaban capital, que lamentablemente ahora no tenían.
Iba en su auto luego de una reunión con un posible socio inversionista cuando vio a Sandra. Estaba sentada sola en una cafetería, mirando lejos y con unos apuntes delante. Sonrió y detuvo el auto dejándolo en una zona de parqueo público, y sin dudarlo, se encaminó a ella. Entró a la cafetería y pidió dos tazas de café, del mejor, negro y muy aromático. Esta chica venía de la tierra del café, así que no podía traerle cualquier cosa.
Sandra se sintió seducida por el aroma a café y levantó la mirada. Al ver a Jorge sosteniendo un par de tazas y sonriéndole con cierta picardía, entrecerró sus ojos.
—Parece que después de todo, sí pude invitarte a una taza de café –dijo él, y le puso la taza delante. Sandra cerró las libretas y miró la negra y humeante bebida bastante tentada a recibirla. Para tener derecho a estar sentada aquí, había pedido un simple jugo, y sospechaba que los meseros del lugar no estaban muy contentos con esta cliente en particular—. Vamos, no lo mires así. Te arrepentirás toda la vida.
Eso era verdad, pensó ella, y tomó la taza y le dio un sorbo.
Ah, directo de las montañas de Colombia, se dijo, y pegó la nariz a la taza saboreándola con todos sus sentidos disponibles. Jorge se echó a reír.
—¿Echas de menos tu tierra?
—Mucho.
—Pero no piensas volver –ella bajó la mirada.
—Ya no puedo. Prometí hacer cosas grandes aquí, así que volver sería una derrota.
—Te entiendo. Me identifico contigo, ¿sabes? –Sandra lo miró un poco incrédula—. Yo también dejé mi tierra siguiendo el sueño americano.
—Pero usted lo consiguió—. Él sonrió un tanto enigmático.
—A costa de unas cuantas cosas—. Ella tuvo curiosidad de preguntarle qué cosas, pero no se atrevió. Él siguió hablando, buscando entablar con ella una conversación, y al fin, Sandra cedió y puso de su parte contestando, haciendo comentarios, y hablando a su vez.
Cuando hubieron terminado el café, ella recogió sus apuntes. Viendo que ella tenía intención de irse, él también se puso en pie.
—Sabes, no te invité para nada extraño aquella vez –dijo él, y ella lo miró de reojo sin creerle. Jorge se echó a reír—. Bueno, tal vez sí, un poco. Pero siempre es sabido que el hombre llega hasta donde la mujer le permite. Quedó claro que yo ni siquiera llegué a invitarte a tomar algo.
—Ya lo hizo.
—¿Dolió?
—Claro que no. Pero no puedo permitir que el señor de la casa me haga este tipo de invitaciones otra vez. Sería muy fácil caer si me descuido.
—¿Estás diciendo que no te soy indiferente?
—Señor Alcázar, no me obligue a renunciar.
—¡No! Claro que no. Qué difícil eres, mujer –ella sonrió, y él adoró los hoyuelos en sus mejillas.
—¡Ustedes dos! –exclamó una mujer, vestida con una falda larga y llena de estampados de colores vivos. Era de tez oscura, cabello rizado, negro y largo, recogido en una trenza que en la punta llevaba enredada una pluma.
Sandra y Jorge la miraron un poco tomados por sorpresa, y Jorge incluso dio un paso atrás para tomar a Sandra y salir corriendo con ella en volandas en caso de que la mujer se pusiera agresiva, pero ésta sólo cerró sus ojos y arrugó su frente como si estuviera sufriendo mucho.
—Esta sangre –dijo ella con voz queda—, esta sangre me quiere decir algo –Sandra miró a Jorge como pidiéndole salir corriendo de aquí, pero la mujer abrió de nuevo sus ojos y miró fijamente a Sandra, que tuvo un poco de temor al ver esta extraña mujer comportándose de un modo más extraño aún—. Harás un largo viaje –le dijo la mujer a Sandra—. Uno muy cansado. Uno casi interminable. Pero no temas; cuando todo lo des por perdido, cuando tus esperanzas se hayan agotado, llegarás por fin a tu dulce destino—. Sandra elevó una ceja, sorprendida por esas palabras. Pero la mujer dejó de prestarle atención a ella y miró a Jorge, y con el mismo tono de voz le dijo—: Nunca olvides estas palabras: El sirviente que se esfuerza llegará a convertirse en el jefe del mal hijo, y hasta se quedará con la herencia que a éste le tocaba—. Y mirando al cielo dijo—: Esta sangre está destinada a unirse.
Jorge y Sandra la miraron pestañeando un par de veces, sorprendidos por este gran show. Sandra incluso quiso aplaudir. Debían estar promocionando la visita de algún circo, o algo así. La mujer luego los observó y se aclaró la garganta. Miró en derredor como preguntándose dónde estaba y Jorge guio a Sandra en dirección al auto queriendo reír por lo extraño de todo, y ella, olvidando que había prometido guardar las distancias con su jefe, aceptó ser llevada en el auto hasta la mansión.
En el camino fueron hablando y riendo de la extraña mujer y sus locas palabras, y el camino se les hizo muy corto.
Al llegar a la casa, Jorge borró de inmediato su sonrisa al reconocer el automóvil parqueado frente a la mansión. Miró a Sandra y ella vio un poco de preocupación en su rostro.
—¿Está todo bien? –preguntó ella. Él no tuvo tiempo de contestar, pues por la puerta principal salió una despampanante mujer, alta, pelirroja, de ojos marrones y piel muy clara, que al ver a Jorge se ajustó sus lentes de sol y caminó a él. Al advertir a la mujer a su lado, no dudó en echarle una mirada de arriba abajo y menospreciarla enseguida.
—Parece que tenía razón en estar preocupada –dijo ella con voz muy educada y una sonrisa estudiada. Sandra se empezó a sentir como una pequeña cucaracha frente a la fineza de esta mujer, sus ropas, su bolso, o tan sólo sus lentes de sol debían equivaler a su salario.
—Hola, Laylah –saludó Jorge.
—¿Hola? –reprochó ella—. ¿Así tan simplemente saludas a tu prometida? –Jorge sintió la mirada de Sandra, y no pudo hacer nada cuando ella se disculpó y se alejó. Tuvo deseos de salir corriendo de allí, ir detrás de Sandra, cambiarlo todo.
Pero no podía. Laylah era la hija de su nuevo socio inversionista. El hombre había dejado en sus manos casi toda su fortuna a cambio del matrimonio. Si bien él no tenía renombre, estaba demostrando ser un brillante hombre de negocios.
Había ganado mucho dinero con esta transacción, pero sospechaba que había perdido algo mucho más valioso y para siempre.
—¿Tengo que preocuparme por la chica del servicio? –preguntó Laylah cruzándose de brazos.
—No. No tienes que preocuparte.
—Mira, no me molesta que tengas tus aventuras, pero no las pasees delante de mí, ni las subas en el mismo auto en que me subiré yo. Ten un poco de respeto, por favor.
—¿A qué viniste?
—A esto, precisamente.
—¿Estás molesta?
—No demasiado. ¿Qué? –preguntó ella entrecerrando sus ojos—. ¿Tenías la esperanza de que cancelara el compromiso? –y dicho esto se echó a reír. Jorge la observó mientras se encaminaba a su convertible y subía en él para irse.
Buscó a Sandra para hablar con ella, pero a mitad de camino se detuvo. ¿Para qué? ¿Qué ganaba reteniéndola? Si ella decidía irse, estaba en todo su derecho, ¿no?
El matrimonio con Laylah era un hecho. Nada en este mundo lo detendría. Había soñado un poco con la chica del servicio, pero no era más que eso, un sueño. La vida real era muy diferente, y él había hecho sus compromisos y sus promesas ya.
Cuando una semana después ella presentó su renuncia, no fue capaz de pedirle que recapacitara, sintió que el corazón le dolía un poco, pero él no tenía ningún derecho.
—Podría reubicarte –propuso él—. Has mejorado mucho tu inglés. No tienes que ser siempre una chica del servicio. Puedo…
—No tiene que hacerlo. Tal vez aceptando su ayuda llegue más rápido a mi meta, pero no estaré cómoda con eso—. Él la miró y pasó saliva tratando de desatar el nudo en su garganta.
—Entonces intentaré arrancarte una promesa –ella lo miró impertérrita—. Prométeme que cuando necesites ayuda, vendrás a mí. No importa qué tan grave sea la situación, o cuán desesperante. Acude a mí, por favor.
—¿Prometerle eso le hará sentirse mejor? –él sonrió triste.
—Nada hará que me sienta mejor, Sandra. Pero cuando te conocí, ya estaba comprometido con Laylah. Si las cosas fueran diferentes…
—Se lo prometo –cortó Sandra—. Algún día, si necesito algo con mucha desesperación, consideraré acudir a usted. Pero lo haré sólo como último recurso. Espero no tener que cruzarme mucho con usted en el futuro—. Jorge hizo una mueca, pero no tuvo más que aceptar lo que ella decía.
La observó salir de la casa desde el ventanal de la biblioteca, y su corazón no dejó de gritarle que se arrepentiría de esto por el resto de su vida.
—¿Qué sucede, Maggie? –le preguntó Jorge Alcázar a su ama de llaves, que había intentado al menos tres veces formar una frase, pero no le era posible.—Es que… es… quiero decir…—Me estás preocupando, mujer.—Es que ella está aquí.—¿Ella quién?—¡Sandra! ¡Sandra Santos! ¿La recuerda? Hace casi veinte años ya que se fue, ¿la recuerda? ¡Y está aquí! ¡Pide verse con usted! ¿La recuerda?Por supuesto que la recordaba, pensó Jorge poniéndose en pie y saliendo de su despacho privado y caminando veloz hacia la sala, donde esperaba la mujer que hacía exactamente veinte años había cruzado esa puerta y nunca más había vuelto a ver.Cuando la vio, se detuvo en seco. Ella estaba preciosa, definitivamen
Jorge Alcázar respiró profundo y se puso en pie. Sandra lo miraba esperando a que él dijera algo. Llevaba un rato en silencio, y ella empezaba a sentirse inquieta.—No te pido gran cosa –dijo ella, con voz casi suplicante—. Él es un buen chico, ¿sabes? Quiere estudiar, ser alguien. Y es muy inteligente. Pero sólo tiene diecisiete años. Te prometo que es muy responsable y no te dará qué hacer. Sólo dale la oportunidad de tener un techo seguro hasta que se haga mayor y pueda valerse por sí mismo sin que deje la escuela. Es todo lo que te pido—. Jorge se giró a mirarla.—Tengo un hijo de su edad…—No te estoy pidiendo que lo tomes como hijo, ¡ni mucho menos! –lo interrumpió ella—. ¡Un trabajo aquí estará bien! Él se desempeña muy bien en todo, y sabrá ganarse el
Daniel llevaba por lo menos una hora de pie bajo el sol y frente al resplandor de la piscina.No pasaba nada, estaba acostumbrado a esto.Sabía que no podría entrar a la mansión hasta que se le diera orden. Con los ricos, las cosas eran siempre muy previsibles.Sandra, su madre, le había pedido que esperara aquí hasta que lo hicieran llamar. El comportamiento de ella había sido muy extraño, pues, por más preguntas que le hiciera, ella no explicaba claramente qué era lo que venían a buscar aquí. Hacía años que había dejado de ser una sirvienta y ahora trabajaba como dama de compañía de una anciana rica y excéntrica. En este trabajo no tenía ya que lavar platos o baños, sólo estar pendiente de esta mujer malhumorada, enferma y sola, darle su medicina y de vez en cuando, leerle, conversar con ella, ser su aya.
Diana vio a su padre subir a uno de los autos acompañado de una mujer y el chico estatua de la piscina. Elevó una ceja preguntándose por qué su padre tenía ese tipo de atenciones con un par de personas que de lejos se notaba no eran de su círculo social.—¿Se fueron? –preguntó Marissa acercándose. Diana no la miró.—Papá los lleva en su coche. Esto es muy raro.—¿Raro por qué? Tu padre es un hombre considerado.—No con todo el mundo. Ese chico… creí que venía aquí por un empleo, pero ahora veo que vino tal vez con su madre, y… no sé qué pensar de todo.—No te preocupes demasiado por cosas como esta. A menos que estés pensando que, ya que tu padre enviudó, está buscando nueva esposa –Diana miró a su mejor amiga con ojos grandes de terror.
Las semanas empezaron a pasar, y se hizo muy normal ver a Jorge a menudo en casa. Ellos salían bastante, y a veces, llegaban un poco tarde en la noche.No le decía nada, y mucho menos le reprochaba, al fin que su madre tenía derecho a ser feliz, aunque a él no le hiciera mucha gracia; después de todo, era su madre.Pero una noche ella no regresó.Se dio cuenta porque le entró sueño y él no se dormía hasta que ella llegara. Había estado entretenido haciendo deberes, pero miró el reloj y se dio cuenta de que eran las dos de la mañana ya.Ella no tenía un teléfono móvil, era demasiado costoso, así que no tenía cómo llamarla.Pero Jorge sí, pensó, y estaba seguro de que tenían su número en algún lado de la casa.Iba a tomar el teléfono cuando éste timbr
Daniel no sintió que se había empapado, ni que estaba lloviendo, ni que todo alrededor se había vuelto un diluvio sino hasta que de repente el agua se detuvo. Miró arriba y encontró que alguien sostenía un paraguas para él, lo cual era inútil, pues ya estaba completamente empapado.—Si sigues aquí bajo la lluvia –dijo la voz de una chica, aunque era de sospecharse, pues ella tenía el cabello largo hasta la cintura, y tenía todos los atributos de una mujer—, te vas a resfriar, ¿sabes?Él no dijo nada, sólo miró de nuevo al frente, ignorándola.—¿Sabes? –siguió ella—, tengo un grupo de amigas—. Daniel no la miró, aunque sí se preguntó qué tenía que ver eso con él—. Nos hacemos llamar las sin—madre. Todas perdimos a nuestra madre cua
—¿Quién rayos eres tú y qué haces en mi casa? –preguntó Esteban Alcázar al ver a Daniel sentado en los muebles de una de las salas. Daniel se puso en pie de inmediato.Lo sabía, sabía que sentarse en la sala era una mala idea, pero Jorge había insistido en que lo esperara aquí, y ahora uno de los señoritos de la casa le estaba reprochando, y él no tenía ninguna excusa, aunque sólo se había atrevido a apoyarse en la punta de uno de los muebles.—Ah… hola…—¡Qué hola ni qué mierdas! –exclamó Esteban mirándolo de arriba abajo. Sus zapatos, sus jeans, su camiseta, todo, gritaba: ¡soy pobre! –Si estás buscando trabajo, la servidumbre entra por la otra puerta, ¡y no se sienta en los muebles! ¡Qué asco!—¿Qué te da asco? &nda
Daniel caminó por unos pasillos y dio con una habitación de juegos increíble. Había de todo allí, cada cosa electrónica con la que él nunca había soñado, cada juguete, cada aparato.Caminó mirando todo un poco anonadado. ¿Quién disfrutaba de estas cosas?—Todo es mío –dijo Esteban desde un rincón. Daniel se giró a mirarlo, y lo encontró apoltronado en el sofá de la sala—. Por si te estabas preguntando.—No me preguntaba de quién era, sino quién lo disfrutaba.—¿No es lo mismo?—No desde mi punto de vista –Esteban lo miró de arriba abajo. Se puso en pie y dio unos pasos acercándose a él y mirándolo con sospecha. Era un chico alto y de espaldas anchas. Llevaba unos pantalones entubados azul celeste, y una camiseta sin mangas de líneas bl