Daniel llevaba por lo menos una hora de pie bajo el sol y frente al resplandor de la piscina.
No pasaba nada, estaba acostumbrado a esto.
Sabía que no podría entrar a la mansión hasta que se le diera orden. Con los ricos, las cosas eran siempre muy previsibles.
Sandra, su madre, le había pedido que esperara aquí hasta que lo hicieran llamar. El comportamiento de ella había sido muy extraño, pues, por más preguntas que le hiciera, ella no explicaba claramente qué era lo que venían a buscar aquí. Hacía años que había dejado de ser una sirvienta y ahora trabajaba como dama de compañía de una anciana rica y excéntrica. En este trabajo no tenía ya que lavar platos o baños, sólo estar pendiente de esta mujer malhumorada, enferma y sola, darle su medicina y de vez en cuando, leerle, conversar con ella, ser su aya.
Él no quería esto. Él quería algo más, pero aún era considerado un niño, y muy pocos lo tenían en cuenta. Desde los trece años trabajaba y estudiaba al tiempo, ayudaba a su madre en los quehaceres, sacaba las mejores notas en la escuela y ya se estaba preparando para concursar por una beca en alguna universidad y estudiar una carrera. Pero esto eran sólo planes, pues por muy becado que estuviera, su madre estaría sola, y ella estaba un poco delicada de salud; últimamente no se estaba sintiendo bien, así que se preocupaba al no tener a alguien que cuidara de ella en caso de que enfermara.
¿Qué podría hacer?
No comprendía del todo lo que venían a hacer aquí, pero esperaba que fuera algo que ayudara a Sandra a estar mejor, a trabajar menos, a sentirse bien.
En los ojos de su madre hubo siempre una tristeza que él nunca pudo borrar, a pesar de que se consideraba un buen hijo. Por más que se había esforzado, y aunque en muchas ocasiones la hizo sonreír con sus logros, sus chistes y payasadas, muy en el fondo había algo que la entristecía o la preocupaba, y más últimamente.
—¿Eres el hijo de Sandra Santos? –preguntó la mujer que les había abierto la puerta cuando llegaron aquí. Daniel asintió en silencio—. Sígueme –pidió ella, y él hizo caso.
El interior de la mansión estaba increíblemente fresco. No parecía verano aquí dentro. Los muebles, como en toda casa de ricos, era de una exquisita fineza y buen gusto. Las paredes eran algunas cubiertas en madera, otras forradas de papel tapiz color marfil. Los marcos de las puertas y las ventanas eran también en madera, y había cuadros de reconocidos pintores colgados en las paredes. El piso de parquet brillaba, quizá por el trabajo de cera y pulido que se hacía constantemente sobre él.
Sonrió cuando se dio cuenta de que era incapaz de admirar una casa sin asociarlo al trabajo de la servidumbre.
La mujer lo condujo hasta una sala en la que estaba de pie su madre, y un hombre alto y canoso que debía ser el señor de la casa. Él se detuvo y la miró a ella fijamente, pues tenía los ojos humedecidos como si hubiese estado llorando.
Si a ella le había tocado suplicar por un trabajo aquí, lo mejor sería irse y no regresar, se dijo.
—Así que tú eres Daniel –dijo el hombre, y Daniel asintió con un movimiento de cabeza—. Me han hablado muy bien de ti.
—En cambio –dijo Daniel, con cautela—, de usted yo no sé nada—. El hombre sonrió, y Sandra le abrió los ojos a su hijo para que se comportara.
—Mi nombre es Jorge Alcázar.
—Jorge es un buen amigo –explicó Sandra, mirándolo significativamente para que no hiciera preguntas impertinentes y fuera amable. Daniel arrugó un poco su frente.
—Un amigo, ¿eh? Entiendo.
—¿Qué entiendes? –preguntó ella, desconfiada.
—Tu madre trabajó para mí hace veinte años –explicó Jorge, sonriente—. No nos habíamos vuelto a ver, pero le debo unos cuantos favores.
Entonces no eres mi padre, quiso decir Daniel, pero se mordió la lengua; hacía mucho tiempo que había hecho las cuentas y que sabía que su madre le había mentido con respecto a su padre. No podía haber sido un novio que huyó cuando la supo embarazada, de ser así, ¿por qué su reticencia en revelar su nombre? Se lo había preguntado miles de veces cuando era niño, deseoso de poder tener por lo menos en su mente la imagen creada por él mismo de su padre, pero eso había sido hasta que ella le había pedido que, si en verdad la amaba, no le volviese a preguntar eso.
Se había hecho adolescente, y si bien no le volvió a preguntar, no dejó de indagar, hacer conjeturas.
Todo lo que sabía hasta ahora era que debía ser un señor, rico, y probablemente de esos que abusaban de sus criadas. Se había imaginado la historia. Su madre era joven y guapa, él la engatusó tal vez, o en el peor de los casos, la abusó, la embarazó, y entonces ella huyó. O quizá él la despidió, quién sabe.
Él se parecía a su padre, de eso no le quedaba duda. Había visto unas cuantas fotografías de sus abuelos y bisabuelos y ninguno era rubio ni de ojos claros, así que debió heredar los suyos por la línea paterna.
Y hasta allí llegaban sus conclusiones.
Este hombre aquí era un amigo, uno de la época en que él no había nacido, así que tampoco podía saber la verdad de su origen. ¿Y qué tipo de favores podía deberle una mujer humilde como su madre a un hombre tan imponente como este?
Había tenido que admirar su sagacidad. Con una sola frase, él había aclarado el tipo de relación que los había unido en el pasado y despejado toda duda con respecto al tema.
Jorge admiró al muchacho frente a él, era alto, un poco delgado para su gusto, el cabello castaño rubio le caía liso sobre la frente, aclarado por el sol, y tenía unos ojos impresionantemente verdes. No verde—avellana, ni verde—azulados. No, sólo verdes, como los de la hoja de un árbol en verano.
¿A quién se los había heredado? Y ese cabello rubio, ¿sería igual que el de su padre, quizá? ¿Quién era el padre de este chico, que, tenía que reconocer, era guapo, y tenía una apostura bastante imponente a pesar de ser sólo un niño de diecisiete años?
Lo había mirado a él como un ave rapaz por encontrar a su madre con los ojos humedecidos, como culpándolo de la desdicha de ésta. Y tal vez tenía razón.
—Tu madre sólo habla maravillas de ti –siguió diciendo Jorge—. ¿Estás a la altura de sus elogios? –Daniel no sonrió.
—No puedo evitar que mi madre me cubra de honores que quizá no tengo. Pero yo sí que puedo decir que ella es la mejor madre del mundo.
—Quizá, ¿eh? Quizá no tienes esos honores, pero quizá sí.
—Si soy buena o mala persona no me queda a mí decirlo. Eso tendría que descubrirlo por usted mismo.
—¡Daniel! –lo reprendió Sandra, y se detuvo cuando escuchó la risa de Jorge.
—Me gustas –dijo Jorge mirándolo con ojos brillantes, luego se dirigió a Sandra—. Definitivamente, tiene tu ingenio para contestar.
—Un error en su carácter que no he podido corregir.
—Déjalo. Siempre hay alguien que sabe apreciar este tipo de cosas—. Volvió a mirar a Daniel, que parecía incómodo por oírlos hablar así, como si él no estuviese presente—. Bien, puedes retirarte. ¿Maggie? –ella apareció en el umbral de la puerta—. Lleva a Daniel a la cocina y dale algo de beber. Debe tener mucha sed; estuvo esperando afuera.
—Claro, señor—. Daniel quiso quedarse allí y conversar con aquel hombre por un poco más de tiempo. ¿Qué seguía ahora? Se preguntó. ¿Sería su jefe? ¿Qué tipo de relación era esta, y qué favores le debía él a su madre?
Cuando Daniel se hubo ido, Sandra miró a Jorge expectante, pero éste no hizo esperar demasiado su respuesta.
—Haré lo que me pides –contestó él, y Sandra dejó salir el aire que había estado conteniendo—. Con una condición.
—¿Cuál? –preguntó ella de inmediato, y Jorge sonrió.
—Que tú y yo salgamos de vez en cuando –ella se sonrojó un poco y bajó la mirada.
—Pero… ya no soy la jovencita de antes… Y seguro que te criticarán tus amigos y…
—A estas alturas de la vida, ¿crees que eso me importa? –ella sonrió.
—No, supongo que no.
—Entonces, ¿salimos? –ella lo miró un poco tímida, pero luego de un leve titubeo, movió su cabeza afirmativamente. Jorge se acercó a ella y besó su frente con suma delicadeza—. Tal vez digas que es demasiado tarde –susurró él mirándola a los ojos—, pero planeo hacerte feliz.
—No es muy difícil hacer feliz a una mujer como yo.
—Aun así, me esforzaré—. Sandra sonrió, ya empezaba a ser feliz. No quiso pensar en que era muy poco tiempo el que le quedaba para estar juntos. La cercanía de la muerte le estaba enseñando que era mejor un poco de amor y felicidad que nada.
Diana vio a su padre subir a uno de los autos acompañado de una mujer y el chico estatua de la piscina. Elevó una ceja preguntándose por qué su padre tenía ese tipo de atenciones con un par de personas que de lejos se notaba no eran de su círculo social.—¿Se fueron? –preguntó Marissa acercándose. Diana no la miró.—Papá los lleva en su coche. Esto es muy raro.—¿Raro por qué? Tu padre es un hombre considerado.—No con todo el mundo. Ese chico… creí que venía aquí por un empleo, pero ahora veo que vino tal vez con su madre, y… no sé qué pensar de todo.—No te preocupes demasiado por cosas como esta. A menos que estés pensando que, ya que tu padre enviudó, está buscando nueva esposa –Diana miró a su mejor amiga con ojos grandes de terror.
Las semanas empezaron a pasar, y se hizo muy normal ver a Jorge a menudo en casa. Ellos salían bastante, y a veces, llegaban un poco tarde en la noche.No le decía nada, y mucho menos le reprochaba, al fin que su madre tenía derecho a ser feliz, aunque a él no le hiciera mucha gracia; después de todo, era su madre.Pero una noche ella no regresó.Se dio cuenta porque le entró sueño y él no se dormía hasta que ella llegara. Había estado entretenido haciendo deberes, pero miró el reloj y se dio cuenta de que eran las dos de la mañana ya.Ella no tenía un teléfono móvil, era demasiado costoso, así que no tenía cómo llamarla.Pero Jorge sí, pensó, y estaba seguro de que tenían su número en algún lado de la casa.Iba a tomar el teléfono cuando éste timbr
Daniel no sintió que se había empapado, ni que estaba lloviendo, ni que todo alrededor se había vuelto un diluvio sino hasta que de repente el agua se detuvo. Miró arriba y encontró que alguien sostenía un paraguas para él, lo cual era inútil, pues ya estaba completamente empapado.—Si sigues aquí bajo la lluvia –dijo la voz de una chica, aunque era de sospecharse, pues ella tenía el cabello largo hasta la cintura, y tenía todos los atributos de una mujer—, te vas a resfriar, ¿sabes?Él no dijo nada, sólo miró de nuevo al frente, ignorándola.—¿Sabes? –siguió ella—, tengo un grupo de amigas—. Daniel no la miró, aunque sí se preguntó qué tenía que ver eso con él—. Nos hacemos llamar las sin—madre. Todas perdimos a nuestra madre cua
—¿Quién rayos eres tú y qué haces en mi casa? –preguntó Esteban Alcázar al ver a Daniel sentado en los muebles de una de las salas. Daniel se puso en pie de inmediato.Lo sabía, sabía que sentarse en la sala era una mala idea, pero Jorge había insistido en que lo esperara aquí, y ahora uno de los señoritos de la casa le estaba reprochando, y él no tenía ninguna excusa, aunque sólo se había atrevido a apoyarse en la punta de uno de los muebles.—Ah… hola…—¡Qué hola ni qué mierdas! –exclamó Esteban mirándolo de arriba abajo. Sus zapatos, sus jeans, su camiseta, todo, gritaba: ¡soy pobre! –Si estás buscando trabajo, la servidumbre entra por la otra puerta, ¡y no se sienta en los muebles! ¡Qué asco!—¿Qué te da asco? &nda
Daniel caminó por unos pasillos y dio con una habitación de juegos increíble. Había de todo allí, cada cosa electrónica con la que él nunca había soñado, cada juguete, cada aparato.Caminó mirando todo un poco anonadado. ¿Quién disfrutaba de estas cosas?—Todo es mío –dijo Esteban desde un rincón. Daniel se giró a mirarlo, y lo encontró apoltronado en el sofá de la sala—. Por si te estabas preguntando.—No me preguntaba de quién era, sino quién lo disfrutaba.—¿No es lo mismo?—No desde mi punto de vista –Esteban lo miró de arriba abajo. Se puso en pie y dio unos pasos acercándose a él y mirándolo con sospecha. Era un chico alto y de espaldas anchas. Llevaba unos pantalones entubados azul celeste, y una camiseta sin mangas de líneas bl
Los días empezaron a pasar, y los Alcázar y Daniel entraron a la escuela. Una mañana, él simplemente encontró su nuevo uniforme y útiles escolares en su habitación, y se dio cuenta de que no era cualquier tela, ni cualquier par de zapatos.No estaba acostumbrado a ir uniformado a ninguna parte, pero al parecer en las escuelas privadas era ley.Y Diana se veía preciosa en su falda escocesa gris y roja, y su camisa blanca con lazo rojo.Al parecer, estaba en el mismo grupo con Esteban, y recordó que Jorge le había pedido, o más bien ordenado, que lo ayudara a entrar a Harvard, pero conforme fueron pasando los días y fue analizando el comportamiento de Esteban, decidió que si él fuera un jurado calificador de tal universidad lo habría descartado de inmediato. La mitad del día Esteban dormía, y la otra mitad escuchaba música mientras hac&iacu
Daniel se adaptó bastante rápido a su nueva escuela. Por la mañana un auto los llevaba a él y a Diana hasta ella, pues Esteban había insistido en irse aparte, y por la tarde él se iba a la empresa. Llegaba por la noche, a veces con Jorge, a veces en transporte público, y entonces hacía sus deberes.Cuando Diana se dio cuenta de que era bueno en matemáticas, muy a menudo fue a su habitación con sus apuntes para que le explicara o le ayudara a resolver ecuaciones. En cambio, nunca vio a Esteban con un libro en la mano.Luego de algunas semanas de clase, y decidiéndose por fin a poner en marcha el plan de Jorge, lo buscó por todo el colegio encontrándolo dormido a la hora de un descanso en uno de los jardines. Lo movió por el hombro, y cuando Esteban se dio cuenta de que era él, lo miró asesino.—No te atrevas a interrumpir mi siesta.—
Daniel buscó en las bibliotecas circundantes libros que le ayudaran a despejar sus dudas. ¿Realmente estaba enamorado? ¿No sería, tal vez, que sólo quería mucho a Diana tal como se quiere a una hermanita?Pero a pesar de devorarse todos los libros acerca del tema, no pudo esclarecer sus dudas.En esos días había estado metido de lleno en sus estudios, en los de Esteban, y en su nuevo trabajo.Esteban realmente empezó a cambiar su actitud en clase. Atendía a los profesores y realizaba sus deberes, aunque en muchas ocasiones simplemente le llevó sus apuntes a Daniel para que fuera él quien los hiciera. Daniel tuvo que aprender a hacer la letra de Esteban e incluso su firma, y los días fueron avanzando.Empezó a evitar a Diana. Ella era una terrible distracción para sus propósitos, además, lo aterraba tener que reconocer que se había