Jorge Alcázar empezó a ser demasiado consciente de la nueva chica. Ella había superado la semana de prueba, y siempre que podía, la retrasaba para conversar con ella. Al principio le había dicho que era para oxigenar su propio idioma, luego tuvo que admitir ante sí mismo que le agradaba hablar con ella. Era inteligente, tenía chispa, e ideas muy firmes.
Y además era guapa.
No debía estar mirando a la chica del servicio, por más que su uniforme le ajustara perfecto, e imaginara unas espectaculares piernas debajo. Por la manera de conducirse y de hablar, sospechaba que rechazaría un avance suyo, así que mejor no le hacía propuestas incómodas y seguía como hasta ahora.
Pero a menudo se sorprendía a sí mismo observándola mientras limpiaba, o sacudía, o simplemente caminaba de un lado a otro de la casa.
Ahora, por ejemplo, la observaba mientras regaba unas flores en el jardín a través del ventanal de su despacho privado.
—Deberías saber lo mono que te ves admirando a la chica de la limpieza –dijo tras él la voz de Hugh. Tomado por sorpresa, Jorge se giró a mirarlo. Lo habían anunciado hacía un par de minutos, pero él se había embelesado mirando a Sandra.
—No admiraba a nadie, sólo meditaba mientras te esperaba.
—Sí, meditabas en un hermoso par de piernas. A que sí—. Jorge no insistió en defenderse. Conocía demasiado bien a Hugh, y cuando a éste se le metía un tema en la cabeza, era difícil sacárselo.
Hugh se sentó en uno de los sofás del enorme despacho, y observó a Sandra al otro lado del ventanal.
—Sin embargo, tengo que admitir que tienes buen gusto. ¿Te has acostado con ella?
—¿Estás loco? ¿No ves quién es?
—Por eso mismo. A algunas no les importa tener una aventura con el señor. ¿No te has acostado con ella?
—No. Y deja el tema, por favor.
—Tienes treinta y siete años y nunca te he visto demasiado entusiasmado por ninguna mujer. Tal vez sólo era que no había llegado a ti.
—He entrado en tu punto de mira –se resignó Jorge—. Está bien, habla todo lo que tengas que hablar, di lo que piensas y luego déjame en paz—. Hugh rio por lo bajo.
—Sólo digo que no pierdes nada, y seguramente ella tampoco.
—Respeto a la gente que trabaja conmigo. No corromperé a mi propio personal.
—Pero ella es diferente, ¿verdad? –Jorge no dijo nada, caminó hasta su escritorio y sacó unos documentos esperando desviar la atención de su amigo—. Yo sólo te estoy dando una idea –siguió Hugh—. Has estado tan inmerso en los negocios, hasta tu vida personal trata de negocios. Mira tu nueva casa, incluso tienes un ama de llaves ahora. Descansa, échate una cana al aire… y si es con la chica piernas largas, ¡mejor! –Jorge sonrió.
—Una cana al aire, ¿eh? –repitió él para sí.
La idea le gustaba, le gustaba mucho.
En la noche entró a la cocina bajo la excusa de ir por un vaso de agua, aunque al lado de su cama podía encontrar una jarra llena. Sin embargo, era más probable encontrarse con ella si iba hasta los sitios que más frecuentaba.
La encontró en la mesa comedor de la cocina con varios cuadernos abiertos sobre ella.
—¿Qué haces? –preguntó intrigado, y ella se puso en pie asustada.
—Ah, lo siento –dijo ella—. Son… tareas. No puedo hacerlas en la habitación, despierto a mi compañera…
—¿Tareas? ¿Estás estudiando?
—Estudio Inglés.
—Qué bien. Déjame ver –él se acercó y miró los apuntes. Sonrió al notar que su letra era cursiva y cuidada.
—Tienes bonita letra.
—Gracias.
—¿Puedo ayudarte? –ella lo miró sorprendida.
—No quiero molestarlo.
—Tengo insomnio. Tal vez ayudándote me entre sueño—. Sin esperar respuesta, se sentó a su lado y se puso a revisar los cuadernos. Con un poco de reticencia, Sandra empezó a mostrarle las partes en las que tenía dificultad para comprender, y se dio cuenta de que su jefe era también un buen maestro, paciente, y con sentido del humor.
Así las noches de ayudar a Sandra con sus tareas se volvieron una costumbre, una peligrosa costumbre.
Ella fue mejorando en el idioma, y él fue descubriendo que la chica le gustaba cada vez más. Eso era un problema.
—Tienes libre el domingo, ¿verdad? –le preguntó una vez. Sandra lo miró con un poco de cautela.
—Sí, Señor. La mayoría del personal tiene libre ese día.
—Mmm… ¿te molestaría mucho si te propongo llevarte a un sitio bonito? New Jersey tiene sitios preciosos, y estoy seguro de que tampoco conoces New York. Se puede ir y venir en un mismo día… —antes de que terminara de hablar, Sandra ya se había puesto en pie y recogía sus libretas de apuntes—. Perdona. ¿Te molesta?
—No, no me molesta, pero creo que se equivoca conmigo, señor –contestó Sandra en voz baja y la mirada en el suelo—. Yo no salgo con mis patrones.
—No te estoy proponiendo…
—Le agradezco, pero ya tenía planes para este domingo. Y para los otros domingos… —Desapareció tras la puerta que llevaba a las habitaciones del personal de servicio, y Jorge se quedó allí, mirando la cocina vacía, y arrepintiéndose de haber hecho tal sugerencia. Estaba seguro de que de ahora en adelante ella lo evitaría. Tonto Hugh y sus ideas locas.
Pasaron los días, y tal como Jorge temió, Sandra no se estaba mucho tiempo en la misma sala que él si sólo estaban los dos. Por más que volvió a la cocina por las noches, nunca la encontró allí haciendo sus deberes. Se preguntaba a dónde iba ahora.Decidió no prestarle demasiada atención, aunque por más que lo intentaba, ella volvía a meterse en sus pensamientos.Tenía otras cosas en qué pensar. Las tiendas que había fundado hacía sólo unos ocho años estaban creciendo de una manera vertiginosa, y estaba ganando socios que confiaban plenamente en su capacidad para llevar el negocio al éxito. En Awsome se vendía no sólo ropa y calzado, sino que ahora también estaba incursionando en todo tipo de accesorios para mujeres y hombres. La respuesta del cliente no se había hecho esperar. La mesa dire
—¿Qué sucede, Maggie? –le preguntó Jorge Alcázar a su ama de llaves, que había intentado al menos tres veces formar una frase, pero no le era posible.—Es que… es… quiero decir…—Me estás preocupando, mujer.—Es que ella está aquí.—¿Ella quién?—¡Sandra! ¡Sandra Santos! ¿La recuerda? Hace casi veinte años ya que se fue, ¿la recuerda? ¡Y está aquí! ¡Pide verse con usted! ¿La recuerda?Por supuesto que la recordaba, pensó Jorge poniéndose en pie y saliendo de su despacho privado y caminando veloz hacia la sala, donde esperaba la mujer que hacía exactamente veinte años había cruzado esa puerta y nunca más había vuelto a ver.Cuando la vio, se detuvo en seco. Ella estaba preciosa, definitivamen
Jorge Alcázar respiró profundo y se puso en pie. Sandra lo miraba esperando a que él dijera algo. Llevaba un rato en silencio, y ella empezaba a sentirse inquieta.—No te pido gran cosa –dijo ella, con voz casi suplicante—. Él es un buen chico, ¿sabes? Quiere estudiar, ser alguien. Y es muy inteligente. Pero sólo tiene diecisiete años. Te prometo que es muy responsable y no te dará qué hacer. Sólo dale la oportunidad de tener un techo seguro hasta que se haga mayor y pueda valerse por sí mismo sin que deje la escuela. Es todo lo que te pido—. Jorge se giró a mirarla.—Tengo un hijo de su edad…—No te estoy pidiendo que lo tomes como hijo, ¡ni mucho menos! –lo interrumpió ella—. ¡Un trabajo aquí estará bien! Él se desempeña muy bien en todo, y sabrá ganarse el
Daniel llevaba por lo menos una hora de pie bajo el sol y frente al resplandor de la piscina.No pasaba nada, estaba acostumbrado a esto.Sabía que no podría entrar a la mansión hasta que se le diera orden. Con los ricos, las cosas eran siempre muy previsibles.Sandra, su madre, le había pedido que esperara aquí hasta que lo hicieran llamar. El comportamiento de ella había sido muy extraño, pues, por más preguntas que le hiciera, ella no explicaba claramente qué era lo que venían a buscar aquí. Hacía años que había dejado de ser una sirvienta y ahora trabajaba como dama de compañía de una anciana rica y excéntrica. En este trabajo no tenía ya que lavar platos o baños, sólo estar pendiente de esta mujer malhumorada, enferma y sola, darle su medicina y de vez en cuando, leerle, conversar con ella, ser su aya.
Diana vio a su padre subir a uno de los autos acompañado de una mujer y el chico estatua de la piscina. Elevó una ceja preguntándose por qué su padre tenía ese tipo de atenciones con un par de personas que de lejos se notaba no eran de su círculo social.—¿Se fueron? –preguntó Marissa acercándose. Diana no la miró.—Papá los lleva en su coche. Esto es muy raro.—¿Raro por qué? Tu padre es un hombre considerado.—No con todo el mundo. Ese chico… creí que venía aquí por un empleo, pero ahora veo que vino tal vez con su madre, y… no sé qué pensar de todo.—No te preocupes demasiado por cosas como esta. A menos que estés pensando que, ya que tu padre enviudó, está buscando nueva esposa –Diana miró a su mejor amiga con ojos grandes de terror.
Las semanas empezaron a pasar, y se hizo muy normal ver a Jorge a menudo en casa. Ellos salían bastante, y a veces, llegaban un poco tarde en la noche.No le decía nada, y mucho menos le reprochaba, al fin que su madre tenía derecho a ser feliz, aunque a él no le hiciera mucha gracia; después de todo, era su madre.Pero una noche ella no regresó.Se dio cuenta porque le entró sueño y él no se dormía hasta que ella llegara. Había estado entretenido haciendo deberes, pero miró el reloj y se dio cuenta de que eran las dos de la mañana ya.Ella no tenía un teléfono móvil, era demasiado costoso, así que no tenía cómo llamarla.Pero Jorge sí, pensó, y estaba seguro de que tenían su número en algún lado de la casa.Iba a tomar el teléfono cuando éste timbr
Daniel no sintió que se había empapado, ni que estaba lloviendo, ni que todo alrededor se había vuelto un diluvio sino hasta que de repente el agua se detuvo. Miró arriba y encontró que alguien sostenía un paraguas para él, lo cual era inútil, pues ya estaba completamente empapado.—Si sigues aquí bajo la lluvia –dijo la voz de una chica, aunque era de sospecharse, pues ella tenía el cabello largo hasta la cintura, y tenía todos los atributos de una mujer—, te vas a resfriar, ¿sabes?Él no dijo nada, sólo miró de nuevo al frente, ignorándola.—¿Sabes? –siguió ella—, tengo un grupo de amigas—. Daniel no la miró, aunque sí se preguntó qué tenía que ver eso con él—. Nos hacemos llamar las sin—madre. Todas perdimos a nuestra madre cua
—¿Quién rayos eres tú y qué haces en mi casa? –preguntó Esteban Alcázar al ver a Daniel sentado en los muebles de una de las salas. Daniel se puso en pie de inmediato.Lo sabía, sabía que sentarse en la sala era una mala idea, pero Jorge había insistido en que lo esperara aquí, y ahora uno de los señoritos de la casa le estaba reprochando, y él no tenía ninguna excusa, aunque sólo se había atrevido a apoyarse en la punta de uno de los muebles.—Ah… hola…—¡Qué hola ni qué mierdas! –exclamó Esteban mirándolo de arriba abajo. Sus zapatos, sus jeans, su camiseta, todo, gritaba: ¡soy pobre! –Si estás buscando trabajo, la servidumbre entra por la otra puerta, ¡y no se sienta en los muebles! ¡Qué asco!—¿Qué te da asco? &nda