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2. El funeral

La voz de Adriano suena tenue, como todas las palabras que salían de su boca, las mujeres no dudan incluso en momentos como ese en escanear al joven de a bajo a arriba.

Paige Caruso se aleja finalmente del grupo de mujeres, todas de negro, con finos peinados y llorando como si les fuera la vida en ello. De nuevo la falsedad estaba a la orden del día en su hogar, torció una sonrisa amarga para sus adentros.

—Has venido—no pudo evitar saltar a los brazos de su hijo, no se habían visto en los últimos diez años.

Adriano no rechazó el abrazo de la mujer, tampoco lo correspondió, tan solo se quedó con la mirada fija en alguno de los árboles que adornaban ese fúnebre lugar esperando a que esta le dejase libre finalmente.

Estático, indiferente al teatro de Paige.

—¿Eso significa que aceptas tomar el relevo?—pregunta, sus ojos vuelven a dilatarse ante esa afirmación. Producto de la emoción de no tener que renunciar su rol de líder en la mansión de los Caruso.

Poco después recordó la llamada, por primera vez le había respondido y había acudido. Por primera vez en diez años Adriano Caruso estaba en Milano. Había hecho caso. Seguramente más por su hermano que por ella pero ese detalle no era lo importante.

—Sí, hasta que pueda encontrar esa zorra, María, Malak o como cojones se llame, entonces volveré a marcharme a Nueva York y dejaré Italia de nuevo en manos de alguno de los tantos habitantes de la casa Caruso, que seguramente han sido igual de educados que yo y mucho más gustosos de mancharse las manos para tomar el relevo—explica el castaño haciendo que la expresión de su madre cambie en cuestión de segundos, tomó aire angustiada, al menos iba a quedarse y no iba a condenarla a estar lejos de su otro hijo.

Paige Caruso aun vestida de negro y con el pelo recogido, ojos llorosos, sin ninguna gota de maquillaje, resaltaba en cuanto a belleza. Rasgos angelicales, labios pequeños y carnosos, ojos claros y pelo castaño tirando a rojizo, no había duda de como siempre la teoría de Adriano se confirmaba, detrás de cada mujer hermosa había una maldición.

—Está bien, mio caro, como gustes, recupera el honor de tu hermano y el de toda la familia, conociéndote ya debes haber puesto tus hombres en la búsqueda de esa zorra antes si quiera de pisar Italia—habla esta sin poder evitar soltar una expresión en italiano, siempre llamaba así a Adriano y a Dominik, a pesar de que el origen de Paige fuese neoyorkino y por eso mismo su hijo sentía afinidad por esa ciudad había pasado toda su vida siendo la esposa de Vittorio Caruso en Italia.

—Le sorprendería madre saber que esa mujer ha sido hallada ya en Nueva York, no podrá escapar de mi, el dinero mueve el mundo y yo tengo dinero, así que muevo el mundo—le responde su hijo con una sonrisa llena de cinismo, le encantaba hablarle en tercera persona, se le hacia teatral. Justo como tener fingir algún respeto por una mujer que había sido infiel a su padre y que él había tenido que tragar y vivir con ello solo por no ver la cabeza de la mujer que le dio la vida ser comida por alguno de los animales salvajes en cautiverio que tenían en la casa Caruso.

Recordó poco después como sus ayudantes le habían informado de que aumentar el precio de la cabeza de Malak viva había disparado las alarmas en varios sitios, aunque ni siquiera haría falta una recompensa, su popularidad no era precisamente por sus buenas obras. Algunos de los paraderos de esa, por ahora pelinegra, eran cercanos a la ciudad dónde se encontraban, o solían serlo, hacia una última semana de ese chivatazo, también recibieron otros en otros lares de Europa del este y otros curiosamente en Estados Unidos, lo que le chocó fue saber el de Nueva York. ¿Qué hacía Malak ahí? ¿Cómo podía ser tan rápida a la hora de viajar?

Finalmente caminan juntos hacia la muchedumbre.

Iban ya a enterrar a Dominik.

Adriano decide ponerse sus gafas de sol en ese mismo instante, a pesar de la niebla y de la tormenta que estaba a punto de caer seguramente en cuestión de segundos y a pesar de las miradas curiosas de los presentes. Sentía como si de repente todos estuviesen a punto de saltarle al cuello, su regreso suponía un bache para cualquier aspiración de poder que tuvieran alguno de los presentes.

Poco después se colocó al lado de la foto de Dominik. Justo al lado de la estatua de la serpiente, mientras los Caruso, se colocan en fila delante, pasan uno a uno, diversas figuras, tamaños, sexo, color, todos van susurrando algo, para finalmente tomar la gran mano de Adriano y estrecharla de forma efusiva, como si quisieran ganarse el favor del nuevo dirigente. Mientras tanto el castaño tan solo los vio pasar como si se tratara de un robot, estático, estrechó sin sentimiento la mano de todos como si en algún momento se tragase sus frases de “sentimos su perdida” o “estará en un mejor sitio ahora”.

A medida que iban pasando el cementerio que tan solo unos instantes atrás parecía diminuto por la cantidad de personas fue vaciándose.

Los ojos oscuros de Adriano observaron a través de sus gafas de sol como poco a poco se quedaba en la intimidad de su soledad. Finalmente se despidió de los más cercanos de la familia, su madre y sus amigas, y se quedó completamente solo acariciando la lápida de piedra.

Sintió la fría humedad en la punta de sus dedos en el acto, no sabía si ese hielo que lo había congelado era por el momento o por el hecho de que con la muerte de su hermano se había quedado realmente solo en el mundo.

—Dominik—susurró—Hermanito… Te dije que no te fiaras…—añadió sin poder evitar quitarse las gafas para dejar libres las lagrimas que había mantenido bajo custodia antes, dio una patada a la lápida de la rabia para volver a derrumbarse—Juro que mataré a esa p**a, juro que la haré pagar, lo juro…Siento no haber podido haber estado estos diez años contigo.

La lluvia decidió no apiadarse de él, o tal vez sí, empezó a dejar que sus gotas mojaran el nebuloso y tenebroso cementerio, sin tregua como si también sintiera la pena de Adriano, dejó que sus gotas mojaran el rostro de nuestro protagonista, y todo su cuerpo, dejó que su agua dulce se mezclara con el agua salada de las lagrimas de Adriano Caruso.

Éste miró al cielo cómo si estuviese en busca de alguna señal, el sonido de un rayo interrumpiendo en el paisaje grisáceo, fue lo único que recibió dando paso a lo que parecía una tempestad mucho más grande.

Levantó la mirada sobresaltado de nuevo, sorprendido hacia arriba al notar un paraguas custodiarlo.

—Señor—habló el señor mayor sin poder evitar su preocupación—Se va a resfriar—añade clavando sus ojos grises en el joven.

Adriano quien había quedado de rodillas frente a la lápida y la fotografía de su hermano, Dominik mojada ya, sin si quiera darse cuenta de su nefasto estado, se levanta, sus rodillas ya están manchadas por el barro, su pelo ya está mojada por la lluvia, igual que toda su ropa, pero no le importa.

Su pequeño hermano, no estaba. Se sentía culpable por no haberse dado cuenta de lo que sucedía con esa mujer, si tan solo hubiese tenido un contacto más seguido con su hermano podría haber evitado la tragedia.

Tomó aire con fuerza resignándose a la idea de que lo había perdido, después de su padre no creía que ninguna muerte podría afectarle, pero se había equivocado, la muerte de Dominik había sido inesperada.

Era joven, tenía una buena vida, no le gustaba el estilo de vida que mantenía pero eso no significaba que no lo amara como un hermano mayor ama al menor. A su manera. Habían muchas heridas, muchas fantasmas pero los lazos de sangre no se borran ni con mil años ni mil metros de distancia.

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