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4. El primer amor

Un vestido violeta, elegante, y hermoso es llevado por una figura femenina y esbelta, parecía sacada de un catálogo de modelos de alguna alta firma de moda. Poseía una cintura que sería fácilmente rodeada por unas manos grandes de hombre, el hombre en cuestión era el de sus sueños, Adriano Caruso. Su eterno amor.

Ostentaba una cabellera negra, lo suficientemente lisa y larga como para escurrirse entre los dedos en una caricia, unos ojos azules cautivadores que miraban con inocencia y ternura sin esconderse, y unos labios pequeños, finos y rojizos sin necesidad de maquillaje. Esa era ella, Bianca.

De todas las maneras que hay en este mundo de asesinar a una persona, la más dolorosa o al menos una de las más dolorosas es no poder compartir tu alegría con tus seres queridos. Eso ella lo sabía bien. La incertidumbre tintaba de vez en cuando su alegría de dolor y tragedia.

Bianca Lombardo se miró por quinta vez en el espejo, entre emocionada, sorprendida, asustada e ilusionada. Ni ella entendía sus sentimientos. No es fácil entender que la persona de la que has estado enamorada desde que tienes uso de razón, descendiente del asesino de tu padre, haya vuelto a casa para el funeral de su hermano y ahora de la nada sea tu prometido.

A pesar de ello, el deber la empujaba a casarse con él. Debía hacerlo, una deuda de sangre es una deuda de sangre. Con Dominik no había podido ser porque se casó con una tal María antes de que las familias pudieran pactar la paz y dar tregua a esa guerra sin cuartel entre los Lombardo y los Caruso. Ahora agradecía al destino que hubiese sido así pues pronto sería la esposa de Adriano Caruso. Se sentía culpable por ser incapaz de sentir asco por el hijo del hombre que había disparado a su padre a quemarropa sin miramiento alguno pero no podía evitarlo, el corazón quiere lo que quiere, y ella quería fundirse en los brazos de ese chico, ahora hombre, que le había conquistado el corazón de adolescente.

No pudo evitar dar un leve salto al escuchar unos disparos desde su habitación. Rápidamente, sobresaltada, corrió a la ventana para observar que era su hermano mayor, el cabeza de la familia de los Lombardo, parecía fuera de sí disparando con fuerza al maniquí que tenía colocado en el jardín. Él se había opuesto totalmente a este pacto y menos aún a firmar la paz pero sabía que la guerra era insostenible para ambas familias, no pararían de sufrir bajas, físicas, materiales y emocionales. La unión entre los Lombardo y los Caruso pronto sería un hecho.

—¡Enzo!—gritó ella disgustada recriminando su actitud.

Enzo Lombardo probablemente si le hicieran un análisis de sangre saldría un 100% de odio a los Caruso. No les perdonaría haber acabado con su padre, no les perdonaría haber golpeado tan fuerte a su familia, a día de hoy, su madre, no salía de su habitación, y cuando lo hacía no paraba de hablarles como si fueran unos niños aún y no dos adultos. Los psiquiatras pasaban a montones y nadie sabía solucionar ese problema.

Tenía los mismos ojos que su hermana pero suyos no derrochaban bondad alguna y menos en un momento como ahora. Poseía un color de pelo mucho más claro que ella, que habían sido heredados de su padre, Gido Lombardo, igual que el tono de su piel, mucho menos pálido y más levemente tostado que la piel de porcelana de Bianca. Había tenido que a los doce años de crecer para mantener a su madre y a su hermana a flote, protegidas, en consecuencia. Nunca había tenido tiempo para nada excepto para trabajar.

Miró su anillo, un lobo, y recordó el lema de su familia: senza la sua famiglia il padre è inutile, sin su familia el padre o el hombre es inútil. Los Caruso eran los culpables de su miseria en especifíco el padre de Adriano y Dominic, Vittorio. Se vengaría de ellos aunque le costara la vida.

—¡No te metas en esto Bianca!—espetó él con furia sin mirarla, los hombres que le rodearon no tardaron en hacer un par de señas para que alguna de las sirvientas subiera a callar a Bianca.

Ella cerró la ventana y corrió a su cama, se tapó con el edredón, no quería que vieran que se había puesto su mejor vestido ni menos aún que se había dedicado a espiar a su hermano esa mañana cuando pactaron que esa misma tarde los Caruso vendrían a casa de los Lombardo en señal de paz.

Los suaves golpes de la puerta hicieron que Bianca hiciera su mejor esfuerzo por fingir una voz dormida.

—¡Pase!—gimió ella volteándose para el otro lado.

—Señorita Lombardo…—la voz de una de las sirvientas más jóvenes de la casa, hizo que se le formara una sonrisa traviesa en el rostro, sintiéndose como una niña de quince y no la mujer de veinte y dos años que era—Su hermano nos ha mandado a decirle que esta tarde vendrán la familia de los Caruso para anunciar vuestro compromiso—añadió.

—Gracias—no se podría hacer una idea de cuán agradecida se encontraba Bianca con ella, con todo en general, por primera vez la vida le sonreía.

—¿Se encuentra bien?—preguntó con preocupación.

—No, la verdad, por eso he decidido tumbarme. Puedes marcharte, tranquila—finalizó la pelinegra volviéndose a acomodar en su cama, esperó con atención a que la puerta se cerrara de nuevo para ponerse a saltar encima de su cama eufórica ante los sucesos.

Se permitió reír y saltar, dejar libre su corazón para que hiciera cuantas fantasías con Adriano como quisiera, diez años habían pasado… Diez años, ya sería un hombre y pronto sería su hombre. No dudó en saltar de un lado para otro eufórica sintiéndose como la mujer más feliz del mundo. No entendía como había sucedido pero la vida le había sonreído. Se sentía egoísta pero el amor también es en parte egoísmo.

Además lo estaba haciendo por el bien común de ambas familias, se dijo intentando que el nudo en la garganta que se le formaba al recordar a su difunto padre no matara las mariposas de su estomago aunque era una tarea demasiado complicada, pensar en Adriano, hacia que todos sus miedos se evaporaran.

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