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Capítulo 3. El mercado de diamantes

En una isla situada a varios kilómetros del reino del Oeste, había una guarida de piratas. El lugar estaba repleto de chatarra, con las cuales fabricaban barcos, avionetas y veleros de motores a máxima velocidad.

Un buen día soleado, un pequeño barco se acercó a la isla, portando una bandera negra con una calavera blanca al centro. Así reconocieron que eran de los suyos y los dejaron bajar a tierra. Los piratas que llegaron eran cuatro en total, y acarreaban pesados cofres repletos de diamantes que robaron de los comerciantes del reino del Oeste.

Todos se dirigieron a una alta torre de ladrillos vistos, donde les esperaba una mujer de unos cincuenta años, cabellos rubios y labios pintados en rojo. Ella se acercó, tomó un par de diamantes, sonrió y dijo:

- Excelente trabajo, muchachos. Pronto, podemos vender estos diamantes a todos los reinos del continente Tellus a un precio bajísimo. Sigan así y lograremos que el reino del Oeste se quede en la ruina.

- Sí, mi señora.

Cuando los hombres se retiraron, apareció delante de ella el capitán Oro, un pirata que era un par de años más joven que ella, tenía los cabellos largos y una enorme barba negra con algunas canas blancas debido a la edad.

- Señora, le traigo novedades del reino del Oeste que le pueden interesar – le saludó el capitán Oro.

- ¿Ah, sí? – dijo la mujer, alzando una ceja - ¿Qué tienes para decirme, capitán?

El capitán sacó del bolsillo de su saco un periódico, lo extendió y le mostró la portada, explicándole:

- La reina Brida recibió la visita de una misteriosa muchacha que se autoproclama su hija perdida. Tal parece que proviene del reino del Norte debido a sus vestimentas y dialectos, pero la reina la reconoció y ahora reside en el palacio real.

La mujer abrió la boca de la sorpresa. Había escuchado rumores sobre la supuesta hija perdida de la joven monarca, pero nunca creyó que fuesen reales. Al final, sonrió y dijo:

- Bueno, eso no me afectará en nada. Es más, estarán tan concentrados en esa chica que no prestarán atención a los ataques que hagamos en las costas. Sigamos como ahora para desestabilizar ese nefasto reino repleto de vacas y campos de cultivos.

- Como usted diga, señora.

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- ¡No puedo darte esa parcela de tierra que pertenece a mi reino!

- ¡Oh, vamos, majestad! ¿Olvidas que me debes un favorcito por haberte ayudado en el pasado? ¡Y ese favorcito casi mata a uno de mis hijos!

La reina Brida estaba discutiendo, desde su dispositivo comunicador en su oficina, con la reina del reino del Este, llamada Jucanda. Y es que, hacia cuatro años atrás, ella le dio una mano para evitar que un grupo rebelde surgido en uno de los países vecinos invadiera sus tierras. Si bien después de eso nunca más volvió a recordarle sobre el tema por andar ocupada con sus asuntos, de pronto retornó a su reclamo tras apaciguarse las aguas sobre el impacto que causó Mara en el palacio.

El problema era que las tierras que reclamaba la reina Jucanda se situaban bien al centro del continente, que lindaba justamente con el reino del Norte y Sur y donde extraía cobre para crear artefactos tecnológicos. Si le cedía a los del reino del Este, se le dificultaría tanto la extracción del material como el contacto directo con los reinos vecinos.

“En aquellos tiempos, yo era muy inexperta”, pensó Brida, con angustia. “Cometí muchos errores en mi primer año de monarca, entre los que se encuentra pedirles ayuda a las reinas del Norte y Este para contener a ese grupo rebelde que quería desestabilizar mi reino. Ahora ya no cometería más esos deslices, pero… ¿Qué puedo hacer? ¿Cómo evitar perder todo ese territorio?”

Y mientras pensaba, la reina Jucanda le advirtió:

- Te conviene cederme esas tierras por las buenas, reina Brida. No me gustaría mandar mis tropas para invadir tu nación. Y sabes bien que mi reino cuenta con mejores recursos armamentísticos que el tuyo.

- Bueno, está bien. Tú ganas – resopló Brida – Te cederé esas tierras con una condición: que el duque o la duquesa que las administre se case con algún noble de mi nación. Así forjaremos una alianza matrimonial y garantizaremos la cooperación mutua entre ambos bandos.

La reina Jucanda pareció reflexionar las palabras de Brida. Luego, sonrió y le dijo:

- Uno de mis hijos será quien gestione esas tierras. Se llama Abiel. Es un príncipe, pero le otorgaré el título de duque para administrarlas con su propio ejército. Si quiere, puedo mandarlo a tu palacio para que puedas conocerlo.

- Me parece bien. Aguardaré su llegada.

Cuando cortó la comunicación, la reina Brida dio un largo bufido. Todavía no se recuperaba de los errores que cometió en sus primeros tiempos como monarca y eso la alteraba. Pero, en el fondo, se alegró de poder solucionar uno de sus problemas consiguiendo persuadirle a la reina Jucanda de crear un lazo matrimonial. Y si bien sería un príncipe quien gestionaría esas tierras en calidad de duque, la mujer que se casara con él podría persuadirle de que se pusiera a su favor para seguir extrayendo el cobre sin inconvenientes.

Y en eso pensaba cuando, de pronto, recibió la visita del rey Zuberi en su oficina.

- Esposa querida, me he comunicado con mi hermana Mila, quien me dice que los piratas volvieron a atacar a los comerciantes.

- ¿Otro problema más? ¡Ay, por la Diosa! – lamentó Brida.

- ¿Sucedió algo?

La reina Brida le explicó del reclamo que le hizo la reina del reino del Este, añadiendo que lamentaba haber cometido tantos errores en el pasado y que, de un día para otro, le estaban pasando factura. El rey Zuberi se acercó a ella, la abrazó y, acariciándole sus cabellos, le dijo:

- Todos cometemos errores, querida. Lo importante es aprender de ellos. En ese caso, me gustaría que me dejaras solucionar el tema de los piratas por mi cuenta, mientras que tú te encargas de negociar con ese príncipe para seguir obteniendo cobre de esas tierras.

- Está bien, esposo mío – dijo la reina – así lo haré.

Quizás fuese por la conmoción del momento, pero el rey Zuberi se animó a tomarla del mentón y plantarle un beso en su boca.

Brida no lo rechazó, por lo que el monarca continuó. Al principio fue un roce leve y, luego, procedió a separarle los labios con su lengua, explorando así su cavidad hasta hacerla perder el aliento.

Sin embargo, no pudo continuar porque la reina giró la cabeza y dijo:

- Basta, Zuberi. No es el momento.

El rey se separó y presionó sus labios ante el rechazo de su esposa. Sus instintos le indicaban que la tomara de los hombros y la empujara bruscamente por la pared, para someterla y tener control sobre su cuerpo. pero se mantuvo quieto y, con una voz apagada, le dijo:

- Lo lamento, esposa mía. Respetaré tu espacio y seguiré con lo mío. Le informaré si surge otro percance relacionado con los piratas. Con su permiso.

Cuando su esposo se retiró, la reina Brida sintió que sus rodillas le flaqueaban, por lo que se sentó en la silla de su escritorio.

Así la vio una de sus damas de compañía, que entró a la oficina de la reina para charlar sobre un asunto importante.

- ¡Majestad!

La mujer corrió hacia la reina y le abanicó su coloreado rostro con el abanico. La monarca la miró y le dijo:

- Estoy bien. Solo le mareé un poco.

- ¿El rey Zuberi le hizo algo? – se atrevió a preguntarle su dama de compañía – lo acabo de ver saliendo de su oficina, muy triste.

- No me hizo nada, puedes estar tranquila – mintió la reina – a todo esto, ¿hay algo que quieras decirme?

- Es sobre la señorita Mara, su hija. Se siente indispuesta.

Brida se levantó de su asiento, activó su dispositivo comunicador y se proyectó la imagen del médico real del palacio.

- ¿Diga, majestad? – le preguntó el doctor.

- Ve a la habitación de mi hija – le ordenó la reina – pregúntale si le duele algo e infórmame de su salud.

- Como usted diga, su alteza.

Cuando cortó la transmisión, volvió a sentarse en su asiento. Luego, tomó unos documentos donde figuraban los nombres de damas nobles solteras disponibles en el reino y le dijo a su dama de compañía:

- El príncipe Abiel del reino del Este vendrá en un par de días al palacio. Accedí a que se casara con una dama noble de nuestra nación para evitar perder esa parcela de tierra que con mucha insistencia me la reclama la reina Jucanda. Pero no sé quién estaría dispuesta a casarse con un príncipe…

- ¿Y qué hay de la duquesa Mila? – le preguntó la dama – Es bastante joven y sigue soltera.

- No lo sé – dijo Brida, mirando los documentos pertenecientes a la hermana del rey – el príncipe Abiel es muy joven para ella. Y la duquesa Mila se encarga de administrar las tierras pertenecientes a su familia, no sé si será demasiado…

- La duquesa Mila es una mujer muy preparada, su majestad. Seguro que ella podrá lidiar con toda la gestión de su ducado y las tierras del príncipe.

Brida casi no había hablado con la duquesa Mila en persona, pero sabía que era una mujer valiente y decidida. Si bien el rey Zuberi heredó esas tierras de su padre cuando le asignaron el título de duque, quien realmente las cuidaba era su hermana mayor, ya que él contrajo nupcias con la reina y debía encargarse de sus deberes de monarca y esposo. La duquesa, durante ese tiempo, logró mantener su ducado en muy buenas condiciones, tanto que muchos plebeyos vivían ahí ya que consideraban que tendrían una mejor calidad de vida en comparación a otras regiones del país.

- Quizás sea tiempo de darle un buen porvenir a mi cuñada – dijo Brida, mostrando una media sonrisa – el rey Zuberi está decepcionado de mí por forzarlo a aceptar a mi hija oculta en nuestro palacio. Espero que logre aplacar el rencor acumulado en su corazón al hacer casar a su hermana menor con un príncipe, el cual daría lo que fuera para cuidarla y hacerla feliz. Después de todo, entre familias debemos ayudarnos.

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