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Capítulo 2: El dolor de la pérdida

Luciana se despertó con un sobresalto y empezó a luchar por instinto incluso antes de abrir los ojos. Sus recuerdos estaban borrosos, pero sabía que estaba en peligro.

—Tranquila —dijo alguien—. Estas a salvo.

Dejó de luchar y buscó con la mirada a quien había hablado. Sus sentidos recién se estaban poniendo al día. La voz del hombre parecía haber venido de lejos, pero él estaba de pie a lado de su cama. Usaba una bata blanca sobre su ropa y tenía una tableta en la mano.

—Intenta respirar pausadamente —indicó el hombre—¿Cómo te sientes? ¿Algún dolor?

Seguía escuchando su voz como un eco proveniente de otro lugar y aunque las palabras eran claras, no podía entenderlas.

Incapaz de dar una respuesta, recorrió la habitación con la mirada. Paredes blancas, un par de puertas, un sofá largo y pisos de mayólica. Era la habitación de un hospital, concluyó.

Cerró los ojos unos segundos cuando se sintió algo mareada. Se sentía agotada y solo quería seguir durmiendo.  

—¿Señora Olivieri? —Esta vez lo escuchó mejor—. ¿Le duele algo?

Negó con la cabeza lo cual fue una mala idea. La habitación dio vueltas a su alrededor.

—Solo tengo este mareo.

El doctor se acercó a ella con una linterna y apuntó su luz directo a sus ojos.

—Recibió un golpe fuerte en la cabeza —explicó él mientras la revisaba—. Es normal que este algo desorientada y mareada. Se sentirá mejor después de algunos días.

—¿Qué hago aquí?

—¿No recuerdas lo que te sucedió?

Algunas imágenes llenaron sus recuerdos. Eran demasiado borrosas como si estuviera tratando de recordar un sueño. Se vio a ella llenando una maleta y luego vio el rostro de su esposo.

—Yo iba a irme —soltó—. Tenía que hacerlo si… —se quedó en silencio cuando los recuerdos se volvieron cada vez más claros.  

Entonces una sola cosa se apoderó de sus pensamientos. Su bebé. Se llevó la mano al vientre con pánico.

—¿Mi bebé? ¿Cómo está mi bebé? —preguntó desesperada.

—Lo mejor es que trates de conservar la calma, acabas de despertar después de pasar algunos días inconsciente.

—¡¿Qué sucedió con mi bebé?!

Sus ojos se llenaron de lágrimas, temiendo lo peor. Era una pregunta simple y el doctor no había podido responderle. Eso solo podía significar una cosa.

Sin importarle el daño que podría hacerse pateo y gritó. Las máquinas conectadas a ella comenzaron a pitar.

Una enfermera entró a la habitación a pasos acelerados y el doctor le ordenó algo. Algunos segundos después sintió como su cuerpo dejaba de responderle y cada vez le era más difícil mantener los ojos abiertos. Lo último que vio antes de quedarse dormida fueron los ojos del doctor llenos de compasión.

Ignazio vio a la mujer quedarse dormida. Su rostro estaba bañado por sus lágrimas. Estiró la mano y le limpió las mejillas. No había querido sedarla otra vez, pero sus funciones se habían desestabilizado rápido. Él habría preferido que ella no se enterara del aborto hasta que estuviera mejor para recibir la noticia.

La próxima vez que Luciana despertó, estaba sola en su habitación. No es que hubiera esperado ver a alguien. No tenía familia, sus padres habían muerto hace años, y no tenía amigos, Rodolfo se había encargado de que fuera así. Y ahora que había perdido a su bebé, no tenía absolutamente a nadie.

Las lágrimas resbalaron por sus mejillas al pensar en su bebé, aquel ser que nunca llegaría a conocer. Se abrazó el vientre con ambas manos, el vacío era una sensación horrible.

Ella debía de cuidar de su bebé y había fallado. Pensó que tal vez no merecía ser madre después de todo.

La enfermera de turno la encontró llorando en silencio. Ella no dijo nada, solo la tomó de la mano y la acompañó en silencio. Esa era la mayor muestra de humanidad que había recibido en mucho tiempo.

Se quedó dormida después de un tiempo y deseó no despertar nunca más. En el lugar de los sueños el dolor no tenía cabida.

No estaba segura de por cuanto tiempo durmió cuando despertó otra vez. Afuera el brillo del sol no era tan intenso, parecía que pronto iba a anochecer. Encontró al doctor que había visto la primera vez que despertó sentado en el sofá de su habitación. Estaba revisando algo en su tableta y él no pareció darse cuenta de que había despertado.  

Mantuvo sus ojos sobre él, pero sus pensamientos viajaron a kilómetros de allí.

—Estás despierta —dijo él con una sonrisa.

No había reparado demasiado en el doctor hasta ese momento. Se veía como un tipo agradable, de esos que siempre tienen algo bueno que decir y que se preocupan por los demás. Se preguntó si estaba en lo cierto o solo era lo que quería ver. Ya había quedado claro que no era la mejor para juzgar a los demás. Había creído que Rodolfo era lo mejor que le había sucedido, incapaz de ver al demonio oculto detrás de sus falsas sonrisas.

—Las enfermeras me avisaron que despertaste hace unas horas. ¿Cómo te encuentras?

—¿Cómo cree usted? —replicó con hostilidad.

Era consciente de que el médico no tenía la culpa de sus problemas, ni de que hubiera perdido a su bebé. Eso último en especial era solo culpa suya, si ella hubiera luchado con más fuerzas…

Las lágrimas que creyó que se habían acabado volvieron a acumularse en sus ojos.

—Lamento tu pérdida —dijo el hombre.

—¿En serio? ¿Lo haces? ¿Has perdido alguna vez un hijo?

El doctor se quedó en silencio.

—Eso imaginaba.

—¿Cariño?

Su mirada se dirigió hacia la puerta al escuchar a Rodolfo. Un escalofrío la recorrió de pies a cabeza. Ni una sola vez se había detenido a pensar donde podía estar, tal vez porque era mejor si fingía que no existía.

Verlo allí de pie con un ramo de rosas en la mano y actuando como si nada hubiera pasado, la enfureció. Todavía le tenía miedo, pero también lo odiaba como nunca creyó que podría odiar a alguien.

Los ojos de Rodolfo estaban llenos de arrepentimiento. Le había dado tantas veces esa mirada. Una y otra vez había caído en sus engaños hasta que se cansó e incluso entonces no había podido abandonarlo. Nadie deja a Rodolfo Olivieri, había dicho él cientos de veces con una sonrisa malévola.

—Necesitas tranquilizarte, no quiero tener que sedarte otra vez —indicó el doctor.

—Vete —dijo con los ojos clavados en Rodolfo.

—Cariño, tranquila. Todo va estar bien. Me encargaré de cuidar de ti y nunca dejaré que nadie te vuelva a hacer daño.

—¡Largo! ¡Fuera! ¡No te quiero aquí! —gritó.

Rodolfo avanzó hacia ella y sin poder evitarlo se incorporó para tratar de retroceder. Su cuerpo le reclamó por el movimiento.

—Debería marcharse —dijo el médico acercándose a Rodolfo para impedirle el paso.

Estaba agradecido con el doctor por ponerse de su lado aun cuando podía haberse hecho a un lado y dejado que su esposo se salga con la suya. Es lo que la mayoría habría hecho al ver al dueño de navieras Olivieri.

—Es mi esposa y hablaré con ella a solas. —Era claro que se trataba de una orden.

El doctor no se inmutó, ni tampoco perdió la calma.

—Llamaré a seguridad si no se retira en este momento.

—Será mejor que te hagas a un lado, si quieres conservar tu trabajo.  

—La señora Olivieri es mi paciente y haré lo que crea mejor para su salud. No la dejaré a solas con usted cuando es obvio que no lo quiere aquí.

—Me la llevaré de aquí tan pronto como pueda.

—Si ella así lo desea, ahora que está despierta es perfectamente capaz de tomar sus propias decisiones.

Rodolfo soltó un bufido y la miró con furia. Su verdadero rostro al descubierto.  

—Volveré, cariño, y nos largaremos de este lugar.

Luciana sabía que lo haría, él siempre se salía con la suya; pero no iba a ser tan fácil esta vez. Si tenía que arrastrarse fuera del hospital para escapar de él, entonces lo haría sin lugar a dudas. Si volvía con él, estaba segura de que jamás tendría otra oportunidad de escapar.

—¿Fue él quien la agredió? —preguntó el médico llamando su atención—. Su esposo dijo que habían entrado a tu casa y que ellos te habían atacado, pero no fue así ¿verdad?

Se mantuvo en silencio. ¿Qué sentido tenía hablar? Lo había hecho en el pasado y de nada había servido. La primera vez fue con la madre de Rodolfo pensando que ella podría ayudarla, pero se equivocó.

—Seguro hiciste algo para provocarlo —había dicho ella antes de decirle que actuara como una verdadera esposa y dejara de quejarse por cualquier cosa.

La segunda vez no había sido diferente. Se había armado de valor para ir a denunciarlo. La policía ni siquiera había registrado su denuncia, solo la habían mandado de regreso a casa al saber quién era su esposo. Cuando él se enteró había estado furioso y por supuesto se había desquitado con ella.

Entendió entonces que nadie le creería a ella sobre Rodolfo. Nadie se iría contra su esposo.   

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