DETERMINACIÓN

04 de marzo de 1741 (seis meses antes)

Catherine se acerca con determinación al sujeto que le sonríe de medio lado. Varios de sus dientes han sido reemplazados por prótesis de oro. El cabello largo le cae hasta más debajo de los hombros. Sigue recostado y sin ninguna preocupación, al contrario, parece que la situación le divierte. La mujer lleva una mano al mango de su espada, que le cuelga de la cintura y lo acecha con la mirada.

—¿Hacia dónde zarpó?

—Mmm, no lo sé —responde. Su voz es gruesa y rasposa. Se mira las uñas y se saca algo de ellas. Catherine lo mira con desagrado.

—Acabas de decir que si lo sabes.

—Sí, pero se me olvidó.

No tiene tiempo para estas estupideces. Catherine ama la vida de pirata, pero odia que se compliquen tanto la vida. ¿Qué le cuesta decir las cosas claras? Hoy no está de humor. Desenfunda su espada y la coloca ágilmente contra el cuello del pirata, quien deja de reírse y adopta una postura de desarme.

—O hablas, o de ahora en más solo le contarás historias a los peces en el fondo del océano.

—Ey, tranquila, no hay necesidad —dice intentando negociar—. Si me das algo de doblones, podría decirte hacia donde se fueron.

—O mejor acordamos que yo no te corto la garganta, y tú me dices lo que quiero saber. —Catherine apoya más el filo de su espada contra la piel del sujeto. Un hilo de sangre comienza a brotar y el sujeto se queja.

—Está bien, está bien —acepta con las manos en alto—. Se fueron hacia el sur. Los vi salir hace varias horas.

—¿Cuántos eran? ¿A qué hora exactamente?

—No lo sé, creo que eran las cuatro de la madrugada, y eran cinco hombres.

—¿Solo cinco? —Se encoge de hombros. Le parece raro que sean tan pocos hombres para robarse su barco—. ¿Escuchaste algo más?

—No, no. Se lo juro que no mi lady.

Catherine afloja la presión del afilado metal contra el cuello del hombre y se aleja. El tipo tose y se lleva una mano a la zona que le acaban de cortar. Se mira los dedos con sangre y le da una mirada de pocos amigos a la pirata pelirroja que se va.

La chica vuelve al bote. Si salieron a las cuatro de la mañana; y con la velocidad de su barco; a lo mucho estaba a cincuenta y dos millas náuticas de distancia. El contramaestre vuelve corriendo cuando la ve acercarse. Viene junto a dos marineros de su tripulación.

—Mi capitana, por favor déjenos ayudarla.

Catherine resopla. No quiere que su gente la vea humillada en su primer día oficial como capitana. No le sorprendería que hicieran un motín para deshacerse de ella. Aunque ya ni hay barco, bien podrían abandonarla si quisieran.

—Heinrik, Berry, Cooke —pronuncia los nombres de cada uno de sus marinos con solemnidad—. Debo hacer esto sola.

—Con el respeto que se merece, mi capitana, no podrá hacerlo sola. ¿Sabe hacia dónde se fueron? —interviene Berry, el oficial de derrota. El único en la nave con mayor conocimiento cartográfico.

—Hacia el sur.

—Hay muchas islas en el sur. Tal vez están en una de ellas. No creo que se hayan ido demasiado lejos. Al menos por ahora.

—Es cuanto menos extraño todo esto. No puedo permitir que se queden con el barco que tanto ama mi padre. —Catherine empuña las manos de la ira. Se siente tan humillada que podría matar a ese maldito de Arden si lo tuviera en frente en ese preciso momento.

—La tripulación está con usted. La apoyaremos en lo que sea —habla Cooke.

Ella sabe que nunca le dará alcance al fantasma del pacífico si intenta hacerlo por su cuenta. Resopla con resignación y acepta la ayuda de sus camaradas.

—Muy bien. ¿Hacia dónde podrían haber ido?

Berry saca el mapa que siempre lleva colgando en su cintura y lo extiende sobre el suelo de madera del puerto. El viento hace volar el papel marrón claro de un lado a otro. Heinrik y Cooke sostienen los bordes para poder apreciar bien el mapa. En él se extiende toda Regoria, la Queen Bay y las islas Birronto en los mares del norte. Berry señala hacia el sur del mapa, donde hay una pequeña isla sin nombre.

—A la velocidad del navío, es muy probable que estén por aquí. Es el mejor lugar para ocultarse. Además, están protegidos por el archipiélago de islas: la fosa del kraken —apunta al lugar con su dedo índice.

La capitana resopla y trata de ahogar una maldición.

—Si esos imbéciles hunden mi barco, juro que los mataré a todos así sea lo último que haga.

—Mi señora capitana, con este bote de vela no podremos alcanzarlos —asegura Heinrik. Y tiene razón. Catherine comienza a pensar qué es lo que podría hacer. Hay muchos barcos en el puerto, pero pedir “prestado” uno de ellos es buscarse problemas con otros piratas.

—Tienes razón.

—¿Y si le pide ayuda a Portgas Mohune? —sugiere Cooke.

Ese bastardo pirata podría ser el único que la ayudase, sin embargo, el costo de pedirle ayuda podría ser mucho mayor que el beneficio de recuperar al fantasma del pacífico.

—No, nunca.

—Sabe que es el único que podría alcanzarlo —insiste Cooke.

—¡No! —grita Catherine. No piensa rebajarse a pedirle ayuda a ese pillastre.

Los dos marineros se echan hacia atrás y bajan la cabeza. Molestar a su capitán es lo peor que podrían hacer.

Heinrik se acerca a ella y la aleja un poco de los otros dos.

—Mi señora capitana, si quiere recuperar el barco, tendrá que hacer un esfuerzo por dejar de lado viejas enemistades.

—No son las enemistades lo que me preocupa, Heinrik. Es lo que me va a pedir, además va a tomarme como la mofa de todos los piratas de Birronto.

—No será así. Debes hacer que te respeten —dice con convicción.

Catherine mira al horizonte del mar. Las aguas se mecen suavemente y el sol es inclemente. Heinrik ha tenido su sombrero todo este tiempo en la mano. Se da cuenta y se lo arranca para colocarlo sobre su cabeza. El cabello rojizo le revolotea de un lado a otro y golpea su rostro blanco y pecoso. No es posible que esto le esté pasando a ella. Su padre estaría totalmente decepcionado si se enterara.

—Muy bien —anuncia con voz firme. Mira a sus dos marineros con ferocidad—. Iremos con Portgas. Heinrik —se voltea hacia el hombre rubio—, ve a recuperar mi dinero del usurero ese del mercado de botes.

—Sí mi capitana.

—Ustedes dos, acompáñenme.

Los tres marineros se encaminan hacia dentro de la isla. Catherine se sacude mientras deja caminar a los dos hombres delante de ella. La sola idea de tener que ir a rogarle a Portgas que la ayude la hace querer vomitar.

Hace muchos años él había sido uno de sus mejores amigos, pero ahora las cosas eran diferentes. Portgas es el hijo de otro gran pirata de Queen Bay. El temido capitán James Morgan. Él y su padre habían sido los dos piratas más sanguinarios de los mares del norte, y su hijo no se le quedaba atrás. Sin embargo, Portgas y Catherine no quedaron en buenos términos cuando él le confesó su amor y ella lo rechazó. Desde ese momento, él no había hecho más que hacerle la vida imposible con su tripulación. Solían pelearse por los botines que atracaban, y la mayoría de las veces ella era quien salía victoriosa.

Así que no dudaba que Portgas aprovecharía esta oportunidad para burlarse de su fracaso.

Luego de andar una hora más por la jungla de la isla, llegan hasta un asentadero. El lugar está repleto de casas de piedra bien talladas. La más grande, por supuesto, era del ex capitán Morgan.

Un par de guardias impiden el paso en la puerta.

Catherine se acerca ellos y se les planta en frente.

—Dile a tu capitán que Catherine Riley quiere verlo.

El sujeto está cruzado de brazos y es imponente frente a la figura menuda de la chica. No lleva camisa así que sus grandes pectorales y su piel quemada por el sol brillan debido al sudor que le recorre el cuerpo. No hay duda de que es muy atractivo. La pelirroja intenta concentrarse en no mirar esos pectorales moldeados por los dioses y se enfoca en sus profundos ojos negros.

—Ya escuchaste —pronuncia con una voz gutural al otro sujeto que está a su lado. Asiente y se mete a la casa con paso veloz.

Pasan unos segundos en los que ambos se miran fijamente, casi retándose, hasta que el otro guardia sale y dice:

—El capitán ordena que la dejéis pasar.

El gran hombre se hace a un lado, pero no relaja su postura defensiva. En una pelea cuerpo a cuerpo, ella sabe que jamás podría ganarle, pero no necesita la fuerza bruta que él podría tener para vencerlo. Para eso tiene su astucia y su agilidad. Los hombres de la isla siempre la han subestimado por eso, y siempre terminan perdiendo ante ella debido a la misma razón.

 Catherine tiene la sensación de que está cometiendo un grave error. En el interior del lugar, Portgas está sentado como si fuese un rey en un gran trono rodeado de joyas y cofres con monedas de plata y oro. La chica gira los ojos, siempre jugando a ser ostentoso.

—Vaya, vaya. Pero miren quien se acerca por estos lares, la “reina” —dice haciendo comillas con sus manos— del mar.

—Portgas —saluda ella entre dientes. Odia tener que rebajarse a pedirle ayuda. Siente que está a punto de salir corriendo.

—¿A qué debo tu visita?

La pelirroja mira a su alrededor antes de hablar. Hay demasiados piratas ahí que podrían regar la deshonra por la que está pasando. No podría soportarlo.

—¿Podemos hablar a solas?

—Mmm… no.

—¿Sabes qué? Esto ha sido un error. —Se da la vuelta para retirarse, pero la voz de Portgas la detiene.

—Esperad. Muchachos, retírense por favor.

Sus oficiales y marineros salen de la sala de inmediato. Catherine se da la vuelta, aún está considerando salir corriendo de allí.

»Ya está. Ahora sí, dime ¿por qué estáis aquí?

—No tiene importancia —dice dispuesta a irse. Portgas se levanta y la detiene por el brazo con fuerza.

Su pálida mano envuelve la de ella, que es igual de blanca. Portgas aprecia el tatuaje pirata que porta en su brazo derecho. Luego la mira a los ojos. Catherine lo observa de igual manera. Igual que el guardia de afuera, Portgas no lleva camisa, así que su pecho marcado y lleno de cicatrices por antiguas batallas está expuesto ante ella. Dirige su mirada a los pectorales del pirata antes de posarse en sus ojos verdes.

—Suéltame —demanda. La mirada penetrante de ella hace que él la suelte de inmediato. Catherine reanuda su marcha y sale del lugar. Sus dos hombres la esperan afuera. La miran desconcertados, pero no pronuncian palabra y la siguen sin chistar.

Portgas se queda en la puerta mirando con confusión a la chica. Hace un amago de desinterés con sus manos y vuelve a entrar.

A ella no le importa que piense que está loca, pero jamás dejaría humillarse por un sujeto como él. No. Ella es la reina del mar, tal y como dijo. Si acepta la ayuda de Portgas, es solo cuestión de tiempo para que los demás la vean como una débil; y ella podrá ser muchas cosas, pero jamás débil.

—Mi capitana, ¿qué pasó? ¿Le dijo que no?

—No necesito la ayuda de ese papanatas. ¿Dijiste que estaban protegidos por el archipiélago de las fauces del kraken? Pues lo atravesaremos y llegaremos antes que ellos a la isla sin nombre.

—¡Pero mi capitana! —cuestiona Berry, sin embargo, ella voltea y lo fulmina con la mirada.

—Les voy a demostrar a todos que yo soy la reina del mar.

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