El amanecer no llegó con suavidad para Alanna. En lugar de la calma promesa de un nuevo día, fue despertada abruptamente por el chirrido oxidado de la puerta de su celda abriéndose de golpe. El sonido rebotó en las frías paredes de piedra, sacándola de su ligero sueño con un sobresalto.
Parpadeó varias veces, desorientada por la penumbra que aún llenaba la habitación, hasta que distinguió la silueta rígida de la hermana superiora de pie en el umbral. Su figura imponente estaba recortada contra la débil luz del amanecer, y su rostro, marcado por una severidad inquebrantable, parecía aún más duro bajo la sombra de su toca.
No hizo falta una palabra. La expresión de la monja bastaba para dejar claro que aquel día no traía consigo ninguna clase de misericordia.
—Levántate, perezosa —gruñó, golpeando el bastón contra la pared.
El sonido seco resonó en la celda como un aviso de lo que podía venir si no obedecía rápido. Alanna sintió el dolor punzante en su pierna, como si el hueso estuviera a punto de quebrarse, pero no se quejó. Con un esfuerzo que le costó cada músculo de su cuerpo, se levantó con firmeza, ignorando el dolor que amenazaba con derribarla. Caminó hacia la puerta con la cabeza en alto, cojeando ligeramente pero sin vacilar.
La hermana superiora la siguió de cerca, su mirada llena de desprecio.
—Parece que aún crees que eres alguien importante —dijo con sarcasmo, escudriñándola con una sonrisa cruel.
Alanna no respondió. Sabía que cualquier palabra solo empeoraría las cosas. Pero su silencio, su indiferencia, enfureció aún más a la superiora.
—¡Te enseñaré a respetar! —exclamó, levantando el bastón para golpearla.
El impacto la hizo tambalearse. Un ardor feroz se extendió por su piel, pero Alanna no emitió un solo sonido. Se mordió el labio hasta que sintió el sabor de la sangre en su boca. No le daría la satisfacción de verla doblegarse.
Un hombre alto y de mirada feroz irrumpió en la habitación con pasos firmes. Miguel.
Su presencia llenó el espacio como una ráfaga de viento helado. Su expresión, antes cálida en los recuerdos de Alanna, ahora estaba endurecida por la furia, una rabia que parecía a punto de desbordarse.
—¡Basta! —rugió, atrapando la muñeca de la madre superiora antes de que el bastón volviera a caer sobre Alanna—. ¿Qué clase de lugar es este? ¡Si es necesario, haré que este convento se derrumbe sobre sus cimientos!
La madre superiora, sorprendida por la interrupción, lo miró con severidad, pero Miguel no apartó la vista. Su agarre era firme, su mandíbula tensa, y su postura dejaba claro que no se iría sin ella.
Alanna lo observó, pero no reaccionó.
No sintió alivio.
No sintió gratitud.
Solo un silencio frío dentro de sí.
Durante mucho tiempo había imaginado este momento. En sus noches más oscuras, en los días de dolor, había deseado que alguien viniera a sacarla de allí. Y en esos pensamientos, siempre había sido Miguel. Su hermano, su protector.
Pero ahora que estaba frente a ella, toda esa esperanza se sentía ajena, lejana.
Él la veía como si esperara que ella corriera a sus brazos, que mostrara alguna emoción. Pero Alanna no le dio ese consuelo.
Porque ya no era la niña que él había dejado atrás.
No necesitaba que Miguel la rescatara.
Porque nadie la había salvado cuando más lo necesitaba.
—He venido a sacarte de aquí —su voz bajó un poco, pero aún era cortante—. No puedes quedarte en este infierno.
—¿Y por qué no? —su voz fue tranquila, pero cada palabra era cortante—. ¿Acaso te importa ahora?
Miguel se tensó al escuchar el tono de su voz.
—Alanna, esto no es momento para juegos. Allison no puede casarse con Leonardo. Tú debes hacerlo por ella.
Alanna parpadeó.
—¿Qué?
—Ella está comprometida con Esteban —continuó Miguel—. Esa boda no puede romperse, y como Allison no puede casarse con él, tú debes hacerlo. Es por el bien de la familia.
El mundo de Alanna pareció detenerse.
Esteban.
Su prometido, pero era el mismo hombre que nunca la defendió. El mismo que la dejó sola cuando la acusaron injustamente. El mismo que corrió a los brazos de Allison sin dudarlo.
Su pecho se contrajo con una sensación sofocante. No era dolor, no exactamente. Era algo más profundo, una mezcla de rabia e ironía. La querían de vuelta, pero no por amor, no porque la extrañaran. Solo porque Allison tenía otro destino más conveniente.
Alanna soltó una risa amarga.
—Claro, como siempre, todo por la familia. ¿Y qué hay de mí, Miguel? ¿Qué hay de lo que yo quiero?
Miguel la miró con frustración.
—Los años en este convento no han cambiado tu carácter malicioso —dijo con reproche—. Pensé que habrías aprendido algo, que habrías madurado.
Alanna no respondió. Simplemente lo miró con esos ojos fríos que parecían verlo todo y no perdonar nada. Miguel, incapaz de soportar su indiferencia, perdió la paciencia.
—Vámonos. Ahora.
Tomó a Alanna del brazo y la llevó hacia la salida. Su paso era rápido, impaciente, pero ella cojeaba, tratando de seguir el ritmo sin mostrar debilidad.
La hermana superiora no se quedó atrás.
—Esta muchacha pertenece a la Iglesia ahora —dijo con severidad—. Ustedes la abandonaron aquí.
Miguel la fulminó con la mirada.
—Nunca debió estar aquí.
—Entonces que se vaya con una lección bien aprendida —murmuró la monja con una sonrisa helada.
Sin previo aviso, la madre superiora alzó el bastón y lo descargó con fuerza contra la pierna de Alanna.
El dolor fue desgarrador, un latigazo ardiente que se propagó por todo su cuerpo. Quiso gritar, pero apretó los dientes. No le daría el placer de oír su sufrimiento. Sus piernas temblaron, y por un instante perdió el equilibrio, cayendo de rodillas sobre el frío suelo de piedra.
El mismo hueso. El mismo lugar. El mismo ardor insoportable.
Miguel iba adelante, sin haber visto lo sucedido. Al notar que Alanna se retrasaba, frunció el ceño y se giró, impaciente. Sin prestar demasiada atención, la tomó del brazo para apurarla, sin darse cuenta de la rigidez en su postura ni del leve temblor de su pierna.
Alanna no emitió una queja, no lo miró. Su mente estaba en otra parte.
Ese golpe no había sido solo un castigo. Era una despedida. Una última herida, una última marca, una última prueba de que, incluso en su partida, el convento se aseguraba de recordarle que nunca había sido bienvenida.Pero Alanna se negó a detenerse.Enderezó la espalda y, con el orgullo intacto, no se permitió cojear, no mostró debilidad. Su rostro permaneció impasible, como si la herida no ardiera, como si su carne no gritara de dolor.Miguel no notó nada.Sin mirar atrás, Alanna siguió caminando.Salieron del convento en un silencio tenso. Afuera, un coche negro los esperaba. Miguel abrió la puerta con brusquedad.—Sube.El coche avanzaba por el camino polvoriento, y el silencio dentro del vehículo era tan espeso que parecía una presencia más. Sólo el monótono rugido del motor llenaba el vacío entre ellos.Miguel la observaba de reojo. Esperaba alguna reacción, alguna palabra, cualquier indicio de que la Alanna de antes seguía allí. Pero ella no se inmutaba.—¿Vas a decir algo? —s
El mármol de la escalinata de la mansión Sinisterra parecía un abismo infranqueable. Cada escalón era un desafío, cada paso un suplicio que la hacía apretar los dientes. Alanna sabía que no debía detenerse, que debía seguir adelante sin importar el ardor que le subía por la pierna herida, sin importar el cansancio que le nublaba la vista.Había caminado todo el trayecto hasta allí, con el cuerpo agotado y la mente sumida en una neblina de recuerdos. Recordando la humillación de ser abandonada en el camino, el eco de la puerta cerrándose tras ella, el polvo levantándose cuando el auto de Miguel se alejó.Había creído que después de todo lo que había vivido, ya no podía dolerle más. Pero sí podía.Se sostuvo de la barandilla de hierro con dedos temblorosos. Un paso más. Solo un paso más.Entonces, el sonido de un auto interrumpió el silencio.El rechinar de los neumáticos sobre la grava la hizo detenerse por un segundo. Alanna no necesitó voltear para saber quién era.Lo supo incluso a
Alzó el puño con esfuerzo y golpeó la enorme puerta de madera.El sonido resonó en el vestíbulo. Hubo un breve silencio, y luego, la puerta se abrió con brusquedad.Helena Sinisterra apareció en el umbral.El tiempo pareció detenerse.Los ojos de Helena se abrieron con horror al ver a su hija. Sus manos temblorosas se aferraron al marco de la puerta como si necesitara sostenerse para no desplomarse.—Dios mío… —susurró, con la voz quebrada.Alanna sintió un nudo apretándole el pecho. Había pasado tanto tiempo sin ver a su madre, sin escuchar su voz, sin sentir el calor de su presencia. Durante años, en sus momentos más oscuros, había soñado con el día en que volvería a verla. Pero ahora, nada de eso importaba.La miró con una expresión vacía, como si no la reconociera.Helena, en cambio, sintió que algo dentro de ella se desgarraba al ver a su hija tan delgada, sucia, con el rostro pálido y demacrado. Sus ojos recorrieron la hinchazón de su pierna, la forma en que su cuerpo temblaba p
A la mañana siguiente, un estruendo la despertó.Se incorporó de golpe, su corazón martilleando contra sus costillas.—¡No! —el grito desgarrador de Allison resonó por toda la casa.Alanna apenas tuvo tiempo de girarse cuando sintió un golpe agudo en su brazo.El jarrón roto a sus pies le hizo entender lo que había pasado. Allison lo había arrojado… y ahora la porcelana rota había dejado un corte profundo en su piel.—¡Alanna! —gritó Allison, llevándose las manos a la boca—. ¿Qué hiciste? ¡Te lastimaste!Antes de que Alanna pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe y entraron Miguel y Alberto.—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Alberto con el ceño fruncido.Allison corrió hacia Miguel, temblando.—¡Hermano, tienes que hacer algo! ¡La encontré lastimándose con los pedazos del jarrón!Alanna sintió que la sangre se le helaba.—Eso no es cierto —dijo con calma, aunque su voz estaba cargada de rabia contenida—. Ella lo rompió a propósito.—¡Eso es mentira! —sollozó Allison—. ¡Yo sol
En una lujosa suite en París, Leonardo se encontraba de pie frente a un gran ventanal, observando la ciudad iluminada bajo la noche. Su silueta alta y esbelta se recortaba contra el reflejo de las luces doradas. Vestía con impecable elegancia, su porte imponente transmitía autoridad, pero lo que realmente helaba la sangre de quienes lo rodeaban era la frialdad calculadora en sus ojos oscuros.No era un hombre que se dejara llevar por emociones innecesarias. La paciencia y la estrategia eran sus armas más letales. Todo el mundo le temía. Desde sus asociados hasta sus enemigos sabían que un solo error ante él podía significar la ruina.Su odio hacia los Sinisterra era profundo, enraizado en su propia sangre. Esa familia había sido la responsable de la muerte de sus padres. No importaba cuánto tiempo hubiera pasado; la deuda de dolor y sufrimiento seguía intacta en su memoria.—No descansaré hasta verlos postrados —murmuró con una sonrisa helada—. Humillados, pidiendo clemencia.Cada mov
Los días en la mansión Sinisterra eran insoportables para Alanna a pesar de que se mantenía apartada de todos, con la mirada siempre distante y la voz cortante. Allison no perdía oportunidad de molestarla, siempre con comentarios afilados disfrazados de dulzura delante de sus padres. Helena no podía ignorar la opresión en su pecho cada vez que veía a su hija. La frialdad de Alanna no era solo una barrera, era un reflejo de todo lo que ella había permitido que sucediera. Había sido testigo de cada humillación, de cada injusticia, de cada momento en que Alanna había sido relegada a la sombra de Allison. Y, sin embargo, nunca había hecho nada para protegerla.Recordaba cuando Alanna la amaba, cuando la miraba con adoración, cuando corría a sus brazos con la esperanza de recibir una caricia o una palabra de afecto. Recordaba las noches en que la pequeña se acurrucaba a su lado, contándole con entusiasmo sobre sus sueños, sus ilusionesPero ahora, su hija no esperaba nada.Una tarde, con
Allison caminaba junto a Esteban, con su brazo enlazado al suyo, sonriendo con orgullo. Le hablaba sobre la boda, sobre los arreglos florales y los invitados de la alta sociedad, pero él apenas reaccionaba. Su mirada vagaba entre la multitud, buscando a alguien más.—Esteban, ¿me estás escuchando? —preguntó Allison con dulzura fingida, intentando llamar su atención.—Sí —respondió él sin emoción, pero sin siquiera mirarla.Allison frunció el ceño, siguiendo su mirada, y su expresión se tensó al ver en quién se había fijado.Alanna.Estaba al otro lado del salón, conversando aún con aquel hombre misterioso. Sin embargo, lo que realmente la hizo hervir de rabia fue la expresión de Esteban. Su mirada no solo reflejaba interés, sino algo más profundo.—No entiendo qué le ves —murmuró Allison con desprecio—. Está arruinada.Esteban no respondió. Simplemente soltó el brazo de Allison sin siquiera mirarla y comenzó a caminar en dirección a Miguel, quien estaba unos metros más adelante. Allis
Desde aquel incidente con Miguel, Alanna no tenía permitido salir de la mansión hasta el día de la boda. No que eso le importara demasiado; de cualquier manera, tampoco tenía intenciones de ver a su familia. Pasaba los días encerrada en su habitación, refugiándose en el único lugar donde podía estar en paz. A veces salía al jardín cuando la soledad de las paredes se volvía asfixiante, pero incluso allí sentía la sombra de su familia sobre ella.El desprecio de Allison, la culpa fingida de su madre, los intentos inútiles de Miguel por acercarse… todo eso la agotaba. Sabía que lo que más les dolía no eran sus palabras, sino su indiferencia. Y ella no iba a darles el lujo de verla doblegarse.Esteban apareció en la mansión Sinisterra con la excusa de visitar a Allison, pero la realidad era otra. No tardó en buscar a Miguel, quien lo recibió en su despacho con gesto serio.—¿A qué has venido esta vez? —preguntó Miguel Esteban cruzó los brazos.—Vine a ver a Allison… y a hablar contigo.M