Inicio / Romance / De víctima a reina: La heredera equivocada / Capítulo 2: El frío de la indiferencia
Capítulo 2: El frío de la indiferencia

El amanecer no llegó con suavidad para Alanna. En lugar de la calma promesa de un nuevo día, fue despertada abruptamente por el chirrido oxidado de la puerta de su celda abriéndose de golpe. El sonido rebotó en las frías paredes de piedra, sacándola de su ligero sueño con un sobresalto.

Parpadeó varias veces, desorientada por la penumbra que aún llenaba la habitación, hasta que distinguió la silueta rígida de la hermana superiora de pie en el umbral. Su figura imponente estaba recortada contra la débil luz del amanecer, y su rostro, marcado por una severidad inquebrantable, parecía aún más duro bajo la sombra de su toca.

No hizo falta una palabra. La expresión de la monja bastaba para dejar claro que aquel día no traía consigo ninguna clase de misericordia.

—Levántate, perezosa —gruñó, golpeando el bastón contra la pared.

El sonido seco resonó en la celda como un aviso de lo que podía venir si no obedecía rápido. Alanna sintió el dolor punzante en su pierna, como si el hueso estuviera a punto de quebrarse, pero no se quejó. Con un esfuerzo que le costó cada músculo de su cuerpo, se levantó con firmeza, ignorando el dolor que amenazaba con derribarla. Caminó hacia la puerta con la cabeza en alto, cojeando ligeramente pero sin vacilar.

La hermana superiora la siguió de cerca, su mirada llena de desprecio.

—Parece que aún crees que eres alguien importante —dijo con sarcasmo, escudriñándola con una sonrisa cruel.

Alanna no respondió. Sabía que cualquier palabra solo empeoraría las cosas. Pero su silencio, su indiferencia, enfureció aún más a la superiora.

—¡Te enseñaré a respetar! —exclamó, levantando el bastón para golpearla.

El impacto la hizo tambalearse. Un ardor feroz se extendió por su piel, pero Alanna no emitió un solo sonido. Se mordió el labio hasta que sintió el sabor de la sangre en su boca. No le daría la satisfacción de verla doblegarse.

Un hombre alto y de mirada feroz irrumpió en la habitación con pasos firmes. Miguel.

Su presencia llenó el espacio como una ráfaga de viento helado. Su expresión, antes cálida en los recuerdos de Alanna, ahora estaba endurecida por la furia, una rabia que parecía a punto de desbordarse.

—¡Basta! —rugió, atrapando la muñeca de la madre superiora antes de que el bastón volviera a caer sobre Alanna—. ¿Qué clase de lugar es este? ¡Si es necesario, haré que este convento se derrumbe sobre sus cimientos!

La madre superiora, sorprendida por la interrupción, lo miró con severidad, pero Miguel no apartó la vista. Su agarre era firme, su mandíbula tensa, y su postura dejaba claro que no se iría sin ella.

Alanna lo observó, pero no reaccionó.

No sintió alivio.

No sintió gratitud.

Solo un silencio frío dentro de sí.

Durante mucho tiempo había imaginado este momento. En sus noches más oscuras, en los días de dolor, había deseado que alguien viniera a sacarla de allí. Y en esos pensamientos, siempre había sido Miguel. Su hermano, su protector.

Pero ahora que estaba frente a ella, toda esa esperanza se sentía ajena, lejana.

Él la veía como si esperara que ella corriera a sus brazos, que mostrara alguna emoción. Pero Alanna no le dio ese consuelo.

Porque ya no era la niña que él había dejado atrás.

No necesitaba que Miguel la rescatara.

Porque nadie la había salvado cuando más lo necesitaba.

—He venido a sacarte de aquí —su voz bajó un poco, pero aún era cortante—. No puedes quedarte en este infierno.

—¿Y por qué no? —su voz fue tranquila, pero cada palabra era cortante—. ¿Acaso te importa ahora?

Miguel se tensó al escuchar el tono de su voz.

—Alanna, esto no es momento para juegos. Allison no puede casarse con Leonardo. Tú debes hacerlo por ella.

Alanna parpadeó.

—¿Qué?

—Ella está comprometida con Esteban —continuó Miguel—. Esa boda no puede romperse, y como Allison no puede casarse con él, tú debes hacerlo. Es por el bien de la familia.

El mundo de Alanna pareció detenerse.

Esteban.

Su prometido, pero era el mismo hombre que nunca la defendió. El mismo que la dejó sola cuando la acusaron injustamente. El mismo que corrió a los brazos de Allison sin dudarlo.

Su pecho se contrajo con una sensación sofocante. No era dolor, no exactamente. Era algo más profundo, una mezcla de rabia e ironía. La querían de vuelta, pero no por amor, no porque la extrañaran. Solo porque Allison tenía otro destino más conveniente.

Alanna soltó una risa amarga.

—Claro, como siempre, todo por la familia. ¿Y qué hay de mí, Miguel? ¿Qué hay de lo que yo quiero?

Miguel la miró con frustración.

—Los años en este convento no han cambiado tu carácter malicioso —dijo con reproche—. Pensé que habrías aprendido algo, que habrías madurado.

Alanna no respondió. Simplemente lo miró con esos ojos fríos que parecían verlo todo y no perdonar nada. Miguel, incapaz de soportar su indiferencia, perdió la paciencia.

—Vámonos. Ahora.

Tomó a Alanna del brazo y la llevó hacia la salida. Su paso era rápido, impaciente, pero ella cojeaba, tratando de seguir el ritmo sin mostrar debilidad.

La hermana superiora no se quedó atrás.

—Esta muchacha pertenece a la Iglesia ahora —dijo con severidad—. Ustedes la abandonaron aquí.

Miguel la fulminó con la mirada.

—Nunca debió estar aquí.

—Entonces que se vaya con una lección bien aprendida —murmuró la monja con una sonrisa helada.

Sin previo aviso, la madre superiora alzó el bastón y lo descargó con fuerza contra la pierna de Alanna.

El dolor fue desgarrador, un latigazo ardiente que se propagó por todo su cuerpo. Quiso gritar, pero apretó los dientes. No le daría el placer de oír su sufrimiento. Sus piernas temblaron, y por un instante perdió el equilibrio, cayendo de rodillas sobre el frío suelo de piedra.

El mismo hueso. El mismo lugar. El mismo ardor insoportable.

Miguel iba adelante, sin haber visto lo sucedido. Al notar que Alanna se retrasaba, frunció el ceño y se giró, impaciente. Sin prestar demasiada atención, la tomó del brazo para apurarla, sin darse cuenta de la rigidez en su postura ni del leve temblor de su pierna.

Alanna no emitió una queja, no lo miró. Su mente estaba en otra parte.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP