Inicio / Romance / De víctima a reina: La heredera equivocada / Capítulo 3: El regreso de Alanna
Capítulo 3: El regreso de Alanna

Ese golpe no había sido solo un castigo. Era una despedida. 

Una última herida, una última marca, una última prueba de que, incluso en su partida, el convento se aseguraba de recordarle que nunca había sido bienvenida.

Pero Alanna se negó a detenerse.

Enderezó la espalda y, con el orgullo intacto, no se permitió cojear, no mostró debilidad. Su rostro permaneció impasible, como si la herida no ardiera, como si su carne no gritara de dolor.

Miguel no notó nada.

Sin mirar atrás, Alanna siguió caminando.

Salieron del convento en un silencio tenso. Afuera, un coche negro los esperaba. Miguel abrió la puerta con brusquedad.

—Sube.

El coche avanzaba por el camino polvoriento, y el silencio dentro del vehículo era tan espeso que parecía una presencia más. Sólo el monótono rugido del motor llenaba el vacío entre ellos.

Miguel la observaba de reojo. Esperaba alguna reacción, alguna palabra, cualquier indicio de que la Alanna de antes seguía allí. Pero ella no se inmutaba.

—¿Vas a decir algo? —su voz sonó tensa, casi como una orden.

Alanna no apartó la vista de la ventana. Sus dedos descansaban sobre su regazo con una calma inquietante, como si nada de lo ocurrido tuviera el más mínimo peso en su alma.

—Ya no hay nada que decir —murmuró con frialdad.

Miguel chasqueó la lengua, su paciencia desgastándose.

—Sigues actuando como una niña.

Entonces, por primera vez en todo el camino, Alanna se giró hacia él. Pero su mirada no era la que él recordaba. Ya no había rastro de la joven que alguna vez había confiado en él. Solo frialdad. Solo distancia.

—Y ustedes siguen tratándome como una ficha en su tablero, Señor Sinisterra.

El golpe de ese apellido pronunciado con tanta indiferencia fue más duro que cualquier reproche. Miguel sintió la punzada de la realidad incrustándose en su pecho. Ella ya no lo veía como su hermano.

Un escalofrío recorrió su espalda.

—Para el auto —ordenó de repente.

El chofer, sorprendido, frenó de golpe. Miguel giró hacia ella con el ceño fruncido, pero Alanna ni siquiera lo miró. Seguía en su propia burbuja de hielo, impenetrable.

—Bájate.

Ella no reaccionó de inmediato, como si sus palabras fueran un eco distante. Pero cuando lo hizo, lo miró con la misma expresión imperturbable.

—Con gusto.

Miguel apretó la mandíbula. Su ira, su frustración, su impotencia… todo explotó en un solo movimiento cuando agarró a Alanna del brazo y la empujó fuera del coche.

Ella cayó al suelo sin emitir un solo sonido, aunque el impacto recorrió su cuerpo como un latigazo ardiente. Su pierna lastimada cedió bajo su peso, y por un instante, sintió que no podría levantarse. Pero se obligó a hacerlo, obligó a su cuerpo a mantenerse firme, a no darle a Miguel la satisfacción de verla quebrarse.

Miguel no lo notó. No vio el temblor en su pierna, ni el esfuerzo en sus facciones. Solo vio a una Alanna erguida, desafiante, con esa expresión de desprecio que le heló la sangre. 

—No necesito que me lleves —dijo ella, su voz serena pero letal—. Puedo regresar por mi cuenta.

Miguel no respondió. Solo volvió al auto, cerró la puerta con fuerza y ordenó al chofer que siguiera adelante.

Alanna lo vio alejarse sin emoción. No la querían, solo la necesitaban.

Pero ya no importaba.

Cerró los ojos por un momento, dejando que el viento fresco de la mañana acariciara su rostro. Luego, sin más dudas, comenzó a caminar. Cojeando, pero firme.

Porque Alanna ya no tenía miedo.

Había aprendido a caminar sola.

El camino de regreso a la mansión Sinisterra se extendía ante ella como una interminable prueba de resistencia. El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de un ámbar apagado, pero para Alanna, la luz no significaba nada. Solo veía el polvo que se levantaba con cada paso torpe que daba, el mismo polvo que se adhería a su piel sudorosa y a su vestido, ahora cubierto de manchas de tierra.

La pierna herida latía con un dolor sordo, punzante, que le recorría todo el cuerpo. A veces, con cada punzada más intensa, su visión se volvía borrosa, pero no se permitió flaquear. No ahora. No después de todo.

Miguel se había ido.

El pensamiento era como una losa fría sobre su pecho. Se lo había dicho con su indiferencia, con la forma en que la había arrojado fuera del coche como si fuera un peso molesto del que debía deshacerse. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba herida. O, quizás, simplemente no le había importado.

¿Por qué le habría importado?

Apretó los labios, conteniendo un suspiro amargo. No se permitiría llorar. No por Miguel, no por nadie.

El viento fresco de la tarde soplaba contra su rostro, despeinándole el cabello y secándole el sudor que perlaba su frente. Había aprendido a sobrevivir sola. Desde el momento en que fue llevada al convento, desde el instante en que entendió que su familia solo la veía como un problema a resolver, había comprendido una verdad brutal: nadie venía a salvarla.

Se tambaleó un poco al pisar una piedra suelta, y el repentino dolor le hizo perder el aliento. Instintivamente, llevó una mano a su pierna y cerró los ojos con fuerza.

—Solo un poco más… —murmuró para sí misma, casi en un ruego.

Cada vez que sentía que su cuerpo no podía más, que la herida en su pierna la haría colapsar, se obligaba a recordar.

Recordar quién era. Recordar por qué había vuelto.

Porque no tenía elección. Porque la mansión Sinisterra podía ser lo más parecido a un hogar que tenía en este mundo, aunque estuviera llena de rostros fríos y manos que nunca la sostuvieron realmente.

Porque incluso si ya no la querían allí, volvería de todas formas.

Casi no se dio cuenta del momento en que la silueta de la mansión apareció en el horizonte. Se quedó quieta por un instante, sintiendo el peso de todo sobre sus hombros. La enorme casa, con su imponente fachada y sus jardines perfectamente cuidados, parecía más distante que nunca.

Pero era su destino.

Inspiró hondo, obligando a su cuerpo agotado a seguir adelante. Aunque cojeaba, aunque cada paso dolía como una sentencia, no se detendría.

Sigue leyendo en Buenovela
Escanea el código para descargar la APP

Capítulos relacionados

Último capítulo

Escanea el código para leer en la APP