Ese golpe no había sido solo un castigo. Era una despedida.
Una última herida, una última marca, una última prueba de que, incluso en su partida, el convento se aseguraba de recordarle que nunca había sido bienvenida.
Pero Alanna se negó a detenerse.
Enderezó la espalda y, con el orgullo intacto, no se permitió cojear, no mostró debilidad. Su rostro permaneció impasible, como si la herida no ardiera, como si su carne no gritara de dolor.
Miguel no notó nada.
Sin mirar atrás, Alanna siguió caminando.
Salieron del convento en un silencio tenso. Afuera, un coche negro los esperaba. Miguel abrió la puerta con brusquedad.
—Sube.
El coche avanzaba por el camino polvoriento, y el silencio dentro del vehículo era tan espeso que parecía una presencia más. Sólo el monótono rugido del motor llenaba el vacío entre ellos.
Miguel la observaba de reojo. Esperaba alguna reacción, alguna palabra, cualquier indicio de que la Alanna de antes seguía allí. Pero ella no se inmutaba.
—¿Vas a decir algo? —su voz sonó tensa, casi como una orden.
Alanna no apartó la vista de la ventana. Sus dedos descansaban sobre su regazo con una calma inquietante, como si nada de lo ocurrido tuviera el más mínimo peso en su alma.
—Ya no hay nada que decir —murmuró con frialdad.
Miguel chasqueó la lengua, su paciencia desgastándose.
—Sigues actuando como una niña.
Entonces, por primera vez en todo el camino, Alanna se giró hacia él. Pero su mirada no era la que él recordaba. Ya no había rastro de la joven que alguna vez había confiado en él. Solo frialdad. Solo distancia.
—Y ustedes siguen tratándome como una ficha en su tablero, Señor Sinisterra.
El golpe de ese apellido pronunciado con tanta indiferencia fue más duro que cualquier reproche. Miguel sintió la punzada de la realidad incrustándose en su pecho. Ella ya no lo veía como su hermano.
Un escalofrío recorrió su espalda.
—Para el auto —ordenó de repente.
El chofer, sorprendido, frenó de golpe. Miguel giró hacia ella con el ceño fruncido, pero Alanna ni siquiera lo miró. Seguía en su propia burbuja de hielo, impenetrable.
—Bájate.
Ella no reaccionó de inmediato, como si sus palabras fueran un eco distante. Pero cuando lo hizo, lo miró con la misma expresión imperturbable.
—Con gusto.
Miguel apretó la mandíbula. Su ira, su frustración, su impotencia… todo explotó en un solo movimiento cuando agarró a Alanna del brazo y la empujó fuera del coche.
Ella cayó al suelo sin emitir un solo sonido, aunque el impacto recorrió su cuerpo como un latigazo ardiente. Su pierna lastimada cedió bajo su peso, y por un instante, sintió que no podría levantarse. Pero se obligó a hacerlo, obligó a su cuerpo a mantenerse firme, a no darle a Miguel la satisfacción de verla quebrarse.
Miguel no lo notó. No vio el temblor en su pierna, ni el esfuerzo en sus facciones. Solo vio a una Alanna erguida, desafiante, con esa expresión de desprecio que le heló la sangre.
—No necesito que me lleves —dijo ella, su voz serena pero letal—. Puedo regresar por mi cuenta.
Miguel no respondió. Solo volvió al auto, cerró la puerta con fuerza y ordenó al chofer que siguiera adelante.
Alanna lo vio alejarse sin emoción. No la querían, solo la necesitaban.
Pero ya no importaba.
Cerró los ojos por un momento, dejando que el viento fresco de la mañana acariciara su rostro. Luego, sin más dudas, comenzó a caminar. Cojeando, pero firme.
Porque Alanna ya no tenía miedo.
Había aprendido a caminar sola.
El camino de regreso a la mansión Sinisterra se extendía ante ella como una interminable prueba de resistencia. El sol comenzaba a descender en el horizonte, tiñendo el cielo de un ámbar apagado, pero para Alanna, la luz no significaba nada. Solo veía el polvo que se levantaba con cada paso torpe que daba, el mismo polvo que se adhería a su piel sudorosa y a su vestido, ahora cubierto de manchas de tierra.
La pierna herida latía con un dolor sordo, punzante, que le recorría todo el cuerpo. A veces, con cada punzada más intensa, su visión se volvía borrosa, pero no se permitió flaquear. No ahora. No después de todo.
Miguel se había ido.
El pensamiento era como una losa fría sobre su pecho. Se lo había dicho con su indiferencia, con la forma en que la había arrojado fuera del coche como si fuera un peso molesto del que debía deshacerse. Ni siquiera se había dado cuenta de que estaba herida. O, quizás, simplemente no le había importado.
¿Por qué le habría importado?
Apretó los labios, conteniendo un suspiro amargo. No se permitiría llorar. No por Miguel, no por nadie.
El viento fresco de la tarde soplaba contra su rostro, despeinándole el cabello y secándole el sudor que perlaba su frente. Había aprendido a sobrevivir sola. Desde el momento en que fue llevada al convento, desde el instante en que entendió que su familia solo la veía como un problema a resolver, había comprendido una verdad brutal: nadie venía a salvarla.
Se tambaleó un poco al pisar una piedra suelta, y el repentino dolor le hizo perder el aliento. Instintivamente, llevó una mano a su pierna y cerró los ojos con fuerza.
—Solo un poco más… —murmuró para sí misma, casi en un ruego.
Cada vez que sentía que su cuerpo no podía más, que la herida en su pierna la haría colapsar, se obligaba a recordar.
Recordar quién era. Recordar por qué había vuelto.
Porque no tenía elección. Porque la mansión Sinisterra podía ser lo más parecido a un hogar que tenía en este mundo, aunque estuviera llena de rostros fríos y manos que nunca la sostuvieron realmente.
Porque incluso si ya no la querían allí, volvería de todas formas.
Casi no se dio cuenta del momento en que la silueta de la mansión apareció en el horizonte. Se quedó quieta por un instante, sintiendo el peso de todo sobre sus hombros. La enorme casa, con su imponente fachada y sus jardines perfectamente cuidados, parecía más distante que nunca.
Pero era su destino.
Inspiró hondo, obligando a su cuerpo agotado a seguir adelante. Aunque cojeaba, aunque cada paso dolía como una sentencia, no se detendría.
El mármol de la escalinata de la mansión Sinisterra parecía un abismo infranqueable. Cada escalón era un desafío, cada paso un suplicio que la hacía apretar los dientes. Alanna sabía que no debía detenerse, que debía seguir adelante sin importar el ardor que le subía por la pierna herida, sin importar el cansancio que le nublaba la vista.Había caminado todo el trayecto hasta allí, con el cuerpo agotado y la mente sumida en una neblina de recuerdos. Recordando la humillación de ser abandonada en el camino, el eco de la puerta cerrándose tras ella, el polvo levantándose cuando el auto de Miguel se alejó.Había creído que después de todo lo que había vivido, ya no podía dolerle más. Pero sí podía.Se sostuvo de la barandilla de hierro con dedos temblorosos. Un paso más. Solo un paso más.Entonces, el sonido de un auto interrumpió el silencio.El rechinar de los neumáticos sobre la grava la hizo detenerse por un segundo. Alanna no necesitó voltear para saber quién era.Lo supo incluso a
Alzó el puño con esfuerzo y golpeó la enorme puerta de madera.El sonido resonó en el vestíbulo. Hubo un breve silencio, y luego, la puerta se abrió con brusquedad.Helena Sinisterra apareció en el umbral.El tiempo pareció detenerse.Los ojos de Helena se abrieron con horror al ver a su hija. Sus manos temblorosas se aferraron al marco de la puerta como si necesitara sostenerse para no desplomarse.—Dios mío… —susurró, con la voz quebrada.Alanna sintió un nudo apretándole el pecho. Había pasado tanto tiempo sin ver a su madre, sin escuchar su voz, sin sentir el calor de su presencia. Durante años, en sus momentos más oscuros, había soñado con el día en que volvería a verla. Pero ahora, nada de eso importaba.La miró con una expresión vacía, como si no la reconociera.Helena, en cambio, sintió que algo dentro de ella se desgarraba al ver a su hija tan delgada, sucia, con el rostro pálido y demacrado. Sus ojos recorrieron la hinchazón de su pierna, la forma en que su cuerpo temblaba p
A la mañana siguiente, un estruendo la despertó.Se incorporó de golpe, su corazón martilleando contra sus costillas.—¡No! —el grito desgarrador de Allison resonó por toda la casa.Alanna apenas tuvo tiempo de girarse cuando sintió un golpe agudo en su brazo.El jarrón roto a sus pies le hizo entender lo que había pasado. Allison lo había arrojado… y ahora la porcelana rota había dejado un corte profundo en su piel.—¡Alanna! —gritó Allison, llevándose las manos a la boca—. ¿Qué hiciste? ¡Te lastimaste!Antes de que Alanna pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe y entraron Miguel y Alberto.—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Alberto con el ceño fruncido.Allison corrió hacia Miguel, temblando.—¡Hermano, tienes que hacer algo! ¡La encontré lastimándose con los pedazos del jarrón!Alanna sintió que la sangre se le helaba.—Eso no es cierto —dijo con calma, aunque su voz estaba cargada de rabia contenida—. Ella lo rompió a propósito.—¡Eso es mentira! —sollozó Allison—. ¡Yo sol
En una lujosa suite en París, Leonardo se encontraba de pie frente a un gran ventanal, observando la ciudad iluminada bajo la noche. Su silueta alta y esbelta se recortaba contra el reflejo de las luces doradas. Vestía con impecable elegancia, su porte imponente transmitía autoridad, pero lo que realmente helaba la sangre de quienes lo rodeaban era la frialdad calculadora en sus ojos oscuros.No era un hombre que se dejara llevar por emociones innecesarias. La paciencia y la estrategia eran sus armas más letales. Todo el mundo le temía. Desde sus asociados hasta sus enemigos sabían que un solo error ante él podía significar la ruina.Su odio hacia los Sinisterra era profundo, enraizado en su propia sangre. Esa familia había sido la responsable de la muerte de sus padres. No importaba cuánto tiempo hubiera pasado; la deuda de dolor y sufrimiento seguía intacta en su memoria.—No descansaré hasta verlos postrados —murmuró con una sonrisa helada—. Humillados, pidiendo clemencia.Cada mov
Los días en la mansión Sinisterra eran insoportables para Alanna a pesar de que se mantenía apartada de todos, con la mirada siempre distante y la voz cortante. Allison no perdía oportunidad de molestarla, siempre con comentarios afilados disfrazados de dulzura delante de sus padres. Helena no podía ignorar la opresión en su pecho cada vez que veía a su hija. La frialdad de Alanna no era solo una barrera, era un reflejo de todo lo que ella había permitido que sucediera. Había sido testigo de cada humillación, de cada injusticia, de cada momento en que Alanna había sido relegada a la sombra de Allison. Y, sin embargo, nunca había hecho nada para protegerla.Recordaba cuando Alanna la amaba, cuando la miraba con adoración, cuando corría a sus brazos con la esperanza de recibir una caricia o una palabra de afecto. Recordaba las noches en que la pequeña se acurrucaba a su lado, contándole con entusiasmo sobre sus sueños, sus ilusionesPero ahora, su hija no esperaba nada.Una tarde, con
Allison caminaba junto a Esteban, con su brazo enlazado al suyo, sonriendo con orgullo. Le hablaba sobre la boda, sobre los arreglos florales y los invitados de la alta sociedad, pero él apenas reaccionaba. Su mirada vagaba entre la multitud, buscando a alguien más.—Esteban, ¿me estás escuchando? —preguntó Allison con dulzura fingida, intentando llamar su atención.—Sí —respondió él sin emoción, pero sin siquiera mirarla.Allison frunció el ceño, siguiendo su mirada, y su expresión se tensó al ver en quién se había fijado.Alanna.Estaba al otro lado del salón, conversando aún con aquel hombre misterioso. Sin embargo, lo que realmente la hizo hervir de rabia fue la expresión de Esteban. Su mirada no solo reflejaba interés, sino algo más profundo.—No entiendo qué le ves —murmuró Allison con desprecio—. Está arruinada.Esteban no respondió. Simplemente soltó el brazo de Allison sin siquiera mirarla y comenzó a caminar en dirección a Miguel, quien estaba unos metros más adelante. Allis
Desde aquel incidente con Miguel, Alanna no tenía permitido salir de la mansión hasta el día de la boda. No que eso le importara demasiado; de cualquier manera, tampoco tenía intenciones de ver a su familia. Pasaba los días encerrada en su habitación, refugiándose en el único lugar donde podía estar en paz. A veces salía al jardín cuando la soledad de las paredes se volvía asfixiante, pero incluso allí sentía la sombra de su familia sobre ella.El desprecio de Allison, la culpa fingida de su madre, los intentos inútiles de Miguel por acercarse… todo eso la agotaba. Sabía que lo que más les dolía no eran sus palabras, sino su indiferencia. Y ella no iba a darles el lujo de verla doblegarse.Esteban apareció en la mansión Sinisterra con la excusa de visitar a Allison, pero la realidad era otra. No tardó en buscar a Miguel, quien lo recibió en su despacho con gesto serio.—¿A qué has venido esta vez? —preguntó Miguel Esteban cruzó los brazos.—Vine a ver a Allison… y a hablar contigo.M
Al día siguiente, Alanna se sintió mucho mejor. A pesar de lo ocurrido con Esteban y su reacción ante los dulces, había dormido profundamente, y por primera vez en días, no sintió su cuerpo pesado al despertar. Sin embargo, su tranquilidad se rompió en cuanto una de las sirvientas tocó a su puerta.Cuando la sirvienta tocó a su puerta para informarle sobre la cena familiar, Alanna sintió una punzada de irritación.—La señora insiste en que asista esta noche —dijo la mujer con voz cautelosa.Alanna cerró los ojos y apretó los labios. ¿Por qué su madre seguía intentándolo? ¿Por qué no la dejaba en paz de una vez?No entendía por qué insistía en luchar contra la corriente, en tratar de remendar algo que estaba irremediablemente roto. No importaba cuántas cenas familiares organizara, cuántas veces intentara actuar como si todavía fuera su hija, nada iba a cambiar el hecho de que su mundo se había desmoronado. Su madre quería jugar a la familia perfecta, pero lo que habían destruido no ten