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Capítulo 4: Un reencuentro doloroso

El mármol de la escalinata de la mansión Sinisterra parecía un abismo infranqueable. Cada escalón era un desafío, cada paso un suplicio que la hacía apretar los dientes. Alanna sabía que no debía detenerse, que debía seguir adelante sin importar el ardor que le subía por la pierna herida, sin importar el cansancio que le nublaba la vista.

Había caminado todo el trayecto hasta allí, con el cuerpo agotado y la mente sumida en una neblina de recuerdos. Recordando la humillación de ser abandonada en el camino, el eco de la puerta cerrándose tras ella, el polvo levantándose cuando el auto de Miguel se alejó.

Había creído que después de todo lo que había vivido, ya no podía dolerle más. Pero sí podía.

Se sostuvo de la barandilla de hierro con dedos temblorosos. Un paso más. Solo un paso más.

Entonces, el sonido de un auto interrumpió el silencio.

El rechinar de los neumáticos sobre la grava la hizo detenerse por un segundo. 

Alanna no necesitó voltear para saber quién era.

Lo supo incluso antes de escuchar el crujido de los zapatos sobre la grava.

Como aquella tarde en la que él la sorprendió en el jardín.

—¿Por qué siempre tienes que andar descalza? —le había preguntado Esteban con fastidio, cargándola en brazos cuando vio que se había lastimado el pie con una piedra.

—Porque odio los zapatos.

—Porque te gusta desafiarme —había murmurado él, con una sonrisa de medio lado.

Alanna Podía sentir su presencia, firme, inconfundible. Como una sombra que jamás terminaba de desvanecerse.

Alanna cerró los ojos por un instante, preparándose, antes de continuar subiendo.

Esteban se encontraba a unos pocos metros de ella.

Había dicho que vendría a visitar a Allison, que como su prometido debía pasar tiempo con ella. Pero esa era la mentira que se repetía a sí mismo. Él estaba allí porque sabía que Alanna regresaría ese día.

Lo había escuchado en una conversación entre Miguel y su padre. "Debemos sacarla de ese convento, ella vendrá hoy."

Desde el momento en que supo la noticia, su pecho se había llenado de una ansiedad que no podía explicar. No importaban los años, no importaba lo que había pasado entre ellos. Alanna siempre fue su punto débil, aunque no lo demostrará.

Intentó convencerse de que era simple curiosidad, de que sólo quería asegurarse de que estuviera bien. 

Alanna avanzaba con lentitud, con el cuerpo tenso y la mirada fija en la puerta de la mansión. El viento sacudía su cabello suelto, y la luz del atardecer bañaba su piel con un tono dorado. Pero no era la misma mujer de antes.

Había algo en su postura, en la rigidez de sus hombros, en la manera en que apoyaba el peso en una sola pierna.

Fue en ese instante cuando Esteban notó su cojera.

Su pecho se contrajo.

¿Qué carajos le había pasado?

—Alanna.

Ella se detuvo en seco.

No levantó la mirada de inmediato, como si hubiera esperado ese encuentro y aún así no quisiera enfrentarlo. Como si su voz fuera una herida abierta que no quería volver a tocar.

Finalmente, giró el rostro hacia él.

Sus ojos, aquellos ojos oscuros que alguna vez brillaron con pasión, estaban vacíos. Fríos. Como si él fuera un extraño más en su camino.

Pero Esteban no lo era.

No después de todo lo que habían sido.

No después de lo que aún sentía por ella.

Sin pensar, se acercó a ella.

—¿Qué te pasó?

Su tono era frío, pero la rigidez de su expresión lo traicionaba. Su mirada descendió lentamente, y entonces lo vio.

El leve temblor en su pierna. La forma en que su peso recaía con dificultad en el lado opuesto. Cojeaba.

Algo se rompió en su interior.

—¿Qué te sucedió?

Alanna se aferró a la barandilla, sin mirarlo.

—Nada que te importe.

La frialdad en su voz le golpeó más fuerte que cualquier reproche.

Por un instante, la imagen de otra Alanna cruzó su mente. Aquella que solía esperarlo en la entrada, con una taza de té caliente y una sonrisa tímida, incluso cuando él la ignoraba.

"Si no quieres hablar, está bien… solo quería estar aquí."

Siempre había estado allí. Incluso cuando él no lo merecía.

Pero ahora, ella ya no lo hacía.

Esteban frunció el ceño al notar su cojera.

—Estás herida.

Ella soltó una risa baja, sin alegría.

—Qué observador.

Él apretó la mandíbula.

Se acercó con la intención de sostenerla, de ayudarla a subir las escaleras, pero Alanna retrocedió un paso, mirándolo con frialdad.

—No necesito tu ayuda.

—No puedes ni caminar bien, Alanna.

Ella lo fulminó con la mirada.

—Eso nunca te importó antes.

Esteban sintió que el aire se volvía espeso entre ellos.

Por supuesto que le había importado. Siempre. Pero la vida los había separado de la peor manera, y ahora, cada palabra entre ellos estaba cargada de espinas.

Alanna desvió la mirada hacia la puerta, decidida a seguir adelante sin su ayuda.

Pero Esteban no podía dejarlo así.

—Déjame ayudarte —insistió.

Fue entonces cuando Alanna le regaló la estocada final.

—Deberías recordar que eres el prometido de Allison.

Su voz fue tranquila, pero en sus ojos brilló algo que le hizo saber que esas palabras no eran solo un recordatorio para él, sino una barrera que ella misma estaba colocando entre ambos.

Esteban se quedó inmóvil, sintió que el aire se volvía espeso cuando las palabras de Alanna se clavaron en su pecho.

Por un momento, todo lo demás desapareció. La fachada de la mansión, el cansancio en los ojos de Alanna, el dolor con el que ella se sostenía en pie. Todo se desvaneció ante el recuerdo que volvió a él como una herida que nunca había cerrado.

La noche en la que él le dio la espalda.

El mar estaba embravecido, y la voz de Allison temblaba cuando lo miró con lágrimas en los ojos.

—Alanna me empujó… —susurró, abrazándolo a fuertemente—. Yo solo quería hablar con ella, pero… no sé qué hice mal.

Y él le creyó.

Sin cuestionar. Sin pedir otra versión.

Mientras que Alanna le intentaba explicar, el la ignoró.

Siguió caminando, sosteniendo a Allison en sus brazos, pasándola justo por su lado sin dignarse a mirarla.

La indiferencia más cruel.

Más tarde, cuando ella entró en la sala con la voz entrecortada, con sus ojos rojos de tanto llorar, lo encontró junto a Allison.

La tenía abrazada, arropándola con una manta.

Sobre la mesa, humeaba un cuenco con sopa caliente.

—Esteban, yo…

—No quiero escucharlo.

Ni siquiera levantó la mirada.

Alanna había sentido un nudo en la garganta tan fuerte que casi le cortaba la respiración. No fue el frío lo que la hizo temblar esa noche. Fue él.

Y ahora, años después, ahí estaban, con ella mirándolo con la misma indiferencia con la que él alguna vez la trató.

Esteban tragó con dificultad, obligándose a reaccionar.

—Alanna…

Pero ella ya había girado el rostro. Ya no importaba.

Lo que más dolía era que, quizás, nunca había importado.

La verdad era que no le importaba Allison en ese momento. Porque nunca la había querido como a Alanna.

Pero Alanna ya no era la misma mujer que una vez amó. Y él no era el mismo hombre al que ella entregó su corazón.

Ella siguió subiendo los escalones con esfuerzo, sin mirarlo más.

Esteban solo pudo quedarse allí, viendo cómo se alejaba, sintiendo que, una vez más, Alanna se le escapaba de las manos.

El peso de su propio cuerpo se volvió insoportable cuando Alanna alcanzó el último escalón de la mansión Sinisterra. Sus piernas temblaban, su piel estaba pegajosa por el sudor y el dolor pulsaba con rabia en su pierna maltratada. Cada paso había sido una tortura, pero lo que más la consumía no era el dolor físico, sino la certeza de que no debía estar allí.

No era su hogar. Ya no.

Se quedó unos segundos allí, respirando con dificultad, sintiendo cómo la mansión la miraba con la misma frialdad con la que la había visto partir.

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