El sol de la mañana se filtraba con suavidad por las cortinas de lino en la casa de Leonardo. El ambiente era sereno, casi engañosamente apacible, como si quisiera ofrecerle a Alanna un momento de respiro antes de que el mundo volviera a girar con su habitual brutalidad.
Estaba en el jardín, con las manos cubiertas de tierra, dándole forma a una hilera de hortensias nuevas. El contacto con la naturaleza le permitía enraizarse, sentir que aún tenía el control de algo. No de su pasado, ni del peso de su apellido, pero al menos de aquellas flores que florecerían si ella lo decidía.
El timbre sonó, cortando la quietud.
Se levantó con calma, se limpió las manos con una toalla que llevaba colgada del bolsillo trasero del pantalón y caminó hacia la entrada. Al ver por el monitor de la cámara que Bárbara
El auto negro avanzaba por la avenida central mientras las sombras de los edificios se alargaban sobre el pavimento. En el asiento trasero, Alanna miraba por la ventana sin decir palabra. A su lado, Sabrina repasaba su celular con aburrida indiferencia, y al frente, Bárbara le daba indicaciones precisas al chofer.El destino: Maison du Luxe, la boutique más exclusiva y codiciada de toda la ciudad. Donde no se vendían vestidos, se vendían declaraciones.Alanna no estaba segura de cómo había terminado allí. Aún le parecía surreal que justo Sabrina —la misma que meses atrás no le dirigía una sola palabra sin sarcasmo— ahora estuviera interesada en ayudarla a escoger un vestido para una fiesta organizada por la familia que más daño le había hecho. Pero, ahí estaba.Cuando bajaron del auto, un asistente corrió a abrirles la puerta y otra empleada las recibió en la entrada con una reverencia discreta. Las guiaron al segundo piso, reservado solo para clientas VIP.—Quédate tranquila, aquí no
Leonardo llegó a casa antes de lo previsto aquella tarde. El cansancio se le notaba en los hombros, pero no en el rostro. Había tenido una jornada difícil, reuniones tensas, decisiones pesadas… y solo pensaba en encontrar a Alanna, tal vez charlar unos minutos, ver su expresión tranquila o discutir algún detalle de la cena del cumpleaños. Aunque no lo admitiera en voz alta, algo en él necesitaba esa calma que ella le transmitía últimamente, aun cuando no siempre lo hacía fácil.Dejó las llaves sobre la consola del vestíbulo y miró alrededor.—¿Alanna? —llamó en voz alta.Silencio.La casa parecía demasiado grande sin su presencia. Revisó rápidamente el estudio, la cocina, incluso su habitación. Nada. Solo el eco de su voz repitiéndose entre paredes demasiado lujosas.Frunció el ceño. Le parecía extraño que ella no estuviera. Tampoco había recibido ningún mensaje de su parte. Y lo más desconcertante era que no la imaginaba simplemente saliendo sin avisar. No ahora, no después de las úl
La mansión Sinisterra lucía como salida de un cuento encantado, aunque el aire denso de tensión le daba un toque de tragedia silenciosa.Desde el portón principal, una alfombra de terciopelo color vino guiaba a los invitados a través de un camino flanqueado por arreglos florales en tonos marfil y dorado. Cada columna del jardín estaba envuelta en guirnaldas de luces cálidas que titilaban como estrellas atrapadas. En el centro del patio, una imponente fuente decorada con rosas flotantes servía como punto focal, iluminada con luces led que cambiaban de tono lentamente, pasando del ámbar suave al blanco hielo.Los ventanales de la mansión reflejaban el brillo del interior, donde cada salón había sido decorado con detalles exquisitos: candelabros de cristal, mesas redondas con manteles de satén marfil, centros florales con orquídeas blancas y ramas de olivo bañadas en oro. Una orquesta clásica tocaba piezas suaves desde un rincón, mientras mozos impecablemente vestidos desfilaban con copa
Leonardo sostenía la mano de Alanna con firmeza. No como quien guía a alguien perdido, sino como quien camina junto a su igual. La fuerza de sus dedos entrelazados le transmitía seguridad, presencia… y algo más. Una mezcla de orgullo y posesión. Sabía lo que hacía al tomarla así: estaba dejándole claro a todos los presentes que Alanna era su esposa, y que estaba con ella.La gran mansión Sinisterra, decorada con excesivo lujo, parecía una réplica moderna de un palacio antiguo. Las columnas estaban envueltas en delicadas enredaderas iluminadas con luces doradas, el techo cubierto con candelabros de cristal que se reflejaban en los pisos de mármol blanco. A cada paso que daban, los tacones de Alanna resonaban con fuerza, sin titubeos, marcando su presencia como nunca antes.Los invitados se apartaban discretamente, algunos sin disimular la sorpresa, otros murmurando entre dientes.—¿Es ella… Alanna?—Dios mío, está irreconocible…—¿Ese vestido? ¿Dónde lo consiguió?El vestido negro de s
El convento de Santa Clara no era un lugar de redención, sino de castigo. Las paredes grises y húmedas parecían respirar opresión, y las hermanas que lo habitaban eran más guardianas que guías espirituales. Para Alanna, cada día era una batalla contra el dolor, el hambre y la humillación. Pero había un día en particular que nunca podría olvidar, el día en que su pierna fue lastimada, el día en que el convento le robó algo más que su libertad.La hermana superiora, una mujer de rostro severo y manos duras como piedra, había tomado una especial aversión hacia Alanna. No solo porque recibía dinero de Allison para que la maltrataran, si no tal vez era porque Alanna, a pesar de todo, mantenía una chispa de rebeldía en sus ojos. O tal vez porque la hermana superiora disfrutaba ver cómo la joven que alguna vez había sido una princesa se convertía en una sombra de lo que fue.Ese día, Alanna había sido acusada de robar una hogaza de pan. No era cierto, pero en el convento, la verdad importaba
El amanecer no llegó con suavidad para Alanna. En lugar de la calma promesa de un nuevo día, fue despertada abruptamente por el chirrido oxidado de la puerta de su celda abriéndose de golpe. El sonido rebotó en las frías paredes de piedra, sacándola de su ligero sueño con un sobresalto.Parpadeó varias veces, desorientada por la penumbra que aún llenaba la habitación, hasta que distinguió la silueta rígida de la hermana superiora de pie en el umbral. Su figura imponente estaba recortada contra la débil luz del amanecer, y su rostro, marcado por una severidad inquebrantable, parecía aún más duro bajo la sombra de su toca.No hizo falta una palabra. La expresión de la monja bastaba para dejar claro que aquel día no traía consigo ninguna clase de misericordia.—Levántate, perezosa —gruñó, golpeando el bastón contra la pared.El sonido seco resonó en la celda como un aviso de lo que podía venir si no obedecía rápido. Alanna sintió el dolor punzante en su pierna, como si el hueso estuviera
Ese golpe no había sido solo un castigo. Era una despedida. Una última herida, una última marca, una última prueba de que, incluso en su partida, el convento se aseguraba de recordarle que nunca había sido bienvenida.Pero Alanna se negó a detenerse.Enderezó la espalda y, con el orgullo intacto, no se permitió cojear, no mostró debilidad. Su rostro permaneció impasible, como si la herida no ardiera, como si su carne no gritara de dolor.Miguel no notó nada.Sin mirar atrás, Alanna siguió caminando.Salieron del convento en un silencio tenso. Afuera, un coche negro los esperaba. Miguel abrió la puerta con brusquedad.—Sube.El coche avanzaba por el camino polvoriento, y el silencio dentro del vehículo era tan espeso que parecía una presencia más. Sólo el monótono rugido del motor llenaba el vacío entre ellos.Miguel la observaba de reojo. Esperaba alguna reacción, alguna palabra, cualquier indicio de que la Alanna de antes seguía allí. Pero ella no se inmutaba.—¿Vas a decir algo? —s
El mármol de la escalinata de la mansión Sinisterra parecía un abismo infranqueable. Cada escalón era un desafío, cada paso un suplicio que la hacía apretar los dientes. Alanna sabía que no debía detenerse, que debía seguir adelante sin importar el ardor que le subía por la pierna herida, sin importar el cansancio que le nublaba la vista.Había caminado todo el trayecto hasta allí, con el cuerpo agotado y la mente sumida en una neblina de recuerdos. Recordando la humillación de ser abandonada en el camino, el eco de la puerta cerrándose tras ella, el polvo levantándose cuando el auto de Miguel se alejó.Había creído que después de todo lo que había vivido, ya no podía dolerle más. Pero sí podía.Se sostuvo de la barandilla de hierro con dedos temblorosos. Un paso más. Solo un paso más.Entonces, el sonido de un auto interrumpió el silencio.El rechinar de los neumáticos sobre la grava la hizo detenerse por un segundo. Alanna no necesitó voltear para saber quién era.Lo supo incluso a