La tensión se volvió irrespirable. La señora Sinisterra apretó los labios, visiblemente afectada. Miguel se quedó inmóvil, como si cada palabra de Alanna fuera un azote contra su orgullo.—Sigues resentida… como siempre —murmuró él, más para sí mismo que para ella.—No, Miguel —replicó Alanna con una calma que dolía—. Ya no estoy resentida. Estoy despierta. Y ya no tengo miedo de ustedes… ni de lo que puedan pensar de mí.Miguel cerró los puños. Sus ojos oscuros se oscurecieron aún más, nublados por la rabia. Dio un paso hacia ella, imponiendo su presencia con la misma violencia pasiva que usaba cuando quería quebrar sin golpear.—Eres una vergüenza. Envidiosa, arrogante y desagradecida. No eres digna de ser llamada Sinisterra.Alanna inclinó la cabeza, manteniendo su expresión inalterable.—¿Y tú crees que ese apellido vale algo? —preguntó con voz baja pero firme—. Es un nombre vacío, lleno de hipocresía y silencios sucios. Llevarlo es una carga, no un honor.Las palabras le dolieron
Habían pasado varios días desde el incidente en la sala. La casa de los Salvatore se mantenía en un extraño estado de calma tensa, como si cada rincón contuviera el eco de las palabras dichas a gritos, o el peso de las que nunca se pronunciaron.Leonardo se había mantenido atento a Alanna, respetando sus silencios, cuidando sus espacios. Ella, por su parte, se mostraba distante, más reflexiva que de costumbre. Cada noche, cuando creía que él dormía, Alanna se quedaba largo rato mirando por la ventana, perdida en sus pensamientos.Esa tarde, mientras él terminaba de ordenar unos documentos en el estudio, Alanna se asomó en el umbral. Llevaba el cabello suelto, una blusa sencilla, pero sus ojos hablaban de algo más profundo.—¿Tienes un momento? —preguntó con tono neutro.Leonardo levantó la vista de inmediato, dejando todo a un lado.—Claro. Pasa.Ella entró despacio, sentándose frente a él. No había tensión en su postura, pero sí un aire de firmeza que no pasaba desapercibido.—He tom
El sol de la mañana se filtraba con suavidad por las cortinas de lino en la casa de Leonardo. El ambiente era sereno, casi engañosamente apacible, como si quisiera ofrecerle a Alanna un momento de respiro antes de que el mundo volviera a girar con su habitual brutalidad.Estaba en el jardín, con las manos cubiertas de tierra, dándole forma a una hilera de hortensias nuevas. El contacto con la naturaleza le permitía enraizarse, sentir que aún tenía el control de algo. No de su pasado, ni del peso de su apellido, pero al menos de aquellas flores que florecerían si ella lo decidía.El timbre sonó, cortando la quietud.Se levantó con calma, se limpió las manos con una toalla que llevaba colgada del bolsillo trasero del pantalón y caminó hacia la entrada. Al ver por el monitor de la cámara que Bárbara
El auto negro avanzaba por la avenida central mientras las sombras de los edificios se alargaban sobre el pavimento. En el asiento trasero, Alanna miraba por la ventana sin decir palabra. A su lado, Sabrina repasaba su celular con aburrida indiferencia, y al frente, Bárbara le daba indicaciones precisas al chofer.El destino: Maison du Luxe, la boutique más exclusiva y codiciada de toda la ciudad. Donde no se vendían vestidos, se vendían declaraciones.Alanna no estaba segura de cómo había terminado allí. Aún le parecía surreal que justo Sabrina —la misma que meses atrás no le dirigía una sola palabra sin sarcasmo— ahora estuviera interesada en ayudarla a escoger un vestido para una fiesta organizada por la familia que más daño le había hecho. Pero, ahí estaba.Cuando bajaron del auto, un asistente corrió a abrirles la puerta y otra empleada las recibió en la entrada con una reverencia discreta. Las guiaron al segundo piso, reservado solo para clientas VIP.—Quédate tranquila, aquí no
Leonardo llegó a casa antes de lo previsto aquella tarde. El cansancio se le notaba en los hombros, pero no en el rostro. Había tenido una jornada difícil, reuniones tensas, decisiones pesadas… y solo pensaba en encontrar a Alanna, tal vez charlar unos minutos, ver su expresión tranquila o discutir algún detalle de la cena del cumpleaños. Aunque no lo admitiera en voz alta, algo en él necesitaba esa calma que ella le transmitía últimamente, aun cuando no siempre lo hacía fácil.Dejó las llaves sobre la consola del vestíbulo y miró alrededor.—¿Alanna? —llamó en voz alta.Silencio.La casa parecía demasiado grande sin su presencia. Revisó rápidamente el estudio, la cocina, incluso su habitación. Nada. Solo el eco de su voz repitiéndose entre paredes demasiado lujosas.Frunció el ceño. Le parecía extraño que ella no estuviera. Tampoco había recibido ningún mensaje de su parte. Y lo más desconcertante era que no la imaginaba simplemente saliendo sin avisar. No ahora, no después de las úl
La mansión Sinisterra lucía como salida de un cuento encantado, aunque el aire denso de tensión le daba un toque de tragedia silenciosa.Desde el portón principal, una alfombra de terciopelo color vino guiaba a los invitados a través de un camino flanqueado por arreglos florales en tonos marfil y dorado. Cada columna del jardín estaba envuelta en guirnaldas de luces cálidas que titilaban como estrellas atrapadas. En el centro del patio, una imponente fuente decorada con rosas flotantes servía como punto focal, iluminada con luces led que cambiaban de tono lentamente, pasando del ámbar suave al blanco hielo.Los ventanales de la mansión reflejaban el brillo del interior, donde cada salón había sido decorado con detalles exquisitos: candelabros de cristal, mesas redondas con manteles de satén marfil, centros florales con orquídeas blancas y ramas de olivo bañadas en oro. Una orquesta clásica tocaba piezas suaves desde un rincón, mientras mozos impecablemente vestidos desfilaban con copa
Leonardo sostenía la mano de Alanna con firmeza. No como quien guía a alguien perdido, sino como quien camina junto a su igual. La fuerza de sus dedos entrelazados le transmitía seguridad, presencia… y algo más. Una mezcla de orgullo y posesión. Sabía lo que hacía al tomarla así: estaba dejándole claro a todos los presentes que Alanna era su esposa, y que estaba con ella.La gran mansión Sinisterra, decorada con excesivo lujo, parecía una réplica moderna de un palacio antiguo. Las columnas estaban envueltas en delicadas enredaderas iluminadas con luces doradas, el techo cubierto con candelabros de cristal que se reflejaban en los pisos de mármol blanco. A cada paso que daban, los tacones de Alanna resonaban con fuerza, sin titubeos, marcando su presencia como nunca antes.Los invitados se apartaban discretamente, algunos sin disimular la sorpresa, otros murmurando entre dientes.—¿Es ella… Alanna?—Dios mío, está irreconocible…—¿Ese vestido? ¿Dónde lo consiguió?El vestido negro de s
El convento de Santa Clara no era un lugar de redención, sino de castigo. Las paredes grises y húmedas parecían respirar opresión, y las hermanas que lo habitaban eran más guardianas que guías espirituales. Para Alanna, cada día era una batalla contra el dolor, el hambre y la humillación. Pero había un día en particular que nunca podría olvidar, el día en que su pierna fue lastimada, el día en que el convento le robó algo más que su libertad.La hermana superiora, una mujer de rostro severo y manos duras como piedra, había tomado una especial aversión hacia Alanna. No solo porque recibía dinero de Allison para que la maltrataran, si no tal vez era porque Alanna, a pesar de todo, mantenía una chispa de rebeldía en sus ojos. O tal vez porque la hermana superiora disfrutaba ver cómo la joven que alguna vez había sido una princesa se convertía en una sombra de lo que fue.Ese día, Alanna había sido acusada de robar una hogaza de pan. No era cierto, pero en el convento, la verdad importaba