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De víctima a reina: La heredera equivocada
De víctima a reina: La heredera equivocada
Por: Vane Reina
Capítulo 1: El silencio de la soledad.

El convento de Santa Clara no era un lugar de redención, sino de castigo. Las paredes grises y húmedas parecían respirar opresión, y las hermanas que lo habitaban eran más guardianas que guías espirituales. Para Alanna, cada día era una batalla contra el dolor, el hambre y la humillación. Pero había un día en particular que nunca podría olvidar, el día en que su pierna fue lastimada, el día en que el convento le robó algo más que su libertad.

La hermana superiora, una mujer de rostro severo y manos duras como piedra, había tomado una especial aversión hacia Alanna. No solo porque recibía dinero de Allison para que la maltrataran, si no tal vez era porque Alanna, a pesar de todo, mantenía una chispa de rebeldía en sus ojos. O tal vez porque la hermana superiora disfrutaba ver cómo la joven que alguna vez había sido una princesa se convertía en una sombra de lo que fue.

Ese día, Alanna había sido acusada de robar una hogaza de pan. No era cierto, pero en el convento, la verdad importaba poco. La hermana superiora la arrastró hasta el patio, donde las otras hermanas y novicias observaban en silencio. "¡Mentirosa! ¡Ladrona!", gritaba la superiora, mientras golpeaba a Alanna con un bastón de madera. Alanna intentó protegerse, pero cada golpe era más fuerte que el anterior.

El último golpe fue el peor. El bastón se estrelló contra su pierna derecha con un crujido sordo. Alanna cayó al suelo, y aunque era fuerte grito de dolor. Sentía como si su pierna estuviera ardiendo, como si el hueso se hubiera partido en dos. Las hermanas la dejaron allí, tirada en el suelo, mientras la hermana superiora decía: "Así aprenderás a no robar".

Horas más tarde, el frío de la celda se colaba por los huesos de Alanna, como si las paredes de piedra del convento conspiraran para recordarle que ya no era la joven mimada que alguna vez había sido. La luz de la luna entraba por una pequeña ventana con barrotes, iluminando apenas su figura encogida en el suelo. Sus manos, antes delicadas y cuidadas, ahora estaban llenas de moretones y callos. Pero no era eso lo que más le dolía. Era la pierna, su pierna derecha, que había sido golpeada con saña por la hermana superiora. Cada respiro le provocaba un dolor agudo, como si el hueso estuviera a punto de romperse.

Alanna cerró los ojos y trató de concentrarse en algo que no fuera el dolor. Pero en lugar de alivio, su mente la traicionó, llevándola de vuelta a su vida anterior, a ese mundo de lujos y comodidades que ahora parecía un sueño lejano.

Era la hija única de Helena y Alberto Sinisterra, una familia poderosa y respetada. Su infancia había sido un cuento de hadas: vestidos de seda, fiestas en mansiones, y la adoración de sus padres. Miguel, su hermano mayor, había sido su protector y su mejor amigo. Él siempre estaba ahí, con una sonrisa cálida y un brazo fuerte para sostenerla cuando tropezaba. "Nadie te hará daño mientras yo esté aquí", le decía, y Alanna le creía.

Luego estaba Esteban. Su prometido. Un hombre frío y calculador, como correspondía a alguien de su posición. Al principio, Alanna había aceptado el compromiso como un deber familiar, pero poco a poco, algo en Esteban comenzó a cambiar. O tal vez era ella quien cambiaba. Recordaba cómo él le tomaba la mano en público, cómo le colocaba su chaqueta sobre los hombros cuando hacía frío, cómo sus ojos, siempre tan serios, se suavizaban cuando la miraban. "Tal vez él sí me quiere", pensaba Alanna, permitiéndose soñar con un futuro juntos.

Pero todo se derrumbó el día en que una empleada de la casa, una mujer de rostro cansado y manos callosas, confesó la verdad. Veintiún años atrás, había dado a luz a una bebé el mismo día que Helena. En un acto de desesperación, había intercambiado a las niñas. Alanna no era una Sinisterra. Era hija de esa mujer, de esa sirvienta. Y Allison, la verdadera hija de Helena y Alberto, había sido criada en la pobreza.

El mundo de Alanna se desmoronó. Sus padres, aunque intentaron seguir queriéndola, comenzaron a distanciarse. Allison, por su parte, era todo lo que Alanna no era: astuta, manipuladora y llena de resentimiento. "Tú no tienes sangre Sinisterra", le decía Allison con una sonrisa cruel. "Deberías estar fregando pisos, no viviendo aquí". Pero frente a los demás, Allison era dulce y amable, siempre dispuesta a fingir cariño hacia Alanna mientras sembraba semillas de duda en la mente de sus padres.

La gota que colmó el vaso fue la fiesta en la playa. Allison la llevó hacia el mar, lejos de las miradas curiosas. "Eres una intrusa", le susurró, su voz cargada de odio. "Nunca deberías haber estado aquí". Alanna intentó defenderse, pero Allison era más fuerte. De repente, Allison comenzó a gritar, llamando la atención de todos. Cuando la familia llegó, Allison se lanzó al agua, simulando que Alanna la había empujado. 

Lo que más le dolía era recordar cómo Esteban, su prometido, había saltado al agua para rescatar a Allison. "¡Allison no sabe nadar!", había gritado alguien, y Esteban no dudó. Alanna lo vio nadar hacia Allison, la vio abrazarse a él, y sintió cómo su corazón se rompía en mil pedazos. Esteban ni siquiera la miró. Para él, como para todos los demás, Alanna era la villana de la historia.

Sus padres, cegados por la culpa y el remordimiento, decidieron enviarla al convento. "Es por tu bien", le dijeron. "Necesitas reflexionar y cambiar". Pero Alanna sabía la verdad: ya no tenían lugar para ella en sus vidas.

Cinco años. Ese era el tiempo que Alanna había pasado entre las frías paredes del convento, lejos del mundo que alguna vez había conocido. Cinco años de golpes, humillaciones y silencio. Pero también cinco años de aprendizaje, de resistencia, de crecimiento. Alanna ya no era la joven ingenua que había llegado allí, asustada y confundida. El convento, con su crueldad implacable, había sido su forja, y ella había emergido como una mujer endurecida, decidida y lista para enfrentar lo que fuera necesario.

En ese tiempo, Alanna había aprendido a controlar sus emociones, a no dejar que el dolor la dominara. Cada golpe, cada insulto, cada noche de frío y hambre la habían hecho más fuerte. Ya no lloraba en silencio, ya no suplicaba compasión. En su lugar, había encontrado una fuerza interior que ni siquiera ella sabía que poseía. "Nadie más me hará daño", se repetía cada mañana, mientras se levantaba de su dura cama y enfrentaba otro día. El convento no la había quebrantado; la había transformado. Y ahora, Alanna estaba lista para reclamar su lugar en el mundo, con la cabeza en alto y el corazón blindado.

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