Capítulo 6: Una Jaula de Oro

A la mañana siguiente, un estruendo la despertó.

Se incorporó de golpe, su corazón martilleando contra sus costillas.

—¡No! —el grito desgarrador de Allison resonó por toda la casa.

Alanna apenas tuvo tiempo de girarse cuando sintió un golpe agudo en su brazo.

El jarrón roto a sus pies le hizo entender lo que había pasado. Allison lo había arrojado… y ahora la porcelana rota había dejado un corte profundo en su piel.

—¡Alanna! —gritó Allison, llevándose las manos a la boca—. ¿Qué hiciste? ¡Te lastimaste!

Antes de que Alanna pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe y entraron Miguel y Alberto.

—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Alberto con el ceño fruncido.

Allison corrió hacia Miguel, temblando.

—¡Hermano, tienes que hacer algo! ¡La encontré lastimándose con los pedazos del jarrón!

Alanna sintió que la sangre se le helaba.

—Eso no es cierto —dijo con calma, aunque su voz estaba cargada de rabia contenida—. Ella lo rompió a propósito.

—¡Eso es mentira! —sollozó Allison—. ¡Yo solo quería ayudarla!

Miguel miró la escena: el jarrón roto, la herida en el brazo de Alanna, la desesperación en los ojos de Allison… y dudó.

Alberto no tardó en tomar una decisión.

—No voy a permitir más escándalos en esta casa. Miguel, encárgate de que Alanna aprenda a comportarse.

Miguel asintió con rigidez.

—Sí, padre.

Alanna no dijo nada. En esta casa, su voz no tenía valor.

Después de limpiar la herida en su brazo, Miguel la llevó al despacho y cerró la puerta.

—No voy a tolerar más tus desplantes, Alanna —dijo con frialdad—. Desde ahora, tienes prohibido salir a los jardines.

Alanna lo miró con rabia.

—¿Me castigas por algo que no hice?

Miguel no respondió de inmediato. Cruzó los brazos y suspiró.

—Si vuelves a causar un escándalo o a desafiar las reglas de esta casa… te encerraré en el sótano.

El aire pareció desaparecer de los pulmones de Alanna.

El sótano de la casa Sinisterra era un lugar oscuro, húmedo y frío. No tenía ventanas, solo piedra y sombras.

Miguel la observó fijamente, esperando su reacción.

Pero Alanna se negó a mostrar miedo.

—Harás lo que quieras —respondió con dureza—. De todas formas, ya me tienes prisionera.

Miguel apretó los puños y salió sin decir nada más.

Horas después, mientras las criadas susurraban a su alrededor, Alanna escuchó algo que la hizo estremecer.

—Dicen que el señor Leonardo no tiene compasión con las mujeres.

—He oído que golpeó a su última prometida hasta dejarla inconsciente.

—Es un hombre cruel y despiadado.

El miedo le recorrió la espalda como un latigazo.

Si la obligaban a casarse con ese hombre… estaría condenada.

Debía huir.

Esa misma noche, esperó a que todos se durmieran. Se cubrió con una capa oscura y bajó sigilosamente por las escaleras, su pierna temblando de dolor con cada paso.

El portón principal estaba cerca. Solo unos metros más…

—¿A dónde crees que vas?

El tono helado de Miguel la hizo congelarse en el lugar.

Giró lentamente, encontrándose con la mirada implacable de su hermano.

—Miguel, por favor —susurró, apelando a lo que fuera que quedara de bondad en él—. No me obligues a casarme con ese hombre.

Miguel apretó la mandíbula.

—No puedo permitir que huyas.

—Sabes lo que dicen de él —insistió ella, con desesperación—. Sabes lo que me hará.

Miguel cerró los ojos por un momento.

Pero entonces, recordó la expresión de Allison.

Si ayudaba a Alanna… Allison sufriría.

Respiró hondo, volviendo a abrir los ojos con decisión.

—No hay nada que pueda hacer por ti.

Antes de que Alanna pudiera reaccionar, él chasqueó los dedos y dos sirvientes se acercaron.

—Llévenla al sótano. Cierren la puerta con llave.

—¡No! ¡Miguel, no me hagas esto!

Pero él ya se estaba alejando.

El pánico se apoderó de ella.

Los recuerdos del convento la golpearon con fuerza: el encierro, la desesperación, la sensación de que el aire se le acababa.

—¡Miguel! ¡No me encierres!

Golpeó la puerta con todas sus fuerzas.

—¡Miguel!

Su desesperación fue tanta que, por primera vez, el corazón de Miguel titubeó.

Dio un paso hacia la puerta, dispuesto a abrirla.

Pero entonces, una mano se posó sobre su brazo.

—Déjala, hermano —susurró Allison—. Es lo mejor.

Miguel la miró, inseguro.

—Ella tiene que entender que no puede hacer siempre lo que quiere —insistió Allison con dulzura—. Es por su bien.

Miguel exhaló lentamente… y se alejó.

Horas más tarde, el chirrido de la puerta del sótano rompió el silencio. Alanna, con la espalda apoyada contra la fría pared de piedra, levantó la mirada. La tenue luz de una lámpara iluminó la silueta de Esteban.

—Alanna… —su voz sonaba tensa, contenida.

Ella no se movió. Su expresión era inmutable, como si su presencia no significara nada.

—Voy a sacarte de aquí —dijo con firmeza.

—No necesito que me saques de nada.

La frialdad en su tono hizo que Esteban se detuviera.

—Alanna, por favor… No puedes casarte con Leonardo.

Ella dejó escapar una risa seca.

—¿Y ahora te importa?

—No es eso… —Esteban apretó los puños—. Escucha, sé que no quieres oírlo de mí, pero él es peligroso. No puedo permitir que…

—No tienes derecho a decirme qué hacer —lo interrumpió Alanna con una mirada helada—. No porque me saques de este lugar significa que tu opinión me importe.

Esteban sintió un golpe en el pecho.

—Alanna…

—A mí no me interesa lo que pienses —su voz fue cortante, sin espacio para dudas—. No necesito tu compasión, ni tu culpa, ni tu lástima.

Esteban bajó la mirada, su respiración agitada.

Ella avanzó con dificultad hasta la puerta, ignorándolo por completo.

Cuando salió del sótano, Miguel lo estaba esperando en el pasillo. La tenue luz de las velas proyectaba sombras en su rostro, haciéndolo parecer aún más serio.

—¿Qué hacías ahí? —preguntó Miguel con dureza.

Esteban lo miró directamente a los ojos.

—Intentando salvar a tu hermana.

Miguel frunció el ceño, pero Esteban dio un paso adelante y habló con firmeza.

—Dime, ¿de verdad quieres que Alanna pase el resto de su vida sufriendo? ¿Que termine como una prisionera en su propio hogar o peor aún, que la encuentren muerta algún día? ¿Puedes vivir con eso?

El rostro de Miguel se endureció, pero no dijo nada.

—Leonardo es un hombre despiadado. No puedes justificar este matrimonio solo por los intereses de la familia. Si realmente te importa Alanna, haz entrar en razón a tu padre antes de que sea demasiado tarde.

Miguel sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Había oído los rumores sobre Leonardo, pero nunca se había permitido pensar en las consecuencias reales.

Miguel caminó con paso decidido hacia la habitación de Alanna y entró sin pedir permiso.

—Encontré la solución para que no te cases con Leonardo.

Alanna cruzó los brazos.

—¿Ah, sí? ¿Y qué milagro has obrado ahora?

—Anunciarás públicamente que hiciste votos en el convento, que juraste servir al Señor por siempre. Nadie podrá obligarte a casarte si ya perteneces a Dios.

El rostro de Alanna se endureció.

—¿Quieres que pase el resto de mi vida encerrada en ese lugar? ¿Después de todo lo que viví ahí?

—Es mejor que casarte con un hombre como Leonardo.

Alanna negó con la cabeza.

—No lo entiendes, Miguel. El convento fue un infierno para mí. Prefiero casarme con Leonardo antes que regresar allí.

Miguel apretó los puños.

—No digas estupideces. ¿De verdad prefieres soportar su violencia antes que alejarte de todo esto?

—Este matrimonio es por los intereses de la familia.

Miguel soltó una risa amarga.

—No mientas. No es por la familia, es por ti.

Alanna lo miró con dureza.

—Si crees eso, no me conoces en absoluto.

Miguel se acercó hasta quedar frente a ella.

—Allison sí tuvo que aguantar años de miseria, y nunca la oí quejarse. Pero tú… tú no estás dispuesta a perder ni un poco de tu comodidad. Prefieres entregarte a un monstruo antes que vivir con menos de lo que crees merecer.

Alanna sintió un ardor en la garganta, pero se mantuvo firme.

—Hazme el favor de salir de mi habitación.

Miguel la miró con decepción.

—Eres una interesada.

Sin decir más, se giró y salió de la habitación, dejando la puerta abierta de par en par.

Alanna se quedó inmóvil, sintiendo el peso de sus propias decisiones, pero no permitió que una sola lágrima cayera. No podía dudar. No ahora.

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