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Capítulo 5: Si eso es amor, prefiero el odio.

Alzó el puño con esfuerzo y golpeó la enorme puerta de madera.

El sonido resonó en el vestíbulo. Hubo un breve silencio, y luego, la puerta se abrió con brusquedad.

Helena Sinisterra apareció en el umbral.

El tiempo pareció detenerse.

Los ojos de Helena se abrieron con horror al ver a su hija. Sus manos temblorosas se aferraron al marco de la puerta como si necesitara sostenerse para no desplomarse.

—Dios mío… —susurró, con la voz quebrada.

Alanna sintió un nudo apretándole el pecho. Había pasado tanto tiempo sin ver a su madre, sin escuchar su voz, sin sentir el calor de su presencia. Durante años, en sus momentos más oscuros, había soñado con el día en que volvería a verla. Pero ahora, nada de eso importaba.

La miró con una expresión vacía, como si no la reconociera.

Helena, en cambio, sintió que algo dentro de ella se desgarraba al ver a su hija tan delgada, sucia, con el rostro pálido y demacrado. Sus ojos recorrieron la hinchazón de su pierna, la forma en que su cuerpo temblaba por el esfuerzo de mantenerse en pie.

Las lágrimas brotaron sin control.

—¿Qué te hicieron? —murmuró, su voz apenas un susurro lleno de desesperación.

Antes de que pudiera acercarse, Helena sintió una presencia detrás de ella.

Miguel acababa de entrar al vestíbulo, y al ver a su madre frente a Alanna, su rostro se endureció.

Helena giró bruscamente y lo fulminó con la mirada.

—¡¿Cómo pudiste?! —gritó, avanzando hacia él con furia—. ¡¿Cómo pudiste dejar que mi hija llegara así hasta aquí?! ¡¿Cómo permitiste que caminara con la pierna destrozada?!

Su voz resonó en toda la mansión.

Miguel la miró, pero no respondió. Su mandíbula se tensó, y por primera vez en mucho tiempo, no tuvo nada que decir.

Una risa suave rompió el silencio.

—Madre, no exageres…

Allison se acercó lentamente, colocando una mano en el brazo de Miguel con gesto tranquilizador.

—No es culpa de Miguel —susurró con dulzura—. Estoy segura de que hizo lo mejor que pudo… Después de todo, Alanna siempre ha sido un poco dramática.

La frialdad en sus palabras era casi imperceptible, envuelta en una dulzura que solo aquellos que la conocían bien podían detectar.

Allison deslizó los dedos por la muñeca de Miguel con un gesto cariñoso.

—No te sientas culpable, hermano. Alanna siempre ha sido complicada… —sonrió con suavidad—. No dejes que esto te afecte.

Miguel no reaccionó. No apartó su brazo, pero tampoco correspondió el contacto.

Helena, al ver la escena, apretó los puños con rabia.

—¡No busques excusas, Miguel! ¡Esto no debió pasar!

Volvió la vista hacia Alanna y avanzó con los brazos abiertos.

—Hija, ven, te ayudaré. No tienes que…

Alanna retrocedió.

La reacción fue inmediata y brutal.

—No.

Su voz sonó como un golpe seco en el pecho de Helena.

La expresión de su madre se quebró.

—Alanna…

—No hagas esto.

La mirada de Alanna era cortante, vacía, fría.

—No finjas que te importa. No finjas que esto te duele.

Helena sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.

—Díganme para qué estoy aquí y ahorrense la hipocresía.

El silencio que siguió fue ensordecedor.

Las lágrimas que caían por el rostro de Helena no significaban nada para Alanna. No más.

Alberto Sinisterra apareció en la sala con paso firme, su imponente presencia llenando el espacio. Llevaba el ceño fruncido, pero no había ira en su rostro, sino una severidad calculada.

—Alanna —su voz grave resonó con autoridad—. No creas que para nosotros fue fácil tomar la decisión de enviarte al convento.

Alanna apenas giró el rostro para mirarlo.

—¿No? —su tono era vacío, sin emoción.

—Lo hicimos porque necesitabas recapacitar —continuó él—. No podíamos permitir que siguieras dañando a tu hermana.

Alanna soltó una risa seca.

—Ella no es mi hermana. 

Alberto suspiró con impaciencia y dio un paso hacia ella.

—No nos hables así, Alanna. Tu madre te ama. No mereces tratarla de esa manera.

Alanna mantuvo su expresión inmutable, pero sus ojos reflejaban un frío desprecio. Si Helena realmente la amaba tanto como él decía, ¿por qué nadie fue a visitarla durante los cinco años que sufrió en el convento? Cuando fue castigada por las monjas y tuvo que estar de pie en el agua helada de un río casi congelado en un día de nieve, según el video mostrado por las monjas, esta supuesta madre preocupada por ella estaba celebrando el primer cumpleaños de Alison después de su regreso a casa.

—Si eso es amor, prefiero el odio.

El silencio se hizo pesado en la sala.

Helena dejó escapar un leve sollozo, pero Alanna no desvió la mirada.

—No más mentiras. No más fingir. Díganme para qué estoy aquí.

—Te casarás con Leonardo. Es lo mejor para la familia. Soltó Alberto.

La noticia no sorprendió a Alanna. Lo que sí la sorprendió fue la rabia que cruzó fugazmente el rostro de Esteban.

—No puede hacer eso —interrumpió él, su voz más dura de lo habitual.

Todos voltearon a verlo.

—Señor Sinisterra, debe reconsiderarlo. Alanna no puede casarse con ese hombre.

—Esto no es negociable —sentenció Alberto con frialdad—. El compromiso está decidido.

Esteban apretó los puños.

—¿Cómo puede venderla de esa manera? —espetó, su voz cargada de frustración

—No tengo que pedirte permiso, Esteban. 

—No lo permitas —exigió Esteban, girándose hacia Alanna—. No puedes casarte con ese hombre.

Alanna sostuvo su mirada sin pestañear.

—¿Y por qué no? —preguntó con una frialdad que lo atravesó como un cuchillo.

—Porque Leonardo es un hombre frío y despiadado —soltó con rabia—. No le importa nadie más que él mismo.

Había ira en su voz. Pero más que eso, había desesperación.

Alanna dejó escapar una pequeña risa sin humor.

—Al igual que tú.

Esteban sintió que le faltaba el aire.

—No digas eso.

—¿Por qué no? —susurró ella, su mirada tan distante como cruel—. Dime, ¿qué diferencia hay entre tú y él?

Esteban apretó la mandíbula. No tenía una respuesta.

La tensión en la sala era asfixiante.

Allison, que había estado conteniendo su furia, finalmente explotó.

—¡¿Por qué te importa tanto?! —le gritó a Esteban, su voz temblando de ira—. ¡Soy yo tu prometida, no ella!

Pero Esteban no le respondió. Solo miraba a Alanna. Como si, por primera vez en mucho tiempo, estuviera viéndola realmente. Y lo que veía lo aterraba.

Helena intentó acercarse nuevamente, con los ojos llenos de lágrimas.

—Alanna, por favor —susurró—. Ven conmigo. Déjame curarte.

Alanna la miró en silencio.

La niña que alguna vez buscó desesperadamente el cariño de su madre había muerto en el convento.

—No necesito que me cures —su voz fue baja, pero helada—. No quiero que me toques.

Helena palideció.

—Hija…

—No me llames así —la interrumpió Alanna, sin titubear.

Miguel apretó los dientes al escucharla.

—¡No hables así a mamá! —explotó, su voz llena de ira—. ¿No ves cómo está? ¿No te importa el dolor que le estás causando?

Alanna lo miró con calma, como si su enojo no la afectara en lo más mínimo.

—¿El dolor que le estoy causando? —su tono fue casi burlón—. Qué ironía.

Miguel dio un paso al frente, furioso.

—No tienes idea de lo que mamá sufrió cuando te fuiste.

Alanna sostuvo su mirada con absoluta indiferencia.

—Y tú no tienes idea de lo que yo sufrí cuando me abandonaron. Lo único que hiciste fue mirar a otro lado —continuó Alanna con frialdad.

Miguel apretó los puños.

—Yo…

—No importa —lo interrumpió Alanna con una frialdad desgarradora—. No necesito tu arrepentimiento. No necesito nada de ti.

Miguel sintió que algo dentro de él se rompió.

—Puedes subir a tu habitación —dijo Helena con voz suave—. Está tal como la dejaste.

Alanna la observó con frialdad, pero no dijo nada. Simplemente se giró y comenzó a subir las escaleras.

El dolor en su pierna se intensificó con cada escalón, pero no permitió que su cuerpo flaqueara. No les daría el gusto de verla débil.

Cuando subió a su habitación, encontró todo en su lugar. Las cortinas de encaje, la cama con el dosel blanco, las muñecas alineadas en los estantes como si el tiempo no hubiera pasado. Pero para ella, ese cuarto no era un refugio… era una jaula disfrazada de hogar.

Se dejó caer en la cama, cerrando los ojos, intentando calmar la tormenta que se arremolinaba en su pecho.

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