Alzó el puño con esfuerzo y golpeó la enorme puerta de madera.
El sonido resonó en el vestíbulo. Hubo un breve silencio, y luego, la puerta se abrió con brusquedad.
Helena Sinisterra apareció en el umbral.
El tiempo pareció detenerse.
Los ojos de Helena se abrieron con horror al ver a su hija. Sus manos temblorosas se aferraron al marco de la puerta como si necesitara sostenerse para no desplomarse.
—Dios mío… —susurró, con la voz quebrada.
Alanna sintió un nudo apretándole el pecho. Había pasado tanto tiempo sin ver a su madre, sin escuchar su voz, sin sentir el calor de su presencia. Durante años, en sus momentos más oscuros, había soñado con el día en que volvería a verla. Pero ahora, nada de eso importaba.
La miró con una expresión vacía, como si no la reconociera.
Helena, en cambio, sintió que algo dentro de ella se desgarraba al ver a su hija tan delgada, sucia, con el rostro pálido y demacrado. Sus ojos recorrieron la hinchazón de su pierna, la forma en que su cuerpo temblaba por el esfuerzo de mantenerse en pie.
Las lágrimas brotaron sin control.
—¿Qué te hicieron? —murmuró, su voz apenas un susurro lleno de desesperación.
Antes de que pudiera acercarse, Helena sintió una presencia detrás de ella.
Miguel acababa de entrar al vestíbulo, y al ver a su madre frente a Alanna, su rostro se endureció.
Helena giró bruscamente y lo fulminó con la mirada.
—¡¿Cómo pudiste?! —gritó, avanzando hacia él con furia—. ¡¿Cómo pudiste dejar que mi hija llegara así hasta aquí?! ¡¿Cómo permitiste que caminara con la pierna destrozada?!
Su voz resonó en toda la mansión.
Miguel la miró, pero no respondió. Su mandíbula se tensó, y por primera vez en mucho tiempo, no tuvo nada que decir.
Una risa suave rompió el silencio.
—Madre, no exageres…
Allison se acercó lentamente, colocando una mano en el brazo de Miguel con gesto tranquilizador.
—No es culpa de Miguel —susurró con dulzura—. Estoy segura de que hizo lo mejor que pudo… Después de todo, Alanna siempre ha sido un poco dramática.
La frialdad en sus palabras era casi imperceptible, envuelta en una dulzura que solo aquellos que la conocían bien podían detectar.
Allison deslizó los dedos por la muñeca de Miguel con un gesto cariñoso.
—No te sientas culpable, hermano. Alanna siempre ha sido complicada… —sonrió con suavidad—. No dejes que esto te afecte.
Miguel no reaccionó. No apartó su brazo, pero tampoco correspondió el contacto.
Helena, al ver la escena, apretó los puños con rabia.
—¡No busques excusas, Miguel! ¡Esto no debió pasar!
Volvió la vista hacia Alanna y avanzó con los brazos abiertos.
—Hija, ven, te ayudaré. No tienes que…
Alanna retrocedió.
La reacción fue inmediata y brutal.
—No.
Su voz sonó como un golpe seco en el pecho de Helena.
La expresión de su madre se quebró.
—Alanna…
—No hagas esto.
La mirada de Alanna era cortante, vacía, fría.
—No finjas que te importa. No finjas que esto te duele.
Helena sintió un escalofrío recorrer su cuerpo.
—Díganme para qué estoy aquí y ahorrense la hipocresía.
El silencio que siguió fue ensordecedor.
Las lágrimas que caían por el rostro de Helena no significaban nada para Alanna. No más.
Alberto Sinisterra apareció en la sala con paso firme, su imponente presencia llenando el espacio. Llevaba el ceño fruncido, pero no había ira en su rostro, sino una severidad calculada.
—Alanna —su voz grave resonó con autoridad—. No creas que para nosotros fue fácil tomar la decisión de enviarte al convento.
Alanna apenas giró el rostro para mirarlo.
—¿No? —su tono era vacío, sin emoción.
—Lo hicimos porque necesitabas recapacitar —continuó él—. No podíamos permitir que siguieras dañando a tu hermana.
Alanna soltó una risa seca.
—Ella no es mi hermana.
Alberto suspiró con impaciencia y dio un paso hacia ella.
—No nos hables así, Alanna. Tu madre te ama. No mereces tratarla de esa manera.
Alanna mantuvo su expresión inmutable, pero sus ojos reflejaban un frío desprecio. Si Helena realmente la amaba tanto como él decía, ¿por qué nadie fue a visitarla durante los cinco años que sufrió en el convento? Cuando fue castigada por las monjas y tuvo que estar de pie en el agua helada de un río casi congelado en un día de nieve, según el video mostrado por las monjas, esta supuesta madre preocupada por ella estaba celebrando el primer cumpleaños de Alison después de su regreso a casa.
—Si eso es amor, prefiero el odio.
El silencio se hizo pesado en la sala.
Helena dejó escapar un leve sollozo, pero Alanna no desvió la mirada.
—No más mentiras. No más fingir. Díganme para qué estoy aquí.
—Te casarás con Leonardo. Es lo mejor para la familia. Soltó Alberto.
La noticia no sorprendió a Alanna. Lo que sí la sorprendió fue la rabia que cruzó fugazmente el rostro de Esteban.
—No puede hacer eso —interrumpió él, su voz más dura de lo habitual.
Todos voltearon a verlo.
—Señor Sinisterra, debe reconsiderarlo. Alanna no puede casarse con ese hombre.
—Esto no es negociable —sentenció Alberto con frialdad—. El compromiso está decidido.
Esteban apretó los puños.
—¿Cómo puede venderla de esa manera? —espetó, su voz cargada de frustración
—No tengo que pedirte permiso, Esteban.
—No lo permitas —exigió Esteban, girándose hacia Alanna—. No puedes casarte con ese hombre.
Alanna sostuvo su mirada sin pestañear.
—¿Y por qué no? —preguntó con una frialdad que lo atravesó como un cuchillo.
—Porque Leonardo es un hombre frío y despiadado —soltó con rabia—. No le importa nadie más que él mismo.
Había ira en su voz. Pero más que eso, había desesperación.
Alanna dejó escapar una pequeña risa sin humor.
—Al igual que tú.
Esteban sintió que le faltaba el aire.
—No digas eso.
—¿Por qué no? —susurró ella, su mirada tan distante como cruel—. Dime, ¿qué diferencia hay entre tú y él?
Esteban apretó la mandíbula. No tenía una respuesta.
La tensión en la sala era asfixiante.
Allison, que había estado conteniendo su furia, finalmente explotó.
—¡¿Por qué te importa tanto?! —le gritó a Esteban, su voz temblando de ira—. ¡Soy yo tu prometida, no ella!
Pero Esteban no le respondió. Solo miraba a Alanna. Como si, por primera vez en mucho tiempo, estuviera viéndola realmente. Y lo que veía lo aterraba.
Helena intentó acercarse nuevamente, con los ojos llenos de lágrimas.
—Alanna, por favor —susurró—. Ven conmigo. Déjame curarte.
Alanna la miró en silencio.
La niña que alguna vez buscó desesperadamente el cariño de su madre había muerto en el convento.
—No necesito que me cures —su voz fue baja, pero helada—. No quiero que me toques.
Helena palideció.
—Hija…
—No me llames así —la interrumpió Alanna, sin titubear.
Miguel apretó los dientes al escucharla.
—¡No hables así a mamá! —explotó, su voz llena de ira—. ¿No ves cómo está? ¿No te importa el dolor que le estás causando?
Alanna lo miró con calma, como si su enojo no la afectara en lo más mínimo.
—¿El dolor que le estoy causando? —su tono fue casi burlón—. Qué ironía.
Miguel dio un paso al frente, furioso.
—No tienes idea de lo que mamá sufrió cuando te fuiste.
Alanna sostuvo su mirada con absoluta indiferencia.
—Y tú no tienes idea de lo que yo sufrí cuando me abandonaron. Lo único que hiciste fue mirar a otro lado —continuó Alanna con frialdad.
Miguel apretó los puños.
—Yo…
—No importa —lo interrumpió Alanna con una frialdad desgarradora—. No necesito tu arrepentimiento. No necesito nada de ti.
Miguel sintió que algo dentro de él se rompió.
—Puedes subir a tu habitación —dijo Helena con voz suave—. Está tal como la dejaste.
Alanna la observó con frialdad, pero no dijo nada. Simplemente se giró y comenzó a subir las escaleras.
El dolor en su pierna se intensificó con cada escalón, pero no permitió que su cuerpo flaqueara. No les daría el gusto de verla débil.
Cuando subió a su habitación, encontró todo en su lugar. Las cortinas de encaje, la cama con el dosel blanco, las muñecas alineadas en los estantes como si el tiempo no hubiera pasado. Pero para ella, ese cuarto no era un refugio… era una jaula disfrazada de hogar.
Se dejó caer en la cama, cerrando los ojos, intentando calmar la tormenta que se arremolinaba en su pecho.
A la mañana siguiente, un estruendo la despertó.Se incorporó de golpe, su corazón martilleando contra sus costillas.—¡No! —el grito desgarrador de Allison resonó por toda la casa.Alanna apenas tuvo tiempo de girarse cuando sintió un golpe agudo en su brazo.El jarrón roto a sus pies le hizo entender lo que había pasado. Allison lo había arrojado… y ahora la porcelana rota había dejado un corte profundo en su piel.—¡Alanna! —gritó Allison, llevándose las manos a la boca—. ¿Qué hiciste? ¡Te lastimaste!Antes de que Alanna pudiera reaccionar, la puerta se abrió de golpe y entraron Miguel y Alberto.—¿Qué está pasando aquí? —preguntó Alberto con el ceño fruncido.Allison corrió hacia Miguel, temblando.—¡Hermano, tienes que hacer algo! ¡La encontré lastimándose con los pedazos del jarrón!Alanna sintió que la sangre se le helaba.—Eso no es cierto —dijo con calma, aunque su voz estaba cargada de rabia contenida—. Ella lo rompió a propósito.—¡Eso es mentira! —sollozó Allison—. ¡Yo sol
En una lujosa suite en París, Leonardo se encontraba de pie frente a un gran ventanal, observando la ciudad iluminada bajo la noche. Su silueta alta y esbelta se recortaba contra el reflejo de las luces doradas. Vestía con impecable elegancia, su porte imponente transmitía autoridad, pero lo que realmente helaba la sangre de quienes lo rodeaban era la frialdad calculadora en sus ojos oscuros.No era un hombre que se dejara llevar por emociones innecesarias. La paciencia y la estrategia eran sus armas más letales. Todo el mundo le temía. Desde sus asociados hasta sus enemigos sabían que un solo error ante él podía significar la ruina.Su odio hacia los Sinisterra era profundo, enraizado en su propia sangre. Esa familia había sido la responsable de la muerte de sus padres. No importaba cuánto tiempo hubiera pasado; la deuda de dolor y sufrimiento seguía intacta en su memoria.—No descansaré hasta verlos postrados —murmuró con una sonrisa helada—. Humillados, pidiendo clemencia.Cada mov
Los días en la mansión Sinisterra eran insoportables para Alanna a pesar de que se mantenía apartada de todos, con la mirada siempre distante y la voz cortante. Allison no perdía oportunidad de molestarla, siempre con comentarios afilados disfrazados de dulzura delante de sus padres. Helena no podía ignorar la opresión en su pecho cada vez que veía a su hija. La frialdad de Alanna no era solo una barrera, era un reflejo de todo lo que ella había permitido que sucediera. Había sido testigo de cada humillación, de cada injusticia, de cada momento en que Alanna había sido relegada a la sombra de Allison. Y, sin embargo, nunca había hecho nada para protegerla.Recordaba cuando Alanna la amaba, cuando la miraba con adoración, cuando corría a sus brazos con la esperanza de recibir una caricia o una palabra de afecto. Recordaba las noches en que la pequeña se acurrucaba a su lado, contándole con entusiasmo sobre sus sueños, sus ilusionesPero ahora, su hija no esperaba nada.Una tarde, con
Allison caminaba junto a Esteban, con su brazo enlazado al suyo, sonriendo con orgullo. Le hablaba sobre la boda, sobre los arreglos florales y los invitados de la alta sociedad, pero él apenas reaccionaba. Su mirada vagaba entre la multitud, buscando a alguien más.—Esteban, ¿me estás escuchando? —preguntó Allison con dulzura fingida, intentando llamar su atención.—Sí —respondió él sin emoción, pero sin siquiera mirarla.Allison frunció el ceño, siguiendo su mirada, y su expresión se tensó al ver en quién se había fijado.Alanna.Estaba al otro lado del salón, conversando aún con aquel hombre misterioso. Sin embargo, lo que realmente la hizo hervir de rabia fue la expresión de Esteban. Su mirada no solo reflejaba interés, sino algo más profundo.—No entiendo qué le ves —murmuró Allison con desprecio—. Está arruinada.Esteban no respondió. Simplemente soltó el brazo de Allison sin siquiera mirarla y comenzó a caminar en dirección a Miguel, quien estaba unos metros más adelante. Allis
Desde aquel incidente con Miguel, Alanna no tenía permitido salir de la mansión hasta el día de la boda. No que eso le importara demasiado; de cualquier manera, tampoco tenía intenciones de ver a su familia. Pasaba los días encerrada en su habitación, refugiándose en el único lugar donde podía estar en paz. A veces salía al jardín cuando la soledad de las paredes se volvía asfixiante, pero incluso allí sentía la sombra de su familia sobre ella.El desprecio de Allison, la culpa fingida de su madre, los intentos inútiles de Miguel por acercarse… todo eso la agotaba. Sabía que lo que más les dolía no eran sus palabras, sino su indiferencia. Y ella no iba a darles el lujo de verla doblegarse.Esteban apareció en la mansión Sinisterra con la excusa de visitar a Allison, pero la realidad era otra. No tardó en buscar a Miguel, quien lo recibió en su despacho con gesto serio.—¿A qué has venido esta vez? —preguntó Miguel Esteban cruzó los brazos.—Vine a ver a Allison… y a hablar contigo.M
Al día siguiente, Alanna se sintió mucho mejor. A pesar de lo ocurrido con Esteban y su reacción ante los dulces, había dormido profundamente, y por primera vez en días, no sintió su cuerpo pesado al despertar. Sin embargo, su tranquilidad se rompió en cuanto una de las sirvientas tocó a su puerta.Cuando la sirvienta tocó a su puerta para informarle sobre la cena familiar, Alanna sintió una punzada de irritación.—La señora insiste en que asista esta noche —dijo la mujer con voz cautelosa.Alanna cerró los ojos y apretó los labios. ¿Por qué su madre seguía intentándolo? ¿Por qué no la dejaba en paz de una vez?No entendía por qué insistía en luchar contra la corriente, en tratar de remendar algo que estaba irremediablemente roto. No importaba cuántas cenas familiares organizara, cuántas veces intentara actuar como si todavía fuera su hija, nada iba a cambiar el hecho de que su mundo se había desmoronado. Su madre quería jugar a la familia perfecta, pero lo que habían destruido no ten
Leonardo se acomodó en su asiento con una elegancia que contrastaba con la tensión en la sala. Cada movimiento suyo estaba impregnado de una superioridad innata, como si realmente estuviera en un lugar al que todos los demás solo podían aspirar a pertenecer.Su mirada vagó perezosamente por la mesa hasta posarse en Esteban. Durante unos segundos, lo observó en silencio, analizando cada detalle con una mezcla de curiosidad y desdén. Luego, una sonrisa ladeada, burlona, apareció en sus labios.—¿Tú eras el prometido de Alanna?La pregunta sonó inocente, pero la burla en su tono era innegable. Antes de que Esteban pudiera responder, Leonardo soltó una ligera risa, una carcajada discreta que resonó con un veneno sutil.—Vaya, qué degradante.Esteban mantuvo su postura rígida, los nudillos de sus manos crispados sobre la mesa. Su mirada no tembló, pero la humillación era palpable en el aire.—¿Perdón? —dijo con frialdad, aunque sus palabras apenas ocultaban el enojo que hervía en su interi
Leonardo se puso de pie con calma, pero cada movimiento suyo irradiaba poder. Con una elegancia natural, se hizo al lado de Alanna, como si su presencia a su lado fuera innegociable.—Mi casa matrimonial aún está en construcción —anunció con frialdad—. Hasta que esté lista, me quedaré aquí.El silencio se apoderó de la sala. La señora Sinisterra ocultó su nerviosismo tras una sonrisa forzada, mientras su esposo fruncía levemente el ceño, meditando las implicaciones de aquellas palabras. Allison, por su parte, se irguió con emoción mal disimulada, como si aquella noticia fuera un giro inesperado que podría jugar a su favor.Miguel, en cambio, sintió una punzada de desagrado en el pecho. La sola idea de que Leonardo compartiera el mismo techo con ellos lo inquietaba profundamente, aunque lo disfrazó con una sonrisa sarcástica.—Las habitaciones de huéspedes no son precisamente lujosas —comentó con fingida cortesía—. Dudo que sean adecuadas para alguien tan ilustre e importante como tú.