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3. Llegando a conocer a mi padre

No entiendo qué está pasando... Desde anoche me persigue una racha de mala suerte. Ya van como cinco taxistas que salen huyendo después de leer la dirección en este papel.

Levanto mi axila e intento olerme... No, no es que huela mal. Exhalo sobre mis manos y, no, tampoco tengo aliento de dragón. Bueno, seguiré deteniendo taxis hasta que uno se compadezca y me lleve.

—¡Taxi!

—¡Dígame! ¿A dónde la llevo? —el taxista pregunta, mostrando una sonrisa amable.

—A esta dirección. —Le muestro el papel, que ya está algo arrugado.

—¡Uy!... Bueno, puedo llevarla a esa dirección, pero le va a salir algo caro —dice mientras se rasca la cabeza, tratando de parecer indeciso.

—¿Cuánto? —le pregunto, y me responde con un precio elevado. No tengo más opciones, así que acepto.

Hace ya un rato que el taxi partió hacia la dirección que le di. El camino se ha vuelto cada vez más largo y apartado de la ciudad. A medida que avanzamos, pasamos por varios campos con enormes cultivos y ganado, que se extienden hasta donde alcanza la vista. Las vastas extensiones de tierra abierta y la creciente distancia de cualquier señal de civilización empiezan a ponerme nerviosa.

Ok, ya me estoy preocupando. Empiezo a prestar más atención al conductor, que me ha estado observando muy seguido a través del retrovisor central del auto. Lo veo muy nervioso, casi tanto como yo. Su inquietud no hace nada por calmar mis propios nervios.

Cada kilómetro que recorremos parece alargar la tensión en el aire. Miro el papel arrugado con la dirección una vez más, tratando de encontrar alguna pista que me tranquilice y me diga que estamos llegando. Pero las palabras escritas no ofrecen ninguna comodidad, solo una promesa incierta de un reencuentro con un padre que nunca conocí.

—¿Es usted un conocido de los Hikari? —me pregunta el taxista, visiblemente sudoroso e inquieto.

—¿Por qué nos detenemos? —le pregunto nerviosa.

—Hemos llegado, esta es la mansión de los Hikari.

—Ah, ok... —respondo mientras contemplo el hermoso y enorme jardín que conduce a una lujosa mansión... ¡Qué pedazo de lugar!

—Entonces, supongo que no los conoces. Por la cara que tienes, diría que es la primera vez que vienes aquí —dice el taxista mientras husmea discretamente alrededor de la mansión.

—Aquí vive mi padre, Gabriel Hikari —agrego, también observando con curiosidad.

El taxista gira la cabeza hacia mí con sorpresa evidente, sus ojos recorren mi figura... ¡Qué atrevido!

—Entonces... eres una Hikari —su asombro deja claro que los Hikari son conocidos en Kingston.

Parece que el taxista tiene alguna relación con la familia, ya que al enterarse de que soy hija de Gabriel Hikari, reduce el costo del viaje significativamente. Acordamos un precio mucho más bajo de lo inicialmente pactado. Después de todo, resulta ser un buen hombre. Tan pronto como recibe su pago, acelera el taxi y se va rápidamente, probablemente tenga demasiados viajes pendientes en el día.

Vuelvo a prestar atención a aquella enorme residencia que tengo frente a mí. Qué barbaridad…Pareciera que las tentaciones de los votos de pobreza terminaran todas canalizadas aquí.

«¡Tremenda mansión en la que vive mi familia! Así que son millonario...». Dicen que es un pecado estar rodeado de tanta riqueza, pero la verdad es que no me importaría pecar un poco si viviera en un lugar así... ¡Ay, perdóname, Dios mío!

Llego a la garita del portón de entrada a la mansión, y el agente de seguridad me observa detenidamente, como si me escaneara de pies a cabeza con la mirada.

—Disculpe, señor. Vengo a ver a Gabriel Hikari —digo al agente de seguridad.

—Sí..., hoy todos vienen a eso. Deme su identificación para que pueda entrar.

Le entrego mi cédula y, tras revisarla, me deja pasar. Ahora, me pregunto, ¿a qué se referirá con eso de que «hoy todos vienen a eso»? No le entendí.

Avanzo por la carretera que conduce al valet parking de la mansión. Mientras camino, aprovecho para contemplar el hermoso jardín: los arbustos están bellamente recortados, cubiertos de una delicada capa de nieve, y un par de grandes fuentes que están completamente congeladas. Al seguir el camino, empiezo a ver una gran cantidad de autos lujosos estacionados a un lado de la mansión. Me pregunto si hay algún tipo de festín. ¿Será acaso una reunión familiar? ¿Será que llegué en un buen momento? ¡Qué bien!

Llego al valet parking y me detengo frente a la majestuosa puerta de la mansión. Desde afuera, a través de los cristales, noto algo peculiar: todos están vestidos de negro y parecen convivir en un ambiente incómodo. Algunos muestran tristeza evidente y otros tienen caras largas. Aunque suelo ser despistada, esto es algo evidente ante mis ojos.

Entro al vestíbulo de la mansión y veo a muchas personas. No creo que todos sean de la familia Hikari; seguramente hay amigos y conocidos también.

Definitivamente no es un festín, y sí, es una reunión familiar, pero para despedir a alguien. Desde donde estoy, puedo ver un ataúd rodeado por enormes arreglos florales; ocho largos candelabros están parados a los lados y, detrás de este, se encuentra un altar con el retrato del difunto, acompañado por flores y velas de diferentes colores y tamaños.

Como en cualquier velorio, algunas personas tienen una depresión evidente que contagia enseguida a quienes las rodean. Otros solo miran desde la distancia, permaneciendo en silencio con sus celulares en la mano. Lo que me resulta raro es que nadie se dirige la palabra; solo se escucha la voz del sacerdote recitando el rosario frente al ataúd.

No me atrevo a preguntar quién es el difunto, pues el ambiente se siente incómodo, como si estuviera en medio de una guerra de miradas... No está nevando aquí dentro, pero el frío es igual de intenso que afuera.

—Hola, ¿desea un té o café? —me pregunta una chica rubia y de cuerpo bien proporcionado; su uniforme revela que es del servicio doméstico.

—Café está bien, gracias.

—Ya se lo traigo —me dice con una sonrisa amable.

—Disculpa..., ¿quién es el difunto? —le susurro antes de que se vaya.

—Es raro que no lo sepa, señorita. Se trata del líder de la familia, el señor Gabriel Hikari.

—¡¿Qué?!

De repente, siento una horrible compresión en el pecho. Aunque nunca conocí a mi padre, la noticia de su muerte me golpea de una manera inesperada. Mi respiración se vuelve superficial y mis pensamientos se nublan. Es extraño sentir tanto por alguien que apenas era una sombra en mi vida, pero saber que la persona a la que vine a buscar ya no está aquí me deja desorientada y llena de preguntas. Mientras trato de asimilar lo que acabo de escuchar, una mezcla de tristeza y confusión se instala en mi mente.

En definitiva, es solo una racha de mala suerte que parece no acabar. No conocí a mi madre y tenía la esperanza de al menos poder conocer a mi padre. Habría sido perfecto recibir un abrazo de alguno de ellos, pero parece que es solo un sueño imposible.

¿Debería acercarme al ataúd para ver su rostro? No quiero recordarlo así, no quiero guardarme esa imagen. Me siento terriblemente mal... Desde aquí puedo ver su retrato, un hombre de cabello canoso, ojos oscuros y una barba estilo candado. Parece que tenía unos sesenta y seis años, atractivo para su edad. Supongo que lo recordaré solo por las fotos.

«Lo siento, llegué tarde, papá».

—Aquí tiene el café, señorita —dice la chica del servicio doméstico mientras me entrega una taza de porcelana fina y evidentemente costosa.

Tomo un largo sorbo de café, intentando aliviar el nudo que siento en la garganta..., y adivinen qué, ¡me quemo la lengua! Un ardor repentino me invade y me contengo para no escupirlo todo. Lo trago rápidamente, sintiendo cómo el calor me quema por dentro. Si no logré aliviar el maldito nudo en la garganta, al menos le he dado una buena quemada.

Pasados unos minutos, el sacerdote ha pronunciado su último amén. Unos hombres levantan el ataúd sobre sus hombros y todos comenzamos a salir del vestíbulo; yo simplemente me uno a la multitud.

Y aquí estamos de nuevo, enfrentando el insoportable clima. Cada paso que damos sobre la fría nieve incita a todos a querer acurrucarse consigo mismos. Avanzamos por el lateral derecho de la mansión, en dirección hacia la parte trasera, y ya puedo divisar el cementerio... Es impresionante, esta gente tiene incluso su propio cementerio privado. ¡Qué elegancia! Y no solo eso, hay una multitud de periodistas esperándolos. ¿Será que mi padre era alguna figura pública? Una cosa es segura, fue alguien notablemente conocido.

La ceremonia en el cementerio prosigue con meticulosidad mientras se prepara el descenso del ataúd a la fosa común. Es un sepelio de gran solemnidad y perfectamente coordinado; al fondo, una guitarra desgrana melodías melancólicas mientras el sacerdote sigue el protocolo cristiano con devoción.

Justo cuando el ataúd comienza a descender hacia la fosa, un grupo grande de periodistas sale corriendo hacia los estacionamientos de la mansión. El revuelo se debe a la llegada de una mujer impresionante: su cabellera roja y sus labios rojos destacan contra el paisaje nevado, capturando por completo la atención de todos. Es como la llegada de una diva de Broadway; los periodistas la persiguen hasta el cementerio. Esta mujer pasa a mi lado y me siento completamente eclipsada, como un mosquito al lado de una luciérnaga resplandeciente.

Los periodistas la rodean, haciéndole preguntas y presionándola tanto que apenas la dejan respirar. Pobre mujer.

—¿Usted cree que se trate de un asesinato? —pregunta un periodista a la pelirroja, y la pregunta resuena en mi cabeza con inquietud. ¿Cómo es posible que se esté considerando un asesinato?

La pelirroja mira al periodista con seriedad antes de responder, sus labios se entreabren como si estuviera eligiendo cuidadosamente sus palabras.

—Es una tragedia lo ocurrido con el señor Gabriel Hikari. Tanto la familia Diamond como los Hikari están devastados por esta pérdida. Solo espero que la justicia llegue pronto y que se haga justicia para ambos. Los culpables, si los hay, deben enfrentar las consecuencias de sus actos —dice finalmente, su voz firme pero cargada de emoción.

Las cámaras la siguen capturando cada gesto y palabra, destacando su profundo pesar y compromiso con la justicia para la familia afectada.

Después de que los ánimos se aquietaran, la ceremonia fúnebre prosigue, aunque no con la normalidad habitual, al menos permite una despedida digna al difunto.

Las primeras paladas de tierra caen sobre el ataúd mientras cinco personas arrojan pétalos de rosas sobre él. En medio de ellos, un hombre canoso se detiene frente a todos, apoyándose pesadamente en su bastón. Levanta la mirada hacia los rostros presentes y toma una profunda bocanada de aire antes de comenzar a hablar.

—En mi mente atraviesan los más bellos momentos que pasé al lado de Gabriel... Fue un hombre extraordinario, amaba a su familia y era capaz de cualquier cosa por ellos. Gabriel era el pilar que sostenía a esta familia; si había un problema, él ya lo sabía, y sin que le pidiéramos ayuda, ahí estaba con la solución. Era una persona maravillosa.

»Esta fría tarde me trae recuerdos de nuestra niñez cuando mi hermano y yo, con el vapor que producía nuestro aliento, simulábamos fumar, pretendiendo ser mayores. Por supuesto, nuestros padres se enojaban cuando jugábamos con esas cosas.

»Ahora, al ver este ataúd, me pregunto: ¿cómo pudo esto suceder? No puedo creer que ya no esté aquí. Hablo por toda la familia al decir que lo vamos a extrañar y lo recordaremos como el hombre amigable de gran sonrisa... En nombre de la familia Hikari, agradecemos a cada una de las personas que vinieron a despedir a Gabriel Hikari. Que el recuerdo de mi hermano viva por siempre en nuestros corazones.

—Así será, Don Yonel —le responde el sacerdote.

Ese hombre debe de ser mi tío... Ha pronunciado unas palabras tan conmovedoras; guardaré en mi corazón todas esas descripciones sobre mi padre.

Luego de ese discurso, la ceremonia concluye. Todas las personas empiezan a retirarse, menos yo, me he quedado aquí porque necesito hablar con alguien. Justo ahora me dirijo hacia donde está aquella alta y elegante rubia que se encuentra despidiendo a los visitantes. Al pararme a un lado de ella, aclaro la garganta y me atrevo a hablarle.

—Hola, lamento mucho lo del señor Hikari.

Me mira fijamente a los ojos, una mujer de aproximadamente uno punto setenta y cinco metros de altura. Su cabellera rubia, perfectamente tratada, le roza los hombros, y sus ojos avellanos transmiten una mirada sensual y serena que parece esconder misterios. Tiene un cuerpo esbelto y aparenta unos treinta y cinco años, aproximadamente. Su porte y elegancia me impresionan.

—¿Conocías a mi padre?... Disculpa, es que nunca te había visto —dice, bajando la mirada. Es que soy más baja que ella.

Espera... ¿Dice que es su padre? ¡Entonces ella es mi hermana! La observo y me parece increíble; realmente es mi hermana... ¡Siempre quise tener una hermana!

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