Dicen que solo Dios conoce el día exacto de nuestra muerte, que sabe cada detalle, cada motivo que lleva a ese desenlace, y que solo Él puede decidir cuándo llegará nuestro momento. Pero, ¿qué sucede con las personas que deciden acabar con la vida de otros? ¿Acaso se creen Dios? Si Dios conoce cada aspecto de nuestro destino, ¿eso lo convierte en cómplice de los asesinatos y atrocidades que ocurren en este mundo? Siempre he creído que Dios es amor, pero a veces me asaltan pensamientos oscuros y perturbadores. Ser monja no me hace inmune a este tipo de dudas. Tal vez todos estamos equivocados, y Dios no conoce absolutamente nada de nuestro destino. Tal vez, como nosotros, Él también se sorprende con lo que ocurre en el mundo.Ahora mismo, si Dios tiene boca, debe tenerla bien abierta de asombro, al igual que yo, al ver a Lottie abofetear a Alexis. Todo esto porque, según parece, un tal Frank quiere matarlo por haber echado a su hija. No sé de dónde Alexis habrá echado a esa chica, pero
El olor penetrante a medicamentos, el frío abrumador y el intenso color blanco que domina cada rincón dejan claro que estamos en un laboratorio. En la recepción, nos recibe una señora de piel morena y cabello alborotado. Lleva un uniforme de enfermería color rojo vino bajo un abrigo de algodón gris. Su expresión no es la más acogedora; apenas nos vio llegar, frunció los labios con desagrado. —Ermac, ¿no fui lo suficientemente clara por teléfono? Te dije que no pienso darte más jeringuillas. No voy a apoyar tus vicios —dice la recepcionista, visiblemente indignada. —¿Vicios? —Giro la cabeza hacia Ermac, buscando su reacción. —Sí... bueno, es que... me gusta ver la sangre —responde con una sonrisa nerviosa, intentando quitarle importancia. —¿Qué? ¿Eres un vampiro o algo así? —bromeo, esperando que entienda que no hablo en serio. ¡Vamos! Todos sabemos que los vampiros no existen. Su risa suena algo forzada y nerviosa, lo cual me desconcierta aún más. —Es que me gusta ver la tonalida
La noche ha caído, y parece que mi racha de mala suerte no tiene fin. Jamás en mi vida había experimentado una situación tan espantosa. En un instante, sentí que lo perdí todo. Para empezar, perdí esa paz mental que siempre me ha caracterizado; mi cuerpo dejó de responderme por completo, paralizado por el terror. ¿Quién no lo estaría después de ver cómo una bala pasa a centímetros de tu rostro? Ya he perdido la cuenta de cuantos disparos que he oído hoy; han sido tantos que podría reconocer ese sonido en cualquier lugar. No sé si he perdido mi libertad, pero aquí estoy, rodeada por un grupo de policías que me apuntan como si fuera la líder de una mafia, como si fuera la mujer más peligrosa de todo Londres. ¡Esto no es justo, Dios mío! El único delito que he cometido en toda mi vida fue a los trece años, cuando me enfadé con mi mejor amiga, Sor Tijita. Recuerdo que estábamos estudiando juntas el libro del Génesis, repasando los capítulos sobre la creación de Adán y Eva. De repente, Tij
Desde donde mire, esos rostros curiosos me siguen con la mirada. No es para menos, el sonido estridente y las luces intermitentes de las sirenas están diseñados precisamente para llamar la atención. Estoy esposado, sentado en los asientos traseros del auto, escoltado por cinco patrullas más. Frente a mí, la malla de seguridad separa a los dos policías que van adelante, una barrera que evita cualquier intento desesperado de mi parte. Pero la verdad es que no tendría el valor de intentarlo; soy el más débil de la familia, y lo sé. Solo me queda esperar a llegar a la jefatura metropolitana de policía y confiar en que Delancis aparecerá para sacarme de esta. Sin embargo, algo no está bien. Acabamos de pasar frente al edificio de la jefatura, y mientras las otras patrullas se detienen en la estación, nosotros seguimos de largo, sin la menor intención de reducir la velocidad. —Señor policía..., no sé si es que usted es nuevo en Kingston, pero acabamos de pasar la jefatura metropolitana. —
Camina a toda prisa; un poco más y estaría corriendo, pero se contiene. Sus tacones son tan altos que un tropiezo podría ser desastroso. Su cabello rubio se agita con cada paso, y aunque sus senos no son grandes, se mueven con cada movimiento. Levanto la mirada para ver su rostro y me sorprende lo serena que parece, como si todo esto fuera parte de su rutina diaria. Me encantaría ser como ella: enfrentando los problemas con calma, la mirada en alto y sin rastro de miedo... Y aquí estoy yo, una cobarde que hace apenas unos minutos estaba paralizada de terror. —¿Qué? ¿Por qué me miras así? No me digas... ¿Eres una monja gay? —se detiene en seco para lanzarme esa pregunta en un tono jocoso. —¡No! ¡Cristo Redentor!... ¡Eso es un pecado! —respondo, haciéndome rápidamente la señal de la cruz. Delancis suelta un par de risas. —Bueno, si quieres ser parte de esta familia, debes saber que tenemos una prima lesbiana y la tratamos con toda normalidad. —No tengo nada en contra de eso —aclaro—
Estoy asombrada por todo lo que me ha ocurrido en tan solo un día. Mi vida solía ser completamente diferente: monótona y fácil de llevar. Hace apenas tres días, mi mayor preocupación era freír puerco sin que me salpicara el aceite caliente. En serio, díganme, ¿a quién no le da un mini infarto cuando están frente al sartén y el aceite empieza a chisporrotear? ¿O soy la única que se convierte en ninja, haciendo movimientos evasivos? Freír puerco, para mí, es como protagonizar una película de terror y suspenso: nunca sabes cuándo te va a sorprender... ¡y atacarte con una explosión de aceite en la cara! ¡Madre santa, qué horror! Pero dejando de lado mis patéticos miedos, estoy realmente preocupada por Ermac. Ojalá el detective se lanzara al rescate con el espíritu de Rambo, pero sé que esto no es una novela de acción… ¿o sí? —Ya llamé a los refuerzos, esperemos unos diez minutos —dice el detective Kross, consultando su reloj de pulsera. Delancis tiene el rostro marcado por la angustia,
Después de la tormenta siempre sale el sol, y si no sale, por lo menos deja tu camino limpio y fresco. Estoy en medio de esa tormenta ahora mismo, y lo único que deseo es que ese único camino que tengo delante se despeje pronto y quede limpio, fresco. Estoy agotada de tanto caos y desgracias. Poco a poco, siento cómo este mundo me arrastra violentamente hacia sus calamidades y me enfrenta a la crudeza de la humanidad. Todo esto es tan abrumador para mí; no estoy preparada para enfrentar este infierno: los disparos, los gritos, el suspense policial, el estruendo de las patrullas, las luces rojas y azules de las sirenas, los enmascarados, las ambulancias, la sangre... Veo a Delancis corriendo hacia mí con las manos bañadas en sangre. —¡Inocencia, ¿estás bien?! —Delancis..., tus manos... Ella se detiene a mi lado, se ve las manos y luego las convierte en un puño. De pronto, ambas vemos pasar una camilla que es llevada por dos paramédicos. No logro distinguir a la persona herida, pe
Confiar en las personas es algo que siempre se me ha dado bien, tal vez demasiado bien. Creer en cualquiera, aun sin conocerle, se ha convertido en una de mis mayores debilidades. Esta ingenuidad me ciega, y por eso he terminado lastimada más veces de las que puedo contar. Pero, adivinen qué... siempre vuelvo a caer en lo mismo. Los rostros que me parecen confiables me engañan una y otra vez, y ese instinto que me dice que estoy frente a alguien honesto suele ser mi peor traición. Ahora, el detective tiene sus ojos fijos en los míos, con esa mirada profunda acompañada de una sonrisa cálida. Está esperando mi respuesta, pero yo me pierdo en la atmósfera que lo rodea. Quizás sea la luz de la calle reflejada en sus ojos o la suave balada de piano que suena en el fondo lo que lo envuelve en ese aire casi angelical. Siento una extraña mezcla de deseo por confiar en él y un instinto que me frena. Todavía resuena en mi mente el consejo de Delancis: «Ni tampoco le digas a Kross que podrías se