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2. Expulsada del monasterio

La verdadera vergüenza no reside en el acto corrupto ni en la inocencia fingida que finalmente se desenmascara. Lo más humillante es esa sensación de haber traicionado la confianza de aquellos que creían en ti.

¿Acaso hay forma de poder explicar todo esto? Siento mucha vergüenza y reconozco que he pecado gravemente, que merezco el castigo que me corresponda, así que permanezco cabizbaja y en silencio, no tengo nada que decir.

Recuerdo que para esta situación hay un dicho que dice: «Los agarraron con las manos en la masa». Bueno, para mí caso el dicho sería: «Los agarraron con la teta en la boca», literal. La cuando se me despegó solo se le ocurrió dar excusas baratas.

—Disculpe usted, mi señora. No sabía que la joven era una monja del monasterio —el hombre miente a Sor Daiputah. Es tan descarado.

Pero Sor Daiputah no presta atención a lo que él dice, ella tiene su mirada clavada sobre mí.

—Salga de esa bañera —dice sin pestañear y con unos labios apretados.

—Pe-Pero estoy desnuda.

—¡QUE SALGA! —el grito de la Sor nos deja claro que está muy enfadada.

Sor Daiputah es a quien considero como la madre que nunca tuve. Ella ha sido mi guía, mi protectora y mi ejemplo a seguir durante toda mi vida. Desde que tengo memoria, ha estado a mi lado, enseñándome valores, brindándome amor y apoyándome en cada paso que he dado. Gracias a su cuidado y dedicación, me he convertido en la persona que soy hoy. Su influencia ha sido fundamental en mi formación y en mi carácter.

Sin embargo, en este momento siento que la he deshonrado profundamente. Este sentimiento de culpa y vergüenza me consume, y no puedo evitar sentirme fatal por haberla defraudado. Ella ha sido todo para mí, y ahora siento que he fallado en corresponder a todo lo que ha hecho por mí. No hay palabras que puedan describir el dolor y la tristeza que siento al saber que he causado decepción a la persona que más respeto y amo en este mundo.

Salgo del estanque y corro a cubrirme con la túnica que traje conmigo, agarro el hábito, el velo y, mi ropa interior, la guardo en la cesta de mimbre.

—¡Le juro que no pasó nada! —aclaro con desesperación mientras siento cómo caen mis primeras lágrimas.

—Eso tendrás que explicárselo a la madre superior —responde en un tono frío e implacable.

Me agarra del brazo y me jala bruscamente, obligándome a seguirla y dejando atrás a aquel hombre. Las dos salimos del convento y comenzamos a caminar sobre la espesa nieve, con cierta dificultad en cada paso. Estoy completamente empapada y el frío es abrumador. Mis dientes castañean y todo mi cuerpo tiembla, tal vez por el frío, tal vez por los nervios, o quizás por ambas razones.

—Es triste ver cómo echaste a la basura todo lo que te enseñé —dice Sor Daiputah con un tono cargado de tristeza. Sus palabras suenan tan dolidas que casi puedo sentirla sollozar.

Permanezco en silencio durante todo el trayecto por el camino nevado hasta llegar a la oficina de la madre superior. Ella es una señora de avanzada edad, con ojos grises y arrugas profundas que se acentúan aún más al verme llegar con el hábito desarreglado.

—¿Qué es todo esto? —pregunta la madre superior, frunciendo el ceño.

—Sor Inocencia ha cometido una falta que no podemos dejar pasar por alto —responde Sor Daiputah con un tono lleno de decepción, cada palabra cargada de dolor y desilusión.

—¿De qué se trata, Sor Daiputah?

—Hoy, por casualidad, me dio por asomarme a través de mi ventana y, por cosas de la vida, vi a Sor Inocencia caminando de manera muy sospechosa por los alrededores. Decidí seguirla a distancia. Desapareció de mi vista cerca del antiguo convento, así que decidí ingresar a ese lugar. Al llegar, intenté entrar, pero las puertas estaban cerradas. Supuse que ella no había usado la puerta principal. Busqué entre las ventanas y encontré una abierta. Fue difícil entrar por ahí con el hábito, no sé cómo lo hizo ella, pero finalmente logré entrar.

»Mientras caminaba por el pasillo, escuché las voces de dos personas provenientes de las aguas termales. Fui hasta allí y me encontré con el ingeniero Paussini, pegado como mosca sobre el pezón de mi estimada... ¡Ambos estaban desnudos!

—¡Suficiente!... Esto es bochornoso.

—Madre...

—¿Tiene algo que decir en su defensa, Sor Inocencia?

Después de un corto silencio, respondo:

—No...

—Bien... Entonces ya está decidido, queda oficialmente expulsada de este monasterio. Recoja sus cosas y desaloje su habitación mañana mismo. Le permitiré quedarse por esta noche.

»Se enviará una solicitud al consejo de monjas para procesar su expulsión definitiva de la comunidad monástica. Antes de irse, deje sus hábitos con Sor Daiputah.

Y aquí estoy, en una triste y nublada mañana, saliendo por el portón del monasterio. Miro por última vez a la persona que me crio y que tanto llegué a amar. La he decepcionado profundamente, y no la culpo por no defenderme ni ocultar mi falta; después de todo, ella es una monja ejemplar e incorruptible. Ya he entregado mis hábitos y ahora, con una maleta en cada mano, me dispongo a dejar este lugar que fue mi hogar. Cada paso que doy me aleja más de todo lo que conocí y amé, y el peso de la culpa y la tristeza es casi tan abrumador como el de mis maletas.

—Inocencia, Dios sabe por qué hace las cosas... Tal vez esto ya estaba escrito en el libro de la vida de nuestro Señor. Puede ser que Él tenga para ti un futuro con una buena familia, un hermoso hijo y un esposo cariñoso. Mírate, aún estás joven —dice Sor Daiputah con una mirada enternecida.

—Sor Daiputah, mi familia siempre estuvo aquí, dentro de las paredes de este monasterio. Ahora que me voy, no tengo nada ni a nadie.

Mi tristeza es inmensa y me siento sumamente angustiada. Estoy segura de que mi rostro refleja la desesperación que siento por dentro.

De repente, Sor Daiputah mete la mano en el bolsillo de su hábito y saca algo: una hoja de papel doblada varias veces, cuyo color amarillento demuestra su antigüedad. Me toma la mano derecha y coloca delicadamente la hoja en mi palma.

—¿Qué es esto? —pregunto mientras me seco las lágrimas con la manga del hábito.

—Es lo que sabemos de tu familia —responde con solemnidad Sor Daiputah—. Es una carta que nos dejó tu madre.

—¿Una carta de mi madre? ¡¿Sabe dónde está ella?!

—Lamento decirte esto tan tarde... —Veo en Sor Daiputah un rostro lleno de arrepentimiento, como si estuviera a punto de decirme algo doliente... aunque dudo que haya algo que pueda hacerme sentir peor de lo que ya me siento—. Hace veintinueve años, tu madre biológica vino al monasterio. Nos reveló que ella era la madre de la bebé que llegó envuelta entre sábanas y que solo quería saber cómo estaba su hija. Ese día, logramos obtener información sobre su embarazo y cómo te dio a luz. Incluso nos dio el nombre de tu padre biológico. Intentamos conocer la verdadera razón de tu abandono, pero prefirió no hablar de eso. Insistió en que solo había venido para verte y que no quería que tú la vieras. Se veía devastada por dentro. La llevé al patio infantil donde te encontrabas jugando con Rupia y otras amiguitas. Desde lejos te observaba jugar, su mirada reflejaba cuánta soledad había soportado. Recuerdo que Rupia te llamó por tu nombre y eso le provocó una sonrisa tierna... «Así que se llama Inocencia, me gusta», fue lo último que dijo tu madre antes de irse sin despedirse, entre lágrimas.

—¿Dónde está mi madre? —le exijo respuestas mientras la sujeto por los brazos.

—Inocencia, una semana después nos llegaron más noticias sobre ella... Tu madre biológica murió en un atentado terrorista, lo siento —dice Sor Daiputah con la mirada bajada, observando cómo la nieve cae a sus pies.

—No puede ser... —respondo con una expresión de profundo impacto. Estoy en shock.

Después de esa impactante revelación, Sor Daiputah me envuelve en sus brazos. Finalmente encuentro la calidez que tanto necesitaba durante toda la noche.

—Ve a buscar a tu familia. La dirección que está en ese papel es donde vive tu padre —dice Sor Daiputah mientras me sostiene en su abrazo.

Ella me ayuda a conseguir un autobús y, antes de que suba, me despide con un beso en la frente.

—Prometo venir a visitarla —digo mientras subo al autobús.

Antes de entrar completamente, busco su mirada para sonreírle una última vez. Ella me asiente con amabilidad, como si quisiera asegurarme que todo estará bien. El autobús cierra sus puertas y comienza a avanzar. Desde la ventana, la veo alejarse lentamente.

El autobús me lleva hacia el sur de Londres, específicamente a Kingston. Allí, finalmente conoceré a mi familia, aunque no estoy segura de si ellos saben de mi existencia. A pesar de todo, empiezo a sentir que quizás no estaré tan sola en la vida. Según el documento que me dio Sor Daiputah, mi padre se llama Gabriel Hikari.

—La familia Hikari —me digo a mí misma, sin poder evitar sonreír.

Parece que Dios sí tenía reservado para mí un lugar dentro de una verdadera familia. Estoy ansiosa por conocerlos, aunque también algo nerviosa por cómo se desarrollarán las cosas. Solo ruego a Dios que todo salga bien y que mi padre me reconozca como su hija.

El sonido del motor del autobús es muy relajante, y los pequeños saltos que da son un estímulo para quedarme dormida. Justo ahora empiezo a sentir mucho sueño; anoche no logré dormir bien.

...

—Señorita... señorita... —escucho una voz distante entre mis sueños—. Señorita, llegamos, despierte.

Siento que alguien me sacude el hombro... ¡Es el conductor del autobús!

—¡¿Qué pasó?! ¿Qué...? —pregunto, despertándome sobresaltada.

—Hemos llegado a Kingston —responde, señalando a través de la ventana del autobús—. Solo falta usted por bajar.

—¡Oh, cierto! —respondo, limpiándome rápidamente la saliva que se escapó de mi boca.

Salgo del autobús y lo veo alejarse lentamente sobre la peligrosa nieve que cubre las calles. Sí, también está nevando en Kingston, así que el frío sigue acechándome donde quiera que vaya.

Ahora solo necesito tomar un taxi para llegar a la casa de mi padre, pero el tráfico es lento y los taxis tardan en llegar.

—¡Taxi, taxi!

Finalmente, un taxi se detiene frente a mí. El conductor baja la ventana y me pregunta a dónde voy. Cuando le muestro el papel con la dirección, su reacción es sorprendentemente desagradable.

—¡¿Qué?!... ¡¿Estás loca?! —exclama el taxista antes de subir la ventana y acelerar a toda prisa.

—¡¿Pero qué...?!

Me quedo parada sobre la nieve, perpleja, preguntándome: «¿Qué tiene de malo esta dirección?».

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