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Capítulo 5: Demasiado tarde para pedir perdón

LEONEL ARZÚA

Desde que regresó Dafne mis días se convirtieron en un idilio, visitábamos la cama con recurrencia. Me sentía feliz y me gustaba pasar varios minutos viéndola dormir semidesnuda a mi lado, pero había algo que no me soltaba, tenía una espina clavada en el pecho y cada vez que respiraba esta se encajaba profundo en mi corazón. ¿Qué había pasado con Evelyn? ¿Habría logrado resolver el problema de su hermano sin mi ayuda?

Simplemente había desaparecido sin avisar, orgullosa y tonta. Una parte de mí esperaba verla regresando de rodillas, pidiendo que la aceptara. Tal vez podría darle el lugar de sirvienta para que pudiera pagar la fianza de su hermano. Además, llevaba a mi hijo en su vientre y aunque a ella no la quisiera, me interesaba por ese bebé, por no decir que lo necesitaba.

Tomé mi teléfono y comencé a buscar alguna llamada perdida o mensajes, pero en vez de eso me di cuenta de que su número aparecía bloqueado. ¿Cuánto tiempo había estado así? Cuando lo desbloqueé llegó un mensaje que me dejó congelado.

No sé cuántos segundos permanecí viendo la pantalla de mi celular. ¡¿Qué carajos había pasado?! 

—¿Leo? ¿Qué ocurre? —preguntó Dafne aún adormilada.

Apenas volteé hacia ella cuando mi teléfono comenzó a sonar. Era el número de Evelyn y mi corazón dio un vuelco. —¡Eve…! —exclamé, pero el silencio en la línea me intimidó.

—¿Con quién hablo? ¿Es familiar de Evelyn Valencia? —preguntó un hombre del otro lado de la línea—. Soy paramédico del Hospital Regional.

¿Hospital Regional? ¿Qué hacía Evelyn ahí?

—Habla Leonel Arzúa, soy su esposo. —Pude sentir la mirada molesta de Dafne sobre mí. 

—¿Puede venir cuánto antes? Se trata de su esposa…

Ni siquiera perdí el tiempo contestando. Tomé mi ropa del suelo y me vestí de inmediato.

—¿A dónde vas? —exigió saber Dafne, indignada.

—Mejor cállate —susurré conteniendo mi coraje—. Tú y yo tenemos una plática pendiente.

۞

Llegué al hospital lo más rápido que pude y me dirigí hacia la recepcionista con actitud apática.

—Me llamaron… Mi esposa…

—¿Cuál es el nombre de la paciente? —preguntó sin alzar la mirada hacia mí, mientras tecleaba en su ordenador.

—Evelyn Valencia —contesté intentando contener la ansiedad. Odiaba a esa mujer, pero no significaba que quisiera verla herida o, peor aún, muerta.

Sus manos se detuvieron y levantó la mirada hacia mí. Su apatía se había convertido en rencor y reproche. Era como si le hubiera hecho un desaire en el pasado. Se levantó de su asiento con un resoplido y con un movimiento de cabeza me pidió que la acompañara.

—¿Qué fue lo que ocurrió? —le pregunté ansioso mientras avanzaba detrás de ella.

—Su esposa saltó desde la azotea de los juzgados de lo familiar. Fue una caída de diez pisos. 

Me quedé petrificado, los pies se clavaron al piso y ya no pude seguir avanzando.

—¿Ella está…?

—Muerta —contestó sin una pizca de tacto—. ¿Continuamos? Tengo cosas que hacer.

—¿Alguien sabe por qué…?

—¿Por qué lo hizo? No. ¿Quién mejor que usted para saberlo?

—¿El bebé también… murió?

—¿Usted qué cree? —contestó con molestia y torciendo los ojos—. Siga por ese pasillo, hasta el final, toque la puerta a mano derecha, ahí le pedirán una identificación oficial…

Cuando puse atención, no vi habitaciones ni mucho personal médico.

—¿A dónde llega ese pasillo? ¿Qué hay en esa puerta?

—La sala de autopsias —respondió congelándome por completo—. Necesitan que un familiar identifique el cuerpo.

En cada paso que di hacia la morgue, perdí fuerzas. Recordar a Evelyn viva y con esa mirada ansiosa por recibir algo más de mí que no fuera violencia y repudio, me partió el alma. Cuando me abrieron la puerta, pude verla por encima del hombro del médico forense. Creí que la caída habría dejado un cuerpo destrozado, pero, por el contrario, parecía simplemente dormida. Su palidez cadavérica; sus labios azules y sus venas pintándose como ríos en su pálida tez, eran lo único que me confirmaba que ya no estaba en este mundo. 

Sin esperar invitación intenté entrar, pero el médico puso una mano sobre mi pecho, deteniéndome. —¿Quién es? ¿Qué quiere? —preguntó con desconfianza. 

—Soy Leonel Arzúa y esa mujer que tiene ahí, es mi esposa. —Cuanto tiempo la negué ante amigos y conocidos, pero hoy, frente a su cuerpo inerte, si pude decir que era mi mujer. 

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