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Capítulo 9: Un juego peligroso entre un ángel y un demonio

GIANNA RICCI

Era curioso como el tiempo pasaba más rápido cuando la vida era tan buena y agradable, cada vez me sentía más fuerte en cuerpo y alma. Por fin me sentía viva y feliz. No había nada que pudiera cambiar mi buen humor, o eso creí hasta que una de mis compañeras me abordó:

—¿Hermana Gianna? —preguntó. 

—¿Sí? ¿En qué puedo ayudarte, hermana? —respondí con una enorme sonrisa. 

—Solo quería recordarte que el día de mañana vendrá… ya sabes… ese hombre —contestó ansiosa y no comprendí.

—¿Qué hombre? 

—El señor Sartori —agregó—. Por si no lo recuerdas, viene cada cierto tiempo para hablar contigo. Es un hombre muy importante para la congregación y para este convento. Nos ayuda a patrocinar muchas obras de caridad, además de que siempre que hay algún desperfecto en nuestro hogar, él manda a alguien que lo arregle. Si no fuera por él, este convento ya estaría cayendo a pedazos.

—Suena a que es una buena persona —contesté con una sonrisa.

—Sí… le agrada mucho platicar contigo, le ayuda a liberar su mente. Dice que… cada vez que viene se siente más cerca de Dios. 

Era desconcertante, pero… después de tanto tiempo viviendo aquí, no había motivo para ser desconfiada. A veces se me olvidaba que ya no debía de estar a la defensiva. 

۞

Me quedé de pie bajo el marco de mi puerta, sabiendo que había llegado la hora de conocer al señor Sartori. 

Para mi sorpresa, se trataba de un hombre alto y gallardo, joven, de ojos avellana y cabello castaño. Su rostro tenía una simetría impresionante y su sonrisa aparentemente bondadosa escondía cierta patanería. Aunque ante las monjas se comportaba como todo un ángel, algo me decía que fuera del convento no lo era y no pude evitar recordar a Leonel. Mi corazón se retorció de tristeza, pues incluso en la siguiente vida lo extrañaba al ingrato. 

—Gianna… me alegra verte despierta —dijo el hombre delante de mí, pero no levanté la mirada, ni siquiera reconocí ese nombre como propio, aún me costaba adaptarme. No fui consciente de su cercanía hasta que su mano se posó en mi hombro, logrando que levantara el rostro hacia él—. ¿Cómo te encuentras?

—Señor Sartori —contesté apenada y mis mejillas se ruborizaron. 

—No me llames así, después de todo este tiempo de conocernos… —contestó divertido—. ¿Te has olvidado de mi nombre?

—Ah… 

—¿Renzo? ¿Te suena? —preguntó divertido con una mirada benevolente.

—¡Renzo! ¡Sí! ¡Claro! —respondí queriendo ocultar mi «pérdida de memoria».

—Bueno, los dejo solos —contestó la madre superiora con una sonrisa dulce y dio media vuelta en el mismo momento que Renzo entró a mi habitación. 

¿No se suponía que las monjas no podíamos recibir hombres en nuestras alcobas?

—Pensé que… tal vez… podríamos… no sé, ¿hablar en el jardín? —pregunté confundida, señalando la puerta, invitándolo de manera disimulada a salir, pero él solo se sonrió.

—¿Por qué estás tan nerviosa? —inquirió divertido antes de acercarse con paso lento. 

—¿Nerviosa? No, para nada… pero… pensé que… —Vi cómo, sin apartar su mirada de mí, cerró la puerta. 

Sus ojos perdieron la ternura, su sonrisa parecía más la mueca de un lobo a punto de comer y mientras yo tragaba saliva de manera sonora, él se desanudaba la corbata. Me tomó de la mano y de un tirón me acercó a su cuerpo, envolviendo mi cintura mientras me olfateaba por encima de los hábitos. 

—No sabes cuanto te extrañé… —susurró en mi oído, erizándome la piel—. Me preocupé cuando dijeron que habías caído en coma, mi bello ángel. 

¡¿Qué carajos estaba pasando?! ¡¿No se suponía que Gianna era una monja?! Dudé aún más de sus votos cuando las manos de Renzo comenzaron a subirme los hábitos, buscando acariciar mis piernas. 

—Espera… ¿Qué estás haciendo? —pregunté ansiosa, intentando detenerlo. 

—¿Qué ocurre, mi pequeña y linda angelita? ¿Hoy no tienes ganas de jugar con el diablo? —susurró en mi oído antes de quitarme el velo sobre la cabeza, liberando mi melena negra. 

De una sola intención me arrojó sobre la cama y metió sus manos por debajo del hábito, recorriendo mis piernas, amasando mis muslos, mientras que su cuerpo se frotaba contra el mío. ¿En verdad estaba ocurriendo esto? ¿Él daba grandes cantidades de dinero al convento por acostarse con Gianna?... ¿por acostarse conmigo? ¡No era una monja! ¡Era una prostituta!

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