Un pequeño sismo

Reynaldo caminó unos cien metros cuando tuvo que esconderse detrás de una verja.

Una patrulla de 3 Persefonas deambulaba por la calle 32 Este. Iban conversando, sonriendo. Parecían distraídas, pero prefirió no correr el riesgo.

El amanecer empezaba a despuntar. 

Detrás de las montañas, más allá de la ruta 3, el resplandor se hacía evidente.

Sobre los barrios Cristina Fernández y Amalia Huanches los rayos solares incidían con fuerza. 

Reynaldo estaba en una esquina, en el sector 12, a escasos pasos de la calle principal este. La casa, según supuso él, era de la amiga de Bety, Pabla X-da. 

Una verja de casi un metro, que separaba la casa de la vereda. Allí estaba tendido él, sobre el jardín, cubierto entre las flores. 

Las pisadas de las mujeres de la patrulla no se escuchaban sobre el pavimento, pero si sus cuchicheos. 

Trato de aguantar la respiración y rogó que Pabla no decidiera salir a ver que era es bullicio de voces. 

Cada paso que daban las uniformadas parecía en cámara lenta. Pudo percibir cierto vestigio de tabaco en el aire, de seguro una de ellas estaba fumando.

Esperó hasta que se alejaran lo suficiente, y comenzó a levantarse del suelo.

Una vez puesto en pie, se acomodó la mascara, los lentes de sol negros, y siguió su camino, a marcha precavida, por la vereda. 

A esa hora la mayoría estaba durmiendo. 

El cielo le parecía extraño cuando salía de día. Esa claridad tan inusual, tan distinta. Todo se veía diferente de día. Se veían las cosas como realmente eran. 

Lamentó no poder disfrutar con más libertad de lo que sus ojos estaban viendo.

Un caballo pastaba en un jardín. Parecía tan libre. Tan desinteresado. Tan inmune.

Se sorprendió de la indiferencia del animal. Daba la impresión de que estaba en su propio mundo. Deseó ser como él.

Pero no podía.

Ahora estaba ocupado cuidando su pellejo de las cuadrillas de Perséfonas que vigilaban la ciudad. Y de los delincuentes que pululaban a esa hora. 

En los últimos meses el número de muertes por asaltos aumentó exponencialmente. La mayoría de las muertes eran mujeres, pero eso no le daba mucho consuelo. 

Los criminales, varones heterosexuales sin ninguna mujer que los mantuviera, vivían en la parte baja de la ciudad, más allá de los barrios 900 viviendas y Florencia Balustre. 

Pocos se animaban a entrar en aquella zona. 

Un complejo de caseríos, tierra de nadie, donde reinaba la anarquía. 

El Comité de Género Impoluto trató el caso hacía un par de días. La única solución viable que encontraron era arrasar el asentamiento con una invasión de cuadrillas de Perséfonas, pero eso también implicaba el riesgo de muchas bajas. Se gestaría una batalla incontrolable. 

Reynaldo apuró el paso, cavilando esos pensamientos, bajo un sol tibio que empezaba a caer sobre el ala este de la ciudad, pero que no lograba entibiar el gélido aire de la madrugada. 

El silencio reinaba con absoluta soberanía.

Un cartel del Comité estaba estampado en un paredón.

En él estaba dibujada la historia del Progreso del Reseteo Humano: tres dibujos lo representaban.

El primer dibujo, el más pequeño, no tenía colores. Representaba al pasado de humillación. En él aparecía un grupo de mujeres aterradas, estiradas en el suelo en posición de defensa, con las manos levantadas, y un varón, de aspecto grotesco, con un garrote en la mano, los ojos desorbitados, de color rojo, y que destilaba saliva por la comisura de los labios.

En el centro estaba el segundo dibujo, y por lo tal, el segundo tiempo de la historia. Una muchedumbre de mujeres y drag queen armadas con ak 47, todos con vestimenta militar, corriendo con lo que parecía ser un grito de guerra en los rostros. Delante de ellos, huyendo despavorido, el mismo sujeto grotesco del dibujo uno. Mostraba pánico y terror.

En el tercer dibujo, bien expresado en colores, la figura de la diosa Asera, con los pies apoyados sobre el sujeto grotesco, quien agonizaba en un charco de sangre aplastado por ella. Asera parecía radiante, llevaba de la mano derecha a una mujer de rostro desafiante, y en la mano izquierda un varón feminizado, cuyo rostro tenía facciones mezcladas. A la vez, este llevaba de la mano a un perro parado en sus patas traseras. Los animales jugaban un rol importante en esta nueva era. Tenían prioridades sobre los humanos en muchos aspectos, algunos llegaron a ser endiosados y adorados como divinidades. Muchos formaban matrimonios con ellos, lo que se consideraba un honor.

Pavla estaba casada con un cerdo. El cerdo se llamaba Angel, pesaba como doscientos kilos y consumía comida 20 horas al día. Ella lo trataba como a un ser único. Cada vez que visitaba a Bety, se la pasaba hablando de las “virtudes” de Angel.

Reynaldo desvió su mirada del cartel, para asegurarse de que nadie lo seguía. 

Siguió caminando, con las manos en los bolsillos. Habrá hecho unas doce cuadras, y la luz del día empezaba a sentirse cada vez más fuerte, cuando se empezó a sentir un leve temblor.

Otro sismo, pensó.

No se detuvo. Estaba acostumbrándose. 

Luego del terremoto de 8 grados, dos años atrás, los sismos leves se sucedían con frecuencia. La geografía de la zona sufrió graves modificaciones luego de aquel terremoto. Principalmente las estructuras edilicias. Ahora, cualquier construcción debía ser antisísmica, para evitar accidentes.

Cuando estaba llegando a la farmacia Vitta Nova tuvo un extraño presentimiento de que algo malo estaba por suceder. No sé, lo sentía en el aire. Cuando algo no está bien, los sentidos naturales se atrofian.

Miró a todos lados, en todas las direcciones. 

Nada.

Algo no huele bien, y no es el aire.

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