—Amor, conoce a mi hermano —la presentó Ben con el hombre que la había embarazado—. Damián, ella es Amaya, mi esposa.
—Un placer. Damián tomó su mano con suavidad y besó el dorso de la misma con galantería. Amaya apartó la mano de inmediato, sintiendo un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza tras el contacto. «Esto tiene que ser una pesadilla», pensó en medio del pánico, pellizcándose disimuladamente para despertar. Pero no. Todo era extremadamente real, tan real que era un enorme problema. La señora Roussa apareció de inmediato felicitándolos por el matrimonio y encaramándose en el brazo de su hijo mayor. Era evidente que existía un favorito en la familia. Y ese era Damián. El hijo biológico de los Greiner. —Agradece que tu hermano pudo hacer espacio en su agenda para asistir a la boda —comentó Aníbal, apareciendo también de la nada—. Mi muchacho es un hombre de negocios muy ocupado —señaló con orgullo, al tiempo en que Ben bajaba la mirada, sintiéndose menospreciado. Por más que Ben quisiera ser aceptado por su padre, no había manera de que pudiera competir por su cariño contra Damián. Siempre sería el favorito. Y a él no dejaría de verlo como ese triste niño al que habían decidido rescatar de la calle por mera lástima. El resto de la recepción transcurrió con aparente normalidad, había muy pocos invitados. Y mientras, Amaya recibía las felicitaciones y regalos de todos, no dejaba de mirar a su cuñado. Damián se mostraba indiferente, como si realmente fuese la primera vez que se hubiesen visto, como si esa noche en la que tuvieron sexo nunca hubiese sucedido. Eso la hacía sentir desconcertada y enojada en partes iguales. Él actuaba como si nada, mientras ella llevaba en su vientre a su hijo. Tuvo el impulso de acercarse a él y hablar sobre lo sucedido, incluso sintió que debía revelarle la noticia de su embarazo. Pero en cuanto encontró la oportunidad de estar a solas, él simplemente la miró como si fuera la peste. —Damián —lo llamó sintiendo que su nombre sonaba demasiado extraño en su boca. Era prohibido. —¿Qué quieres?—su máscara de cordialidad desapareció. Entonces, en ese momento, Amaya supo que él sí la recordaba. —Sobre lo que pasó… —No ha pasado nada —la interrumpió tajante—. Acabas de casarte con mi hermano y eso es lo único que ahora importa. Así que olvida eso que dices que pasó, porque yo ya lo hice. —Pero… —empuñó sus manos, sintiendo el deseo de decirle que nada era así de fácil como él decía, que llevaba en su vientre a su hijo. —Basta, Amaya —la frialdad de su tono, la estremeció—. Solamente espero que no te hayas casado con mi hermano por su fortuna —la acusó, recordando aquel día en el que prácticamente le vendió su virginidad. Amaya se sintió muy ofendida por su tono y por sus palabras despectivas. —¡¿Cómo te atreves?! —soltó histérica, pero en realidad su acusación no estaba del todo infundada. —Porque si ese fuera el caso, te arrepentirás de haber nacido —la amenazó, un segundo antes de darle la espalda y marcharse con grandes zancadas. Era evidente que no la soportaba. Amaya sintió deseos de llorar, porque acababa de meterse en un tremendo lío. […] Su vida de casada comenzó y por más que trataba de sentirse optimista sobre su decisión, empezaba a arrepentirse. Vivir en la misma casa que sus suegros, era la peor cosa que pudo haber elegido. ¿Pero cómo negarle eso a su marido cuando parecía adorar tanto a su madre? La señora Roussa era el ángel que lo había rescatado de la calle. Amaya intentaba soportar las constantes acusaciones y miradas cargadas de reproches. Sabía que en cierta forma se merecía el desprecio de esa familia por haber engatusado a alguien tan bueno como Ben, pero después de todo, la criatura que esperaba si resultó ser un miembro de ese hogar. Era un Greiner. Uno legítimo. Semanas después, terminó enterándose de que en realidad no se trataba de un niño, sino que eran dos. Dos niñas, para ser más precisos. —Amor, gracias —la abrazó Ben con lágrimas en los ojos, luego de que el doctor hubiese dado la noticia—. Me has hecho el hombre más feliz del mundo. Te juro que las protegeré a las tres con mi vida —prometió. Amaya no pudo evitar llorar, pero no precisamente porque estaba conmovida por sus tiernas palabras. Lloraba porque no se merecía a ese hombre tan bueno con el que se había casado. Ben no merecía su engaño.Los días transcurrieron con total normalidad, y para alivio de Amaya no volvió a ver a su cuñado después de la boda. Al parecer Damián vivía viajando constantemente. Sin embargo, sus suegros no dejaban de mencionarlo en cada cena, halagando sus muchas habilidades y pronunciando su nombre con ojos soñadores. Siempre que esas comidas terminaban, el ánimo de su esposo mermaba notablemente. Era evidente que por más que se empeñaba en ser lo suficientemente bueno para sus padres, ninguno parecía sentirse verdaderamente orgulloso de él. Hasta la fecha la señora Roussa no dejaba de reprocharle a Ben su decisión de casarse tan joven. Alegando que existían preservativos, entre otros métodos anticonceptivos para evitar embarazos no deseados. Porque para ella, esas criaturas que venían en camino eran simplemente un estorbo. Amaya tenía ganas de gritarle a la cara y decirle que eran sus nietas, le gustara o no. Pero se contenía. Solamente esperaba que esas niñas nacieran parecidas a
—¡Hija mía, ya llegué! —anunció Isaura entrando en la habitación con una exhalación, parecía que acababa de correr un maratón. —Mamá —susurró Amaya desde la cama, lágrimas salían de sus ojos. —Oh, lo siento, cariño. Me hubiera gustado venir antes, pero no encontraba un taxi, y…Pero la joven negó, dándole a entender que no era eso lo que la afligía. Isaura hizo una interrogación silente con la mirada y Amaya le señaló el par de cunitas que se encontraban a su lado en esa espaciosa habitación. En ese momento, el rostro de Isaura se iluminó y caminó hacia las niñas para conocerlas. Pero inmediatamente, sus ojos vieron algo que no alcanzaba a procesar. —Estas niñas… —la conmoción no le permitió completar las palabras. —¡No son sus hijas, mamá! —lloró Amaya, sabiendo la magnitud del problema que se le avecinaba. —Pero, Amaya. ¿Cómo es posible? —soltó incrédula. No se imaginaba que su hija fuera capaz de un engaño como ese. —Sucedió el día del accidente —le recordó—. Tú estabas muy
—¿Mamá, qué estás…? Una fuerte cachetada interrumpió la pregunta de la joven. —¡Lo que haga o no, no es de tu incumbencia! —dijo la mujer con sus ojos ligeramente rojos. Era evidente que acababa de consumir otra dosis de drogas. —Pensé que prometiste que lo dejarías… —susurró la muchacha, mientras se sobaba la mejilla adolorida. —No he prometido tal cosa —contestó Isaura con insolencia—. Mejor hagamos algo, querida hija. Amaya sabía que cuando la llamaba en ese tono, aquello solamente podía significar problemas. —No quiero, mamá. De nuevo no —se negó sin demora. —Oh, sí. Esta vez será mejor. En el último año, su madre la había obligado a robar para conseguir dinero para sus porquerías. —Hace falta dinero. Pagar tu ridícula universidad está costando demasiado caro —le reclamó como si la idea de estudiar hubiese sido suya. Amaya había insistido en no estudiar, pero su madre—cuando no era esta versión deplorable— era muy buena y atenta, al punto en que había
Amaya se despertó en un lugar completamente desconocido y supo entonces que había hecho una estupidez. No era como si hubiera estado inconsciente la noche anterior, pero su estado de desesperación la había guiado por un camino sin retorno. Acababa de entregarle su virginidad a un completo extraño. «Maldición», pensó, mirando a la mesita de noche, dónde un fajo de billetes le recordaba su pésima decisión. Con piernas temblorosas se puso de pie, encontró su ropa limpia en uno de los muebles y se vistió rápidamente. En ese momento se percató del sonido de la regadera que provenía del baño de la habitación. Ese hombre se estaba duchando. Lo último que necesitaba era verlo antes de irse. Se terminó de organizar la ropa, recogió sus zapatos y caminó de puntillas hasta llegar a la puerta de salida, dónde sin detenerse a dar un último vistazo, salió del lugar, convencida de enterrar lo sucedido para siempre… […] Amaya regresó a su casa, cerca de las diez de la mañana. Esperaba encon
Había algo que Amaya no había considerado al idear su plan. Ben no era el padre del niño que esperaba y, como si fuera poco, no tenía nada en común con el misterioso hombre que la había embarazado. El sujeto al que le entregó su virginidad era de tez blanca, cabello tan rubio como el sol y unos ojos grises profundos y penetrantes. Su futuro esposo, en cambio, era de ascendencia hindú. Moreno, cabello negro y unos ojos tan oscuros que cualquiera pensaría que daban miedo, pero no, eran sorprendentemente cálidos. Amaya recién acababa de enterarse de que Ben era adoptado. Su suegra, la señora Roussa Greiner, no parecía nada contenta con la rapidez con la que se estaba llevando a cabo el matrimonio. —Es una pelea contra el tiempo. Una boda no puede planearse con tan poca antelación. ¡Es una locura! —se quejó en medio de la cena, cuando Ben le notificó su decisión de que el matrimonio se celebrara dentro de una semana. —Madre, no hay necesidad de planear algo grande o lujoso. Q