Había algo que Amaya no había considerado al idear su plan. Ben no era el padre del niño que esperaba y, como si fuera poco, no tenía nada en común con el misterioso hombre que la había embarazado.
El sujeto al que le entregó su virginidad era de tez blanca, cabello tan rubio como el sol y unos ojos grises profundos y penetrantes. Su futuro esposo, en cambio, era de ascendencia hindú. Moreno, cabello negro y unos ojos tan oscuros que cualquiera pensaría que daban miedo, pero no, eran sorprendentemente cálidos. Amaya recién acababa de enterarse de que Ben era adoptado. Su suegra, la señora Roussa Greiner, no parecía nada contenta con la rapidez con la que se estaba llevando a cabo el matrimonio. —Es una pelea contra el tiempo. Una boda no puede planearse con tan poca antelación. ¡Es una locura! —se quejó en medio de la cena, cuando Ben le notificó su decisión de que el matrimonio se celebrara dentro de una semana. —Madre, no hay necesidad de planear algo grande o lujoso. Queremos que sea una celebración íntima —habló en voz baja, tratando de tranquilizarla. —Pero aun así… —la mujer negó, empuñando las manos con impotencia. Un segundo después, le lanzó una mirada iracunda a Amaya. —Tu hermano ni siquiera está en la ciudad —mostró su desacuerdo, Aníbal. El padre adoptivo de Ben. —Lo sé. Le informaré para que venga —al parecer Ben, no veía la gravedad en ninguno de esos señalamientos. —¡No seas ridículo!—Aníbal dio un puñetazo en la mesa, sobresaltándolos a todos—. ¡Tu hermano está demasiado ocupado con la sede de nuestra empresa en Madrid como para venir así de la nada! ¡No seas tan incoherente! Ben bajó la mirada ante el regaño de su padre. Mientras tanto, la señora Roussa se puso de pie con autoridad. —Aníbal, basta. Te he dicho que no le hables así —reclamó. —¡Todo esto es tu culpa, mujer! —protestó el hombre de inmediato—. Sabías perfectamente que nunca estuve de acuerdo con esta locura de la adopción. ¡Y ahora mira lo que has creado! ¡Este muchacho cree que puede regalarle nuestro dinero a cualquier oportunista! ¡Es un descarado! —soltó sin reparo. Al parecer, la señora Roussa estuvo de acuerdo con esa última acusación, porque volteo a mirar a Amaya como si fuera la raíz de todos sus males. Y, efectivamente, lo era. —Entendemos tu deseo de casarte, Ben —habló la mujer con voz pausada—. Pero si quieres nuestra aprobación, entonces las cosas tendrán que hacerse a nuestro modo. —Madre, la verdad es que Amaya está embarazada. Solamente deseo hacerme responsable —confesó Ben, sintiéndose presionado por sus padres. —¡Lo sabía! —exclamó con triunfo y a la vez con rabia, al confirmar su teoría—. ¡Sabía que tanta insistencia no podía ser normal! Después de esa prueba fehaciente de la necesidad de la rapidez para dicho matrimonio, la señora Roussa se puso manos a la obra, contratando decoradores y hasta eligiendo el vestido de Amaya sin importarle su opinión. —Algo me dice que ese niño no es de mi hijo —soltó su veneno cuando Amaya acababa de salir del probador, portando el vestido blanco que usaría para ir al altar. Aquella insinuación tan directa la tomó por sorpresa y sintió que estaba a punto de hiperventilar. «¿Cómo lo había adivinado?», se preguntó Amaya, sin poder controlar la palidez en su rostro. Aun así, se obligó a decir con seguridad: —Sé que para ustedes esto es muy repentino, pero tenemos meses conociéndonos y nos amamos —mintió con descaro—. Este niño es simplemente la prueba de nuestro amor. Roussa no insistió en el tema, pero era demasiado evidente que no le agradaba Amaya. Y no perdía oportunidad de hacérselo notar con sus miradas despectivas y con sus insinuaciones de que era una arribista. Pero aun así, Amaya lo soportó todo por su deseo de conseguir la tan anhelada estabilidad. No le importaba mentir, con tal de que su hijo no sufriera su mismo destino. […] El gran día llegó y todo estaba debidamente organizado para que la boda fuese sencilla e íntima. Amaya se sentía muy nerviosa, debido a que ese día daría un paso importante en su vida. Se suponía que el matrimonio era para siempre y, aunque no amaba a Ben, tenía la certeza de que sería un buen compañero de vida. Después de todo, era la persona más buena que había conocido. Por esa razón le dolía mucho mentirle, pero ya no había marcha atrás. Con eso en mente, camino hacia el altar donde el novio la esperaba con una gran sonrisa. En los ojos de Ben podía verse reflejado todo el amor que le tenía. Era un amor intenso y puro. No lo merecía. Su madre la llevaba de la mano, mientras le susurraba palabras de felicitación por su inteligente decisión. “Muy bien, mi niña. Has atrapado a un millonario”, se regocijaba más y más con cada segundo. Pero Amaya no sentía la misma emoción, se sentía verdaderamente culpable. El juez habló sobre la importancia del matrimonio y luego hizo la pregunta que daba inicio a todo: —Amaya Reyes, ¿aceptas a Ben Greiner como tu legítimo esposo para amarlo y respetarlo, en la salud y en la enfermedad? —Acepto —contestó marcando su destino. La pregunta fue repetida para Ben y luego se dieron un beso como lo dictaba la tradición. Amaya respiró profundamente, antes de girarse y sonreírle a los pocos invitados. Un segundo después, la sonrisa en sus labios desapareció. No había rastro de felicidad en sus facciones, lo único que quedaba era angustia y pánico. Porque sí, justo en medio de los primeros asientos se encontraba aquel hombre. El hombre que la había embarazado. El hombre que había resultado ser su cuñado…—Amor, conoce a mi hermano —la presentó Ben con el hombre que la había embarazado—. Damián, ella es Amaya, mi esposa. —Un placer. Damián tomó su mano con suavidad y besó el dorso de la misma con galantería. Amaya apartó la mano de inmediato, sintiendo un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza tras el contacto. «Esto tiene que ser una pesadilla», pensó en medio del pánico, pellizcándose disimuladamente para despertar. Pero no. Todo era extremadamente real, tan real que era un enorme problema. La señora Roussa apareció de inmediato felicitándolos por el matrimonio y encaramándose en el brazo de su hijo mayor. Era evidente que existía un favorito en la familia. Y ese era Damián. El hijo biológico de los Greiner. —Agradece que tu hermano pudo hacer espacio en su agenda para asistir a la boda —comentó Aníbal, apareciendo también de la nada—. Mi muchacho es un hombre de negocios muy ocupado —señaló con orgullo, al tiempo en que Ben bajaba la mirada, sintiéndose menospr
Los días transcurrieron con total normalidad, y para alivio de Amaya no volvió a ver a su cuñado después de la boda. Al parecer Damián vivía viajando constantemente. Sin embargo, sus suegros no dejaban de mencionarlo en cada cena, halagando sus muchas habilidades y pronunciando su nombre con ojos soñadores. Siempre que esas comidas terminaban, el ánimo de su esposo mermaba notablemente. Era evidente que por más que se empeñaba en ser lo suficientemente bueno para sus padres, ninguno parecía sentirse verdaderamente orgulloso de él. Hasta la fecha la señora Roussa no dejaba de reprocharle a Ben su decisión de casarse tan joven. Alegando que existían preservativos, entre otros métodos anticonceptivos para evitar embarazos no deseados. Porque para ella, esas criaturas que venían en camino eran simplemente un estorbo. Amaya tenía ganas de gritarle a la cara y decirle que eran sus nietas, le gustara o no. Pero se contenía. Solamente esperaba que esas niñas nacieran parecidas a
—¡Hija mía, ya llegué! —anunció Isaura entrando en la habitación con una exhalación, parecía que acababa de correr un maratón. —Mamá —susurró Amaya desde la cama, lágrimas salían de sus ojos. —Oh, lo siento, cariño. Me hubiera gustado venir antes, pero no encontraba un taxi, y…Pero la joven negó, dándole a entender que no era eso lo que la afligía. Isaura hizo una interrogación silente con la mirada y Amaya le señaló el par de cunitas que se encontraban a su lado en esa espaciosa habitación. En ese momento, el rostro de Isaura se iluminó y caminó hacia las niñas para conocerlas. Pero inmediatamente, sus ojos vieron algo que no alcanzaba a procesar. —Estas niñas… —la conmoción no le permitió completar las palabras. —¡No son sus hijas, mamá! —lloró Amaya, sabiendo la magnitud del problema que se le avecinaba. —Pero, Amaya. ¿Cómo es posible? —soltó incrédula. No se imaginaba que su hija fuera capaz de un engaño como ese. —Sucedió el día del accidente —le recordó—. Tú estabas muy
—¿Mamá, qué estás…? Una fuerte cachetada interrumpió la pregunta de la joven. —¡Lo que haga o no, no es de tu incumbencia! —dijo la mujer con sus ojos ligeramente rojos. Era evidente que acababa de consumir otra dosis de drogas. —Pensé que prometiste que lo dejarías… —susurró la muchacha, mientras se sobaba la mejilla adolorida. —No he prometido tal cosa —contestó Isaura con insolencia—. Mejor hagamos algo, querida hija. Amaya sabía que cuando la llamaba en ese tono, aquello solamente podía significar problemas. —No quiero, mamá. De nuevo no —se negó sin demora. —Oh, sí. Esta vez será mejor. En el último año, su madre la había obligado a robar para conseguir dinero para sus porquerías. —Hace falta dinero. Pagar tu ridícula universidad está costando demasiado caro —le reclamó como si la idea de estudiar hubiese sido suya. Amaya había insistido en no estudiar, pero su madre—cuando no era esta versión deplorable— era muy buena y atenta, al punto en que había
Amaya se despertó en un lugar completamente desconocido y supo entonces que había hecho una estupidez. No era como si hubiera estado inconsciente la noche anterior, pero su estado de desesperación la había guiado por un camino sin retorno. Acababa de entregarle su virginidad a un completo extraño. «Maldición», pensó, mirando a la mesita de noche, dónde un fajo de billetes le recordaba su pésima decisión. Con piernas temblorosas se puso de pie, encontró su ropa limpia en uno de los muebles y se vistió rápidamente. En ese momento se percató del sonido de la regadera que provenía del baño de la habitación. Ese hombre se estaba duchando. Lo último que necesitaba era verlo antes de irse. Se terminó de organizar la ropa, recogió sus zapatos y caminó de puntillas hasta llegar a la puerta de salida, dónde sin detenerse a dar un último vistazo, salió del lugar, convencida de enterrar lo sucedido para siempre… […] Amaya regresó a su casa, cerca de las diez de la mañana. Esperaba encon