Amaya no supo qué sentir cuando regresó a aquella pequeña casa y la encontró completamente vacía, la oscuridad lo bañaba todo y sus ojos se humedecieron al recordar la ausencia de sus hijas. Sus pasos vacilantes hicieron eco en la diminuta estancia, mientras las palabras de Ben se repetían como un mantra. “Tú y yo no tenemos nada más de qué hablar, a menos que el tema en cuestión sea referente al divorcio. Pero te ahorraré la molestia, mis abogados se encargarán de contactarte muy pronto”Ahora sí, de manera oficial, estaba completamente sola. Lo peor del caso era que hasta Isaura se había marchado, no sabía si eso le alegraba o le preocupaba, su madre estaba en un grave estado de drogadicción y no tenía a nadie más a quien recurrir. Lamentablemente, tuvo que reconocer que no podía hacer nada, no se podía ayudar a quien no quería ser ayudado. Con eso en mente se dejó de caer en el suelo, no sin antes haber tomado una botella de licor que Isaura había olvidado. Destapó aquello y
Ese día, después de más de un año, volvió a pisar las instalaciones de la universidad. Aquello era parte de los cambios que necesitaba hacer en su vida, para así poder demostrar que era una persona lo suficientemente capaz de cuidar de sus hijas. Adicionalmente, a eso, había conseguido un trabajo de medio tiempo que le permitía amoldar sus horarios. Sin bien las cosas aún no estaban del todo solucionadas, sentía que la vida nuevamente le estaba sonriendo, aunque… al llegar la noche siempre le sucedía lo mismo. El silencio de esa pequeña casa la hacía sentir asfixiada, sentía el deseo de salir corriendo en plena madrugada, pero en lugar de eso, acudía a su nueva amiga: la bebida. Amaya no dejaba de decirse a sí misma que eso no merecía ningún tipo de preocupación, bebía únicamente para despejarse, así que lo tenía perfectamente controlado. Sin embargo, a medida que transcurrían las semanas, sentía la urgencia de adormecer su soledad con un poco más de alcohol. Le resultaba in
Lara se sentía muy enojada por la actitud del juez, no sabía que le había hecho a ese sujeto, pero parecía tener algo en su contra, lo cual era completamente ilógico, porque apenas se conocían.—¿Y? ¿Cómo ha ido la audiencia? —preguntó Ben, al cruzarse con la joven en la entrada de la empresa. Era la hora de almuerzo, pero Lara acababa de llegar. Conocía perfectamente el motivo de su retraso, por lo que no le dio ningún tipo de amonestación.—Ha ido mal —murmuró ella, evadiendo su mirada, mientras sus puños se cerraban con fuerza.A Ben no le hizo falta que dijera nada más, ya sabía lo que había sucedido. Se suponía que una cosa así podía pasar, pero si había evitado acompañarla era porque quería que demostrara que no necesitaba depender de nadie para ser una persona capaz de valerse por sí misma, pero ahora, mirándola tan desanimada, comenzaba a considerar que había sido un error no ir con ella. Debió ir y poner en su sitio a todo aquel que se atrevería a menospreciarla. No entendía
Ben desenrolló los brazos de Lara, lentamente. Se sentía extraño e incómodo. Es decir, estaban en medio de la calle, los transeúntes no dejaban de mirarlos, además de que cualquier persona de la oficina podría malinterpretar aquel abrazo. No quería malos entendidos. —Lara —se alejó suavemente—, sigamos. La comida nos espera. La joven asintió varias veces, mientras tomaba distancia. Sus mejillas estaban sonrojadas y era evidente que no quería verlo a la cara. —Oye, está bien, ¿sí? No pasa nada —trató de tranquilizarla. Lara no dijo nada más y el almuerzo transcurrió en un silencio sepulcral. Ben no dejaba de acomodarse el cuello de su camisa, sintiendo un extraño sofoco. Había mucho calor, aunque juraba que el aire acondicionado del local estaba encendido. De repente volvió a mirar a la joven y se dio cuenta de que lo observaba tímidamente desde sus largas y esbeltas pestañas. Era adorable. Muy adorable y muy… rompible. El pensamiento le generó un escalofrío, ¿de dónde se
Amaya no podía hacer otra que llorar, mientras estrechaba a sus hijas en sus brazos, con la atenta mirada de Damián clavada a su espalda. Pero ese momento era de ellas y no permitiría que nadie lo interrumpiera o le quitará la magia. Había deseado tanto volver a verlas, había incluso soñado innumerables veces con ese momento y finalmente se estaba cumpliendo. Se sentía como un sueño hecho realidad. —Mamá —balbucearon las niñas, haciendo que su corazón se sintiera a punto de explotar en su pecho. El resto de la visita se dedicó a cepillarles el cabello, mientras les cantaba canciones de cuna que había aprendido en ese tiempo. A sus hijas les gustaban, siempre les había gustado que les cantara. Amaya les dio la merienda, las baño, las cambió de ropa y sintió que el tiempo no había pasado, que su rutina seguía siendo esa; sin embargo, la realidad la golpeó demasiado pronto. —Es hora de que regreses —anunció Damián, rompiendo con el mágico instante. Los ojos de Amaya se humedeciero
—¿Mamá, qué estás…? Una fuerte cachetada interrumpió la pregunta de la joven. —¡Lo que haga o no, no es de tu incumbencia! —dijo la mujer con sus ojos ligeramente rojos. Era evidente que acababa de consumir otra dosis de drogas. —Pensé que prometiste que lo dejarías… —susurró la muchacha, mientras se sobaba la mejilla adolorida. —No he prometido tal cosa —contestó Isaura con insolencia—. Mejor hagamos algo, querida hija. Amaya sabía que cuando la llamaba en ese tono, aquello solamente podía significar problemas. —No quiero, mamá. De nuevo no —se negó sin demora. —Oh, sí. Esta vez será mejor. En el último año, su madre la había obligado a robar para conseguir dinero para sus porquerías. —Hace falta dinero. Pagar tu ridícula universidad está costando demasiado caro —le reclamó como si la idea de estudiar hubiese sido suya. Amaya había insistido en no estudiar, pero su madre—cuando no era esta versión deplorable— era muy buena y atenta, al punto en que había
Amaya se despertó en un lugar completamente desconocido y supo entonces que había hecho una estupidez. No era como si hubiera estado inconsciente la noche anterior, pero su estado de desesperación la había guiado por un camino sin retorno. Acababa de entregarle su virginidad a un completo extraño. «Maldición», pensó, mirando a la mesita de noche, dónde un fajo de billetes le recordaba su pésima decisión. Con piernas temblorosas se puso de pie, encontró su ropa limpia en uno de los muebles y se vistió rápidamente. En ese momento se percató del sonido de la regadera que provenía del baño de la habitación. Ese hombre se estaba duchando. Lo último que necesitaba era verlo antes de irse. Se terminó de organizar la ropa, recogió sus zapatos y caminó de puntillas hasta llegar a la puerta de salida, dónde sin detenerse a dar un último vistazo, salió del lugar, convencida de enterrar lo sucedido para siempre… […] Amaya regresó a su casa, cerca de las diez de la mañana. Esperaba encon
Había algo que Amaya no había considerado al idear su plan. Ben no era el padre del niño que esperaba y, como si fuera poco, no tenía nada en común con el misterioso hombre que la había embarazado. El sujeto al que le entregó su virginidad era de tez blanca, cabello tan rubio como el sol y unos ojos grises profundos y penetrantes. Su futuro esposo, en cambio, era de ascendencia hindú. Moreno, cabello negro y unos ojos tan oscuros que cualquiera pensaría que daban miedo, pero no, eran sorprendentemente cálidos. Amaya recién acababa de enterarse de que Ben era adoptado. Su suegra, la señora Roussa Greiner, no parecía nada contenta con la rapidez con la que se estaba llevando a cabo el matrimonio. —Es una pelea contra el tiempo. Una boda no puede planearse con tan poca antelación. ¡Es una locura! —se quejó en medio de la cena, cuando Ben le notificó su decisión de que el matrimonio se celebrara dentro de una semana. —Madre, no hay necesidad de planear algo grande o lujoso. Q