—¿Mamá, qué estás…?
Una fuerte cachetada interrumpió la pregunta de la joven. —¡Lo que haga o no, no es de tu incumbencia! —dijo la mujer con sus ojos ligeramente rojos. Era evidente que acababa de consumir otra dosis de drogas. —Pensé que prometiste que lo dejarías… —susurró la muchacha, mientras se sobaba la mejilla adolorida. —No he prometido tal cosa —contestó Isaura con insolencia—. Mejor hagamos algo, querida hija. Amaya sabía que cuando la llamaba en ese tono, aquello solamente podía significar problemas. —No quiero, mamá. De nuevo no —se negó sin demora. —Oh, sí. Esta vez será mejor. En el último año, su madre la había obligado a robar para conseguir dinero para sus porquerías. —Hace falta dinero. Pagar tu ridícula universidad está costando demasiado caro —le reclamó como si la idea de estudiar hubiese sido suya. Amaya había insistido en no estudiar, pero su madre—cuando no era esta versión deplorable— era muy buena y atenta, al punto en que había hecho la solicitud a la universidad por ella. Gracias a eso había conseguido una beca, pero estudiar leyes requería de muchos libros, los cuales la mayoría de las veces no podía costear. —No quiero, mamá —se negó de nuevo. Bastó esa simple negativa para que la mujer la agarrara fuertemente del cabello y la lanzara al suelo con fuerza. Amaya tenía veinte años, así que fácilmente podría recoger sus cosas e irse para siempre. Pero había algo que la ataba a esta vida de infierno. Su madre en realidad no era esa mujer que ahora la golpeaba, su madre se transformaba en eso, solamente cuando consumía ese veneno. Así que no podía abandonarla. No luego de todo lo que había sufrido y la razón de su actual estado. —¡Basta, mamá! ¡Basta! —dijo con el labio roto por la cachetada que acababa de darle. —¡Sal inmediatamente y consígueme dinero! —ordenó tajante. Amaya se enderezó, sintiendo que le dolía cada uno de sus huesos. Sabía que no tenía más opción que obedecer, pero la idea de hacer eso iba en contra de todos los principios que tanto intentaba defender. Aun así, salió de la casa sin rumbo aparente. Las lágrimas caían de sus ojos y el dolor punzaba más fuerte con cada segundo que pasaba. Tan pérdida se encontraba en sus pensamientos, que al momento de cruzar la calle no se fijó en el auto que venía a toda velocidad y el cual estuvo a punto de atropellarla. Un pitido fuerte se escuchó y su cuerpo cayó al suelo al instante. El hombre en el interior del auto se bajó sin demora y la tomó en sus brazos. Comprobando entonces que afortunadamente no la había golpeado, pero aun así, la muchacha se encontraba completamente inconsciente. Cumpliendo con su deber, la subió al vehículo y la llevó al hospital más cercano, dónde media hora después, confirmó que había logrado frenar a tiempo y que no le había hecho ningún daño. La razón del desvanecimiento de Amaya se debía a otra cosa. —Parece estar en un estado severo de desnutrición —informó el médico la posible causa—. Pesa muy poco para su estatura y nos acaba de confirmar que no ha ingerido alimentos en todo el día. Damián se quedó mirando al doctor sin comprender del todo la información. A simple vista parecía ser una muchacha sana y fuerte. —Le hemos administrado un suero por vía intravenosa. Ya puede regresar a su casa. Luego de escuchar las palabras del médico, ingresó a la habitación y contempló la figura de la joven, quien se encontraba en la cama firmando los documentos de salida. —Hola —dijo con su voz gruesa e imponente, estremeciéndola en el acto. —Ah, hola —Amaya no lo miró, concentrada en los papeles, solamente le interesaba irse para ver cómo conseguía el bendito dinero—. Gracias por traerme al hospital. Afortunadamente, no pasó nada. —El doctor mencionó que no habías comido en todo el día —contestó Damián, captando finalmente su atención. Amaya se sorprendió al encontrarse con esos grises tan profundos y bellos, era como un mar en calma. Aunque algo en su interior le decía que ese hombre era todo, menos calma. —Yo… eso… no es importante. —Te llevaré a comer algo y luego te regresaré a tu casa. Es lo mínimo que puedo hacer después de casi matarte. —No, no es necesario —trató de negarse. —No hay manera de que desista de esto. Amaya suspiró sabiendo que no se rendiría. Diez minutos después, habían llegado a un departamento cercano, ingresó al lugar con cautela preocupada de que pudiera hacerle algo. «¿Por qué no la llevo a un restaurante?», se preguntó con desconfianza. —Pensé que querías darte un baño —la respuesta llegó al instante. Amaya miró su ropa sucia y se tocó su labio ardiente, recordando la paliza que le había dado su madre. —Mmm sí —acepto la toalla que le ofrecía. “Consígueme dinero”, las palabras de la mujer regresaron a su mente. Sabía que si no llegaba a casa con lo que le había pedido, su estado empeoraría. Amaya se colocó la bata de baño al no encontrar su ropa al alcance luego de bañarse y salió al exterior. —¿Dónde está mi ropa? —preguntó, luego de notar que había desaparecido. —La puse a lavar. —No era necesario —rezongo, sabiendo que ahora le tomaría una hora o dos, irse de ese lugar. «Necesito conseguir ese dinero. Necesito conseguir ese dinero», pensó, sintiendo los nervios y la angustia palpitando en todo su ser. Su trabajo de medio tiempo no estaba dando los frutos necesarios; a pesar de que estaba haciendo ahorros, saltándose comidas, la situación económica en su hogar seguía empeorando. Sin contar con las constantes crisis de su madre, últimamente revivía la muerte de su hermano casi a diario. —¿Qué sucede? —le interrogó el hombre desde la cocina, al notarla temblando. —Casi me atropellaste, así que lo justo será que me pagues —exigió, sin saber muy bien de dónde había surgido esa alocada idea. —Tú misma lo dijiste, “casi” pero no pasó. —No importa. Debes pagarme —ya había empezado con esto, así que no podía retractarse. —¿Qué estás dispuesta a ofrecer? La pregunta la tomó por sorpresa, pero no necesitaba ser muy inteligente para saber a qué se estaba refiriendo. Amaya sostuvo con fuerza el nudo de la bata, un instante antes de soltarlo y dejar caer la prenda al suelo, revelando su desnudez ante los ojos de ese hombre que acababa de conocer.Amaya se despertó en un lugar completamente desconocido y supo entonces que había hecho una estupidez. No era como si hubiera estado inconsciente la noche anterior, pero su estado de desesperación la había guiado por un camino sin retorno. Acababa de entregarle su virginidad a un completo extraño. «Maldición», pensó, mirando a la mesita de noche, dónde un fajo de billetes le recordaba su pésima decisión. Con piernas temblorosas se puso de pie, encontró su ropa limpia en uno de los muebles y se vistió rápidamente. En ese momento se percató del sonido de la regadera que provenía del baño de la habitación. Ese hombre se estaba duchando. Lo último que necesitaba era verlo antes de irse. Se terminó de organizar la ropa, recogió sus zapatos y caminó de puntillas hasta llegar a la puerta de salida, dónde sin detenerse a dar un último vistazo, salió del lugar, convencida de enterrar lo sucedido para siempre… […] Amaya regresó a su casa, cerca de las diez de la mañana. Esperaba encon
Había algo que Amaya no había considerado al idear su plan. Ben no era el padre del niño que esperaba y, como si fuera poco, no tenía nada en común con el misterioso hombre que la había embarazado. El sujeto al que le entregó su virginidad era de tez blanca, cabello tan rubio como el sol y unos ojos grises profundos y penetrantes. Su futuro esposo, en cambio, era de ascendencia hindú. Moreno, cabello negro y unos ojos tan oscuros que cualquiera pensaría que daban miedo, pero no, eran sorprendentemente cálidos. Amaya recién acababa de enterarse de que Ben era adoptado. Su suegra, la señora Roussa Greiner, no parecía nada contenta con la rapidez con la que se estaba llevando a cabo el matrimonio. —Es una pelea contra el tiempo. Una boda no puede planearse con tan poca antelación. ¡Es una locura! —se quejó en medio de la cena, cuando Ben le notificó su decisión de que el matrimonio se celebrara dentro de una semana. —Madre, no hay necesidad de planear algo grande o lujoso. Q
—Amor, conoce a mi hermano —la presentó Ben con el hombre que la había embarazado—. Damián, ella es Amaya, mi esposa. —Un placer. Damián tomó su mano con suavidad y besó el dorso de la misma con galantería. Amaya apartó la mano de inmediato, sintiendo un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza tras el contacto. «Esto tiene que ser una pesadilla», pensó en medio del pánico, pellizcándose disimuladamente para despertar. Pero no. Todo era extremadamente real, tan real que era un enorme problema. La señora Roussa apareció de inmediato felicitándolos por el matrimonio y encaramándose en el brazo de su hijo mayor. Era evidente que existía un favorito en la familia. Y ese era Damián. El hijo biológico de los Greiner. —Agradece que tu hermano pudo hacer espacio en su agenda para asistir a la boda —comentó Aníbal, apareciendo también de la nada—. Mi muchacho es un hombre de negocios muy ocupado —señaló con orgullo, al tiempo en que Ben bajaba la mirada, sintiéndose menospr
Los días transcurrieron con total normalidad, y para alivio de Amaya no volvió a ver a su cuñado después de la boda. Al parecer Damián vivía viajando constantemente. Sin embargo, sus suegros no dejaban de mencionarlo en cada cena, halagando sus muchas habilidades y pronunciando su nombre con ojos soñadores. Siempre que esas comidas terminaban, el ánimo de su esposo mermaba notablemente. Era evidente que por más que se empeñaba en ser lo suficientemente bueno para sus padres, ninguno parecía sentirse verdaderamente orgulloso de él. Hasta la fecha la señora Roussa no dejaba de reprocharle a Ben su decisión de casarse tan joven. Alegando que existían preservativos, entre otros métodos anticonceptivos para evitar embarazos no deseados. Porque para ella, esas criaturas que venían en camino eran simplemente un estorbo. Amaya tenía ganas de gritarle a la cara y decirle que eran sus nietas, le gustara o no. Pero se contenía. Solamente esperaba que esas niñas nacieran parecidas a
—¡Hija mía, ya llegué! —anunció Isaura entrando en la habitación con una exhalación, parecía que acababa de correr un maratón. —Mamá —susurró Amaya desde la cama, lágrimas salían de sus ojos. —Oh, lo siento, cariño. Me hubiera gustado venir antes, pero no encontraba un taxi, y…Pero la joven negó, dándole a entender que no era eso lo que la afligía. Isaura hizo una interrogación silente con la mirada y Amaya le señaló el par de cunitas que se encontraban a su lado en esa espaciosa habitación. En ese momento, el rostro de Isaura se iluminó y caminó hacia las niñas para conocerlas. Pero inmediatamente, sus ojos vieron algo que no alcanzaba a procesar. —Estas niñas… —la conmoción no le permitió completar las palabras. —¡No son sus hijas, mamá! —lloró Amaya, sabiendo la magnitud del problema que se le avecinaba. —Pero, Amaya. ¿Cómo es posible? —soltó incrédula. No se imaginaba que su hija fuera capaz de un engaño como ese. —Sucedió el día del accidente —le recordó—. Tú estabas muy
Amaya sonrió aliviada al ver que todo había resultado creíble. No sabía qué cosa se había inventado su madre con esa supuesta fotografía, pero sea lo que sea había funcionado. O al menos había funcionado para Ben, porque sus suegros eran otra historia. —¿Dónde están las niñas? —preguntó Roussa entrando en la habitación con altanería. La mujer no se había detenido ni un instante a saludar a su nuera, era como si simplemente no existiera o como si el hecho de haber dado a luz a dos niñas no fuera lo suficientemente importante como para reconocerla. Amaya tampoco esperaba una felicitación o una palabra amable, pero le molestaba ser ignorada de esta manera. —Están aquí —indicó Isaura, levantándose del pequeño sofá dónde se encontraba acompañando a su hija. Roussa y Aníbal caminaron hacia las cunas con el claro deseo de conocer a sus nietas. Los ojos de Ben brillaban ante la emoción de que sus padres conocieran a las pequeñas que había procreado con la mujer que amaba. Sin embargo,
Tres días después, Amaya estaba de regreso a la mansión Greiner. Tenía muchas dudas e inquietudes, con respecto a cómo sería de ahora en adelante su relación con sus suegros. Ya que desde que se había mudado a esa casa, no había sido recibidora del mejor trato por parte de ellos. La señora Roussa de por sí siempre cortante, ahora parecía dispuesta a hacerle la vida un infierno. Pero aunque había insistido a su marido para que consiguieran otro lugar donde vivir, Ben se había negado, alegando que su familia era lo más importante y no podía dejarlos. Amaya estuvo a punto de decirle que ahora su familia era ella y sus hijas, pero entonces recordó que las niñas realmente no eran sus hijas y se arrepintió en el acto. ¿Con qué moral podía exigirle algo cuando estaba traicionándolo?Por otro lado, su madre no dejo de darle consejos en esos días que estuvo en el hospital, insistiéndole en que no permitiera que descubrieran la verdad y que mucho menos se dejará humillar por esas personas.
—¿Cuándo pensabas decírmelo?Los ojos grises parecían exigir una explicación. —¿Decirte qué?—alzó el mentón con desafío. Las niñas comenzaron a llorar en ese justo instante, alertadas por los fuertes ruidos—. ¡Largo, no tienes nada que hacer en esta habitación!—En eso te equivocas—los pasos de Damián resonaron en el pulido piso, un instante antes de que sus dedos se cerraran en torno al brazo de Amaya—. ¿Acaso pensabas que podías ocultarlo para siempre? —¡Cállate! ¡No sé de qué estás hablando!—intentó soltarse, mientras negaba su delito.—Tus mentiras terminaron, Amaya. El hombre la soltó con un empujón y se dirigió a la puerta. —¡Espera! —lo llamó asustada, temiendo por lo que sea que estaba a punto de hacer. No podía permitir que la verdad saliera a la luz.Damián se giró para encararla, en sus ojos grises solamente podía verse el odio que le tenía.—No sé qué ideas te has creado, pero estas niñas no son tuyas. Y sí, es cierto que no son de tu hermano, ¡pero tampoco son tuyas!