Los días transcurrieron con total normalidad, y para alivio de Amaya no volvió a ver a su cuñado después de la boda. Al parecer Damián vivía viajando constantemente.
Sin embargo, sus suegros no dejaban de mencionarlo en cada cena, halagando sus muchas habilidades y pronunciando su nombre con ojos soñadores. Siempre que esas comidas terminaban, el ánimo de su esposo mermaba notablemente. Era evidente que por más que se empeñaba en ser lo suficientemente bueno para sus padres, ninguno parecía sentirse verdaderamente orgulloso de él. Hasta la fecha la señora Roussa no dejaba de reprocharle a Ben su decisión de casarse tan joven. Alegando que existían preservativos, entre otros métodos anticonceptivos para evitar embarazos no deseados. Porque para ella, esas criaturas que venían en camino eran simplemente un estorbo. Amaya tenía ganas de gritarle a la cara y decirle que eran sus nietas, le gustara o no. Pero se contenía. Solamente esperaba que esas niñas nacieran parecidas a ella, para así evitar dudas sobre su legitimidad. Ya que al igual que Ben, ella tenía el cabello y los ojos oscuros, aunque su tono de piel era un poco más claro que el de su esposo. Quizás si las niñas nacían parecidas a ella, entonces podría llevarse este secreto a la tumba. Porque si, por el contrario, se parecían a su verdadero padre, entonces tendría mucho que explicar. Amaya decidió no atormentarse con suposiciones y pasar su embarazo con tranquilidad. Por decisión de sus suegros había congelado sus estudios universitarios, ya que ellos afirmaban que sería mal visto que siguiera asistiendo a la universidad con esa barriga. —¿Por qué? —preguntó un día. —Daría la impresión de que mi hijo no puede costear tu embarazo. Y siendo suyas o no, Ben tiene el dinero suficiente para mantener a esas niñas —soltó Roussa su veneno. —Señora, sé que piensa que me case con su hijo por interés, pero le juro que ese no es el caso—mintió—. Así que, por favor, deje de hacer este tipo de comentarios tan desagradables. Porque le garantizo que estas niñas son sus nietas. —Eso lo veremos —contestó la mujer con una mueca de repugnancia, dándole la espalda. Al parecer la señora Roussa se sentía superior a todo el mundo, así que no entendía cómo era que su esposo la quería tanto. Su madre tampoco le colaboraba en ayudarle a simpatizar con sus suegros. Siempre que Isaura venía de visita, se comportaba como si fuese la dueña y señora de la casa, dándole órdenes a los empleados y sentándose sobre el sofá a sus anchas. —Mamá, por favor, no pongas los pies sobre esa mesa —le regañó Amaya al ver su falta de modales—. Escuché que la señora Roussa la compró en una subasta. Y te aseguro que el precio es una locura, ni trabajando mil años podríamos pagarla. —Ay, basta, Amaya. No me importa esa mujer ni nada de lo que diga. Le guste o no, ahora somos familia —se jactó. A Isaura le gustaba la idea de pertenecer a la alta sociedad. Amaya suspiró sabiendo que su madre nunca cambiaría. Pero afortunadamente había dejado de consumir esa porquería o al menos eso era lo que le decía. […] Una mañana, siete meses después, Amaya despertó con fuertes dolores en su vientre y espalda. No podía parar de gritar y pedir ayuda. Pero su esposo no estaba. Su suegra alentada por los gritos, entró y la encontró apoyada en la pared, tratando de caminar. —¿Qué sucede? —le preguntó Roussa con frialdad. —Son contracciones. Las niñas ya vienen —informó con dificultad, haciendo una mueca de dolor, mientras una nueva contracción la atravesaba. Su suegra la miró retorciéndose por un momento y luego salió de la habitación para pedirle a uno de los empleados que la llevara al médico. Roussa Greiner no la acompañó. Cuando llegó al hospital fue atendida rápidamente, pero Amaya se sentía fatal al saber que se encontraba completamente sola. Rápidamente, suplico para que llamaran a su esposo y para que le avisaran también a su madre. Con la promesa de que lo harían, entró en labor de parto. La primera niña nació prácticamente de forma inmediata, haciendo que Amaya sintiera un poco de alivio luego de tanto dolor. Pero al ver a su hija, la angustia se apoderó de su interior. El dolor de la llegada de la segunda niña, no le permitió asimilar lo que sucedía. Pero luego de que nació la otra pequeña, finalmente lo confirmó. Esas niñas habían nacido idénticas a su verdadero padre, lo cual era un ENORME problema.—¡Hija mía, ya llegué! —anunció Isaura entrando en la habitación con una exhalación, parecía que acababa de correr un maratón. —Mamá —susurró Amaya desde la cama, lágrimas salían de sus ojos. —Oh, lo siento, cariño. Me hubiera gustado venir antes, pero no encontraba un taxi, y…Pero la joven negó, dándole a entender que no era eso lo que la afligía. Isaura hizo una interrogación silente con la mirada y Amaya le señaló el par de cunitas que se encontraban a su lado en esa espaciosa habitación. En ese momento, el rostro de Isaura se iluminó y caminó hacia las niñas para conocerlas. Pero inmediatamente, sus ojos vieron algo que no alcanzaba a procesar. —Estas niñas… —la conmoción no le permitió completar las palabras. —¡No son sus hijas, mamá! —lloró Amaya, sabiendo la magnitud del problema que se le avecinaba. —Pero, Amaya. ¿Cómo es posible? —soltó incrédula. No se imaginaba que su hija fuera capaz de un engaño como ese. —Sucedió el día del accidente —le recordó—. Tú estabas muy
—¿Mamá, qué estás…? Una fuerte cachetada interrumpió la pregunta de la joven. —¡Lo que haga o no, no es de tu incumbencia! —dijo la mujer con sus ojos ligeramente rojos. Era evidente que acababa de consumir otra dosis de drogas. —Pensé que prometiste que lo dejarías… —susurró la muchacha, mientras se sobaba la mejilla adolorida. —No he prometido tal cosa —contestó Isaura con insolencia—. Mejor hagamos algo, querida hija. Amaya sabía que cuando la llamaba en ese tono, aquello solamente podía significar problemas. —No quiero, mamá. De nuevo no —se negó sin demora. —Oh, sí. Esta vez será mejor. En el último año, su madre la había obligado a robar para conseguir dinero para sus porquerías. —Hace falta dinero. Pagar tu ridícula universidad está costando demasiado caro —le reclamó como si la idea de estudiar hubiese sido suya. Amaya había insistido en no estudiar, pero su madre—cuando no era esta versión deplorable— era muy buena y atenta, al punto en que había
Amaya se despertó en un lugar completamente desconocido y supo entonces que había hecho una estupidez. No era como si hubiera estado inconsciente la noche anterior, pero su estado de desesperación la había guiado por un camino sin retorno. Acababa de entregarle su virginidad a un completo extraño. «Maldición», pensó, mirando a la mesita de noche, dónde un fajo de billetes le recordaba su pésima decisión. Con piernas temblorosas se puso de pie, encontró su ropa limpia en uno de los muebles y se vistió rápidamente. En ese momento se percató del sonido de la regadera que provenía del baño de la habitación. Ese hombre se estaba duchando. Lo último que necesitaba era verlo antes de irse. Se terminó de organizar la ropa, recogió sus zapatos y caminó de puntillas hasta llegar a la puerta de salida, dónde sin detenerse a dar un último vistazo, salió del lugar, convencida de enterrar lo sucedido para siempre… […] Amaya regresó a su casa, cerca de las diez de la mañana. Esperaba encon
Había algo que Amaya no había considerado al idear su plan. Ben no era el padre del niño que esperaba y, como si fuera poco, no tenía nada en común con el misterioso hombre que la había embarazado. El sujeto al que le entregó su virginidad era de tez blanca, cabello tan rubio como el sol y unos ojos grises profundos y penetrantes. Su futuro esposo, en cambio, era de ascendencia hindú. Moreno, cabello negro y unos ojos tan oscuros que cualquiera pensaría que daban miedo, pero no, eran sorprendentemente cálidos. Amaya recién acababa de enterarse de que Ben era adoptado. Su suegra, la señora Roussa Greiner, no parecía nada contenta con la rapidez con la que se estaba llevando a cabo el matrimonio. —Es una pelea contra el tiempo. Una boda no puede planearse con tan poca antelación. ¡Es una locura! —se quejó en medio de la cena, cuando Ben le notificó su decisión de que el matrimonio se celebrara dentro de una semana. —Madre, no hay necesidad de planear algo grande o lujoso. Q
—Amor, conoce a mi hermano —la presentó Ben con el hombre que la había embarazado—. Damián, ella es Amaya, mi esposa. —Un placer. Damián tomó su mano con suavidad y besó el dorso de la misma con galantería. Amaya apartó la mano de inmediato, sintiendo un escalofrío que la recorrió de pies a cabeza tras el contacto. «Esto tiene que ser una pesadilla», pensó en medio del pánico, pellizcándose disimuladamente para despertar. Pero no. Todo era extremadamente real, tan real que era un enorme problema. La señora Roussa apareció de inmediato felicitándolos por el matrimonio y encaramándose en el brazo de su hijo mayor. Era evidente que existía un favorito en la familia. Y ese era Damián. El hijo biológico de los Greiner. —Agradece que tu hermano pudo hacer espacio en su agenda para asistir a la boda —comentó Aníbal, apareciendo también de la nada—. Mi muchacho es un hombre de negocios muy ocupado —señaló con orgullo, al tiempo en que Ben bajaba la mirada, sintiéndose menospr