Ya era de noche cuando llegué a la hacienda, con los zapatos encharcados en la mano y un verdadero malestar en el cuerpo. Sentía náuseas y sudores como si hubiese comido una sopa podrida y en lo único que pensé fue en refugiarme en Adal. Salí de la cocina por donde había entrado y después de examinar la sala como una ladrona, me percaté que todo estaba oscuro y asumí que todos dormían. Subí con la misma cautela las escaleras y abriendo con mano de seda la puerta del cuarto, contemplé el cuerpo de Adal que yacía dormido en la cama. Aún en la oscuridad, pude ver cómo la luz de la luna que entraba por la ventana, le daba un aire distinto y hermoso a su rostro. Entonces, lo besé. Se sobresaltó y en un movimiento violento, me tomó con fuerza por un brazo y se sentó. Yo quedé prácticamente sentada en sus piernas, con su cara contra la m&
Yo lloraba amargamente y se acercó a mí, consolándome como lo habría hecho mi padre.—Quizá si te cuento algo podrías aprender de mi experiencia —dijo dulcemente y se sentó a mi lado—. No es que yo haya sido virgen ni nada parecido, pero cuando vi a Andreina por primera vez, supe que era la indicada. Yo había ido a una firma de libros de uno de mis poetas favoritos. Ella le antecedía con la presentación de su primer libro y estaba sentada a la mesa de los panelistas, y cuando la vi, con toda esa aura y magia que irradiaba, sentí como si un rayo me hubiera quebrado los huesos. Fue un dolor jubiloso que no pude ocultar. La seguí cuando salía y la abordé pretextando interés en su obra. Ella me atendió como a cualquiera, supe entonces que no la impresioné. Sin embargo, no desistí. La perseguí, la indagué, la acorralé.
El sol, que ya tenía rato merodeando en la mañana bajo un cielo azul profundo y sobre los bosques cubiertos de un manto gris; iluminaba la falda de la montaña, repleta de vegetación espesa y exuberante, plateando el río que corría manso hasta el fondo del valle. Más allá, se veían humaredas de los fogones elevándose en espiral y algún ave surcando el cielo, libre y dichosa, interrumpiendo el silencio solo turbado por el sonido del agua. Y yo, tendida en puente, rodeada de las rosas que había deshojado, respiraba el frío y fresco aroma de la mañana. No podía estar más feliz. Era domingo y no tenía que trabajar y para mayor dicha, las vacaciones escolares se habían vuelto una realidad. Imaginaba ver a Adal en el río o en el cenador, tomando el sol o meditando, o viniendo hasta mí para conversar. ¡Adal! ¡Qué bien se sintió
Bullía nuevamente de celos, observado cómo Adal conversaba con ellas y se dejaba mimar como si nunca hubiese sufrido, como si Andreina y su bebé nunca hubiesen existido. Me pregunté entonces, con preocupación, si algún día Adal me pudiera olvidar de esa forma, dejándome a mi suerte y al margen de su vida y repentinamente tuve miedo, pero más miedo tenía de tropezar alguna de las motos, no fuera a ser que como en las películas, cayera de lado derrumbando a todas las demás como en un efecto dominó y terminara empeorando la cosa. A pesar de mis súplicas silenciosas y de haberlo seguido como su sombra mientras preparaba sus cosas, Adal terminó comprando una moto y marchándose con ellos. Se fue por muchos días a recorrer los pueblos del sur y durante su partida, yo me dediqué a ver películas y documentales sobre motoristas. La angustia me apremió al
—Serás la oveja negra de la familia y te juzgarán por ello. Así que si quieres lograr tu meta tendrás que enfrentarlos. Escúchame —dijo, mirándome a los ojos—. Lo de la playa tendrás que comprobarlo cuando llegues a la ciudad, en cuatro años estarás allá.—¿Cómo lo sabes?—Porque yo puedo ayudarte. ¿Quieres irte de aquí para cumplir tu sueño de actuar?—Sí —respondí de inmediato, luciendo el brillo de un rayo instantáneo de esperanza.—Entonces no se diga más. Si lo que quieres es actuar, aquí no lo vas a lograr. Necesitas irte más allá de estas montañas. Hagamos una cosa, Clarita —dijo, tomando suavemente mi rostro—. Te prometo que en cuatro años vendré y te llevaré conmigo a la ciudad y allá podrás est
Sabía que me faltaba la cebolla en polvo y me moví unos pasos para tomarla de una alacena ubicada en la parte superior. “Eso del club de los rebeldes es una pérdida de tiempo. ¿Para qué les puede servir leer, escuchar música y actuar?” continuaba tía Amanda. “No se llama club de los rebeldes, sino el clan de los siete” agregó Adal, hastiado, viéndome parada sobre la punta de los pies intentando tomar el frasco de cebolla en polvo con dificultad. Entonces se acercó hasta mí y me preguntó: “¿Necesitas ayuda, guapa?” y sin darme tiempo a contestar se colocó detrás de mí, pasando sus brazos por encima de los míos y alcanzando el frasco con naturalidad.Por un instante, su cuerpo tibio y perfumado me cubrió toda, apretándome contra el mesón y lo sentí todo, ¡todo! Su pecho fuerte y
Desde que aquello comenzó nada fue como antes, todo era extraño y cualquier cosa podía pasar. Lo percibía en su mirada, en sus palabras, en sus gestos, todos encubiertos como inocentes faltas de respeto. Era una tentación tan fuerte que me aterraba y desesperaba. Lo malo de esas faltas de respeto –que tanto me gustaban– era que cada vez me situaban más cerca del peligro. El peligro de verme descubierta por tía Amanda o de sucumbir al hechizo de mis propios instintos. Ahora más que nunca entendía a Adal cuando hablaba de ese límite entre la felicidad y la locura donde te sitúa el amor. Si verlo reír me llenaba el alma de poesía, si cada palabra suya me pintaba de arcoíris el día, si cada mirada intensa me causaba un temblor incontrolable, si cada roce de su cuerpo contra el mío generaba una onda expansiva tan ardiente que me quemaba, si pensarlo en la poluci&oac
—¡Basta! —vociferó Adal—. Es que no se dan cuenta del peligro que hay aquí.—Déjenlo ya —intervino Ángel, levantando un alambre del cercado de la hacienda—. Sigamos.Ambos se separaron pero la atmósfera era insoportable. Empezaron las indirectas, el sarcasmo y uno que otro insulto cuchicheado mientras seguíamos caminado. Yo miraba hacia los saltos de agua que hervían como espumas al romper en las partes bajas. Empezaba a sentirme nerviosa.—¿Hasta dónde vamos, Ángel? —pregunté, asustada—. ¿Vamos al centro de la Tierra o qué?—¡La leí! —intervino Celeste, una de las regordetas—. Pronto cabalgaremos un Elasmosaurus.&m
Se quedó mirándome fijamente. Adal está celoso. ¡No puede ser! Pensé y creo que lo miré con la boca abierta, experimentando una sensación entre agradable y desagradable. Se me ocurrió entonces que podía ser el momento perfecto para confesarle mi amor. Alejados de tía Amanda, sin nadie viendo ni señal de peligro, me dispuse a abrir la válvula de los sentimientos que corrían en mí hasta que aparecieron dos hombres de aspecto terrible que llevaban un perro.—¿Con que este el actor que se metió a hacendado?—preguntó uno de ellos. Era alto, delgado, de pelo largo y piel rosácea. Tenía el rostro lleno de cicatrices y llevaba una escopeta en la mano.—Yo quiero un autógrafo —dijo el otro, recorriendo con la mirada a Adal. Éste tenía una cara grande, cubierta por una andrajosa barba y era un po