El sol, que ya tenía rato merodeando en la mañana bajo un cielo azul profundo y sobre los bosques cubiertos de un manto gris; iluminaba la falda de la montaña, repleta de vegetación espesa y exuberante, plateando el río que corría manso hasta el fondo del valle. Más allá, se veían humaredas de los fogones elevándose en espiral y algún ave surcando el cielo, libre y dichosa, interrumpiendo el silencio solo turbado por el sonido del agua. Y yo, tendida en puente, rodeada de las rosas que había deshojado, respiraba el frío y fresco aroma de la mañana. No podía estar más feliz. Era domingo y no tenía que trabajar y para mayor dicha, las vacaciones escolares se habían vuelto una realidad. Imaginaba ver a Adal en el río o en el cenador, tomando el sol o meditando, o viniendo hasta mí para conversar. ¡Adal! ¡Qué bien se sintió
Bullía nuevamente de celos, observado cómo Adal conversaba con ellas y se dejaba mimar como si nunca hubiese sufrido, como si Andreina y su bebé nunca hubiesen existido. Me pregunté entonces, con preocupación, si algún día Adal me pudiera olvidar de esa forma, dejándome a mi suerte y al margen de su vida y repentinamente tuve miedo, pero más miedo tenía de tropezar alguna de las motos, no fuera a ser que como en las películas, cayera de lado derrumbando a todas las demás como en un efecto dominó y terminara empeorando la cosa. A pesar de mis súplicas silenciosas y de haberlo seguido como su sombra mientras preparaba sus cosas, Adal terminó comprando una moto y marchándose con ellos. Se fue por muchos días a recorrer los pueblos del sur y durante su partida, yo me dediqué a ver películas y documentales sobre motoristas. La angustia me apremió al
—Serás la oveja negra de la familia y te juzgarán por ello. Así que si quieres lograr tu meta tendrás que enfrentarlos. Escúchame —dijo, mirándome a los ojos—. Lo de la playa tendrás que comprobarlo cuando llegues a la ciudad, en cuatro años estarás allá.—¿Cómo lo sabes?—Porque yo puedo ayudarte. ¿Quieres irte de aquí para cumplir tu sueño de actuar?—Sí —respondí de inmediato, luciendo el brillo de un rayo instantáneo de esperanza.—Entonces no se diga más. Si lo que quieres es actuar, aquí no lo vas a lograr. Necesitas irte más allá de estas montañas. Hagamos una cosa, Clarita —dijo, tomando suavemente mi rostro—. Te prometo que en cuatro años vendré y te llevaré conmigo a la ciudad y allá podrás est
Sabía que me faltaba la cebolla en polvo y me moví unos pasos para tomarla de una alacena ubicada en la parte superior. “Eso del club de los rebeldes es una pérdida de tiempo. ¿Para qué les puede servir leer, escuchar música y actuar?” continuaba tía Amanda. “No se llama club de los rebeldes, sino el clan de los siete” agregó Adal, hastiado, viéndome parada sobre la punta de los pies intentando tomar el frasco de cebolla en polvo con dificultad. Entonces se acercó hasta mí y me preguntó: “¿Necesitas ayuda, guapa?” y sin darme tiempo a contestar se colocó detrás de mí, pasando sus brazos por encima de los míos y alcanzando el frasco con naturalidad.Por un instante, su cuerpo tibio y perfumado me cubrió toda, apretándome contra el mesón y lo sentí todo, ¡todo! Su pecho fuerte y
Desde que aquello comenzó nada fue como antes, todo era extraño y cualquier cosa podía pasar. Lo percibía en su mirada, en sus palabras, en sus gestos, todos encubiertos como inocentes faltas de respeto. Era una tentación tan fuerte que me aterraba y desesperaba. Lo malo de esas faltas de respeto –que tanto me gustaban– era que cada vez me situaban más cerca del peligro. El peligro de verme descubierta por tía Amanda o de sucumbir al hechizo de mis propios instintos. Ahora más que nunca entendía a Adal cuando hablaba de ese límite entre la felicidad y la locura donde te sitúa el amor. Si verlo reír me llenaba el alma de poesía, si cada palabra suya me pintaba de arcoíris el día, si cada mirada intensa me causaba un temblor incontrolable, si cada roce de su cuerpo contra el mío generaba una onda expansiva tan ardiente que me quemaba, si pensarlo en la poluci&oac
—¡Basta! —vociferó Adal—. Es que no se dan cuenta del peligro que hay aquí.—Déjenlo ya —intervino Ángel, levantando un alambre del cercado de la hacienda—. Sigamos.Ambos se separaron pero la atmósfera era insoportable. Empezaron las indirectas, el sarcasmo y uno que otro insulto cuchicheado mientras seguíamos caminado. Yo miraba hacia los saltos de agua que hervían como espumas al romper en las partes bajas. Empezaba a sentirme nerviosa.—¿Hasta dónde vamos, Ángel? —pregunté, asustada—. ¿Vamos al centro de la Tierra o qué?—¡La leí! —intervino Celeste, una de las regordetas—. Pronto cabalgaremos un Elasmosaurus.&m
Se quedó mirándome fijamente. Adal está celoso. ¡No puede ser! Pensé y creo que lo miré con la boca abierta, experimentando una sensación entre agradable y desagradable. Se me ocurrió entonces que podía ser el momento perfecto para confesarle mi amor. Alejados de tía Amanda, sin nadie viendo ni señal de peligro, me dispuse a abrir la válvula de los sentimientos que corrían en mí hasta que aparecieron dos hombres de aspecto terrible que llevaban un perro.—¿Con que este el actor que se metió a hacendado?—preguntó uno de ellos. Era alto, delgado, de pelo largo y piel rosácea. Tenía el rostro lleno de cicatrices y llevaba una escopeta en la mano.—Yo quiero un autógrafo —dijo el otro, recorriendo con la mirada a Adal. Éste tenía una cara grande, cubierta por una andrajosa barba y era un po
¿Era mi cabeza en ese plato? La cabeza de la gallina, sin cresta, lengua ni ojos, me miraba fijamente –aún con los párpados cerrados– transmitiéndome una especie de mensaje telepático: “Estás jodida, Clarita. Huye, huye antes de que te tuerzan el pescuezo a ti también”. Ya era tarde. El dedo anular de mi mano izquierda lucía un precioso anillo de compromiso. Tía Amanda, muy entusiasmada, repartía a todos el platillo especial que había mandado a preparar: Pescuezo de gallina relleno. Es un plato típico de mi tierra en el cual el pescuezo de la gallina se sirve unido a la cabeza. Está relleno con arroz, picadillo de las vísceras de la gallina, aliños y condimentos. El resultado es una parte de la pobre gallina frita, bien doradita y con un aspecto tenebroso que te atemoriza antes de comerla. Recuerdo el día en que a tía Amanda se le ocurri&oacu
Él era ahora más alto y acuerpado, incluso su voz había cambiado. Lo veía con su pelo ensortijado, sus rasgos gruesos como de mulato y sus ojos de mirada fija y febril, y me parecía a veces atractivo, pero apenas abría la boca diciendo una sarta de idioteces, lo descartaba. Entraba en el campo de las comparaciones odiosas, donde Adal era el estándar que Gustavo debía alcanzar. Si no se veía como Adal, si no hablaba o pensaba como Adal, para mí era simplemente nada. ¡Pobre Gustavo! Se esforzaba día a día para hacerme feliz, pero muchas veces sus esfuerzos quedaban eclipsados por su propia arrogancia.Una vez en la práctica de agricultura del liceo, cuando todos se marcharon, me acorraló en el huerto: “¿Para dónde vas tú si tenemos que recoger las escardillas?” Hacía un sol intenso y él estaba sudado por el trabajo