Desde que aquello comenzó nada fue como antes, todo era extraño y cualquier cosa podía pasar. Lo percibía en su mirada, en sus palabras, en sus gestos, todos encubiertos como inocentes faltas de respeto. Era una tentación tan fuerte que me aterraba y desesperaba. Lo malo de esas faltas de respeto –que tanto me gustaban– era que cada vez me situaban más cerca del peligro. El peligro de verme descubierta por tía Amanda o de sucumbir al hechizo de mis propios instintos. Ahora más que nunca entendía a Adal cuando hablaba de ese límite entre la felicidad y la locura donde te sitúa el amor. Si verlo reír me llenaba el alma de poesía, si cada palabra suya me pintaba de arcoíris el día, si cada mirada intensa me causaba un temblor incontrolable, si cada roce de su cuerpo contra el mío generaba una onda expansiva tan ardiente que me quemaba, si pensarlo en la poluci&oac
—¡Basta! —vociferó Adal—. Es que no se dan cuenta del peligro que hay aquí.—Déjenlo ya —intervino Ángel, levantando un alambre del cercado de la hacienda—. Sigamos.Ambos se separaron pero la atmósfera era insoportable. Empezaron las indirectas, el sarcasmo y uno que otro insulto cuchicheado mientras seguíamos caminado. Yo miraba hacia los saltos de agua que hervían como espumas al romper en las partes bajas. Empezaba a sentirme nerviosa.—¿Hasta dónde vamos, Ángel? —pregunté, asustada—. ¿Vamos al centro de la Tierra o qué?—¡La leí! —intervino Celeste, una de las regordetas—. Pronto cabalgaremos un Elasmosaurus.&m
Se quedó mirándome fijamente. Adal está celoso. ¡No puede ser! Pensé y creo que lo miré con la boca abierta, experimentando una sensación entre agradable y desagradable. Se me ocurrió entonces que podía ser el momento perfecto para confesarle mi amor. Alejados de tía Amanda, sin nadie viendo ni señal de peligro, me dispuse a abrir la válvula de los sentimientos que corrían en mí hasta que aparecieron dos hombres de aspecto terrible que llevaban un perro.—¿Con que este el actor que se metió a hacendado?—preguntó uno de ellos. Era alto, delgado, de pelo largo y piel rosácea. Tenía el rostro lleno de cicatrices y llevaba una escopeta en la mano.—Yo quiero un autógrafo —dijo el otro, recorriendo con la mirada a Adal. Éste tenía una cara grande, cubierta por una andrajosa barba y era un po
¿Era mi cabeza en ese plato? La cabeza de la gallina, sin cresta, lengua ni ojos, me miraba fijamente –aún con los párpados cerrados– transmitiéndome una especie de mensaje telepático: “Estás jodida, Clarita. Huye, huye antes de que te tuerzan el pescuezo a ti también”. Ya era tarde. El dedo anular de mi mano izquierda lucía un precioso anillo de compromiso. Tía Amanda, muy entusiasmada, repartía a todos el platillo especial que había mandado a preparar: Pescuezo de gallina relleno. Es un plato típico de mi tierra en el cual el pescuezo de la gallina se sirve unido a la cabeza. Está relleno con arroz, picadillo de las vísceras de la gallina, aliños y condimentos. El resultado es una parte de la pobre gallina frita, bien doradita y con un aspecto tenebroso que te atemoriza antes de comerla. Recuerdo el día en que a tía Amanda se le ocurri&oacu
Él era ahora más alto y acuerpado, incluso su voz había cambiado. Lo veía con su pelo ensortijado, sus rasgos gruesos como de mulato y sus ojos de mirada fija y febril, y me parecía a veces atractivo, pero apenas abría la boca diciendo una sarta de idioteces, lo descartaba. Entraba en el campo de las comparaciones odiosas, donde Adal era el estándar que Gustavo debía alcanzar. Si no se veía como Adal, si no hablaba o pensaba como Adal, para mí era simplemente nada. ¡Pobre Gustavo! Se esforzaba día a día para hacerme feliz, pero muchas veces sus esfuerzos quedaban eclipsados por su propia arrogancia.Una vez en la práctica de agricultura del liceo, cuando todos se marcharon, me acorraló en el huerto: “¿Para dónde vas tú si tenemos que recoger las escardillas?” Hacía un sol intenso y él estaba sudado por el trabajo
Él sonreía en todo momento y decía cosas amables, en medio de risas y una bullanga que había llegado a un nivel insoportable. Vi cómo se bebía rápidamente una botella casi entera de ron incitado por Jordán. La fiesta llegó a una situación de gran emoción. Hasta tía Amanda se divertía de tal forma que tocaba palmas, acompañando la música del grupo campesino. Pedro, Augusto y Jordán continuaban bebiendo ron. Adal los acompañaba. Tenía los ojos brillantes y el aspecto de estar divirtiéndose enormemente. Pedro contaba, borracho, cómo iba a vengarse de los cuatreros, pero entonces Augusto se metió en la conversación, no tanto por apoyar a Pedro que en realidad no había hecho nada al respecto, sino porque estaban hablando de “cuatreros”. En eso, Jordán lo interrumpió con tal fuerza, que casi se armó
—¡¿Qué demonios pasa contigo, Claret?! —exclamó rápidamente, apartándome de sí.—¡No pasa nada, Adal! —exclamé de inmediato, sintiéndome sofocada y avergonzada ante su reacción—. Te estoy confesando que te quiero... Solo eso...—Tan fácil y tan grave como eso... —balbuceó, respirando profundo y apartando su mirada de la mía—. ¿No te das cuenta de la gravedad de lo que estás diciendo?—¿Qué tan grave puede ser, Adal? ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Siempre lo he hecho!—¡Tú no estás enamorada de mí! —increpó en un tono seco y frío que me paralizó—. Lo que sientes es admiración, gratitud por todo lo que he hecho por ti...—Sí estoy enamorada de ti, no tengo dudas —dije con v
Luego, en pleno sol, bajo el cielo azul, en un juego ruidoso y multicolor, entregados a la emoción de los tragos y los besos, de las vueltas canela y las prendas de vestir que volaban por los aires; le juré a Maya cumplir con mi última penitencia: Meterme al agua congelada del río. Con la rudeza y el brío de nuestros cuerpos, corrimos como una manada de toros salvajes, riendo y gritando ladera abajo, hacia el puente, derrochando todo el encanto de nuestra enérgica juventud. Maya iba detrás de mí y Martín amenazaba con ahogarme en el río. Auri y las hermanas prefirieron quedarse en el patio planificando el escape nocturno. Yo vi el río fluyendo tranquilo, y temblando, con voz triunfante y ahogada, grité: “¡Gané! ¡Gané!” Y solo sentí las puñaladas ardientes del agua fría en la piel, los gritos de Maya, la violencia de Martín sumergi&eacu
—¿Lo ve, Clarita? —reflexionó, Gustavo—. A las mujeres no les importa nada. Cuando deciden darnos la espalda, ni que lo vean a uno desangrándose en una cloaca, lo van a ayudar. Eso aplica para amigas también, no se le olvide.Escondidos en la vega de un río ancho y empedrado, sumidos en la más profunda oscuridad, escuchábamos el fluir furioso del agua y los ronroneos de gato producidos por Auri y el de ojos de perros, que se besaban y manoseaban en el asiento de atrás. Gustavo había estacionado en un lugar apartado, cubierto de vegetación y apagado todas las luces del auto. Aguardábamos asustados a que los hombres de pueblo se pudieran presentar. Yo me sentía angustiada, pensando en lo que podría haberle ocurrido a Maya. Gustavo tomaba de una botella de miche como si fuera agua. Auri y el de los ojos de perro se bajaron del auto rendidos ante un frenesí espantos