No recuerdo cómo llegué a casa. Quizás me trajeron los demás, aunque considerando lo borrachos que estaban, es más probable que me haya arrastrado hasta aquí por mi cuenta.
Por lo general, el alcohol no me borra la memoria, pero siempre hay fragmentos que se pierden en el torbellino de imágenes borrosas. Y, siendo sincera, a veces es mejor así. He hecho demasiadas estupideces en noches como la de ayer, y no recordar algunas es casi un alivio. Estoy tendida en el sofá, no porque no haya logrado llegar a la cama, sino porque no tengo una. Este apartamento de mala muerte apenas tiene espacio para el sofá, una televisión que ni siquiera funciona y una cocina diminuta que casi nunca uso. Ni siquiera he intentado moverme. La resaca me está matando. Mi mirada está fija en el techo agrietado mientras todo me da vueltas. Solo de pensar en levantarme, el estómago me da una advertencia: un cóctel de náuseas y un hambre voraz, como si mi cuerpo no pudiera decidir si necesita comida o vomitar lo poco que le queda. Muevo las manos a tientas sobre el sofá y rebusco en los bolsillos de mi chaqueta de cuero. No encuentro mi teléfono. Levanto la vista hacia el viejo reloj de pared, pero la aguja está detenida. Probablemente hace mucho que dejó de funcionar. No tengo idea de qué hora es, pero dudo que sea temprano. Dormí casi todo el día, estoy segura. Anoche no llegué antes de las cinco de la mañana… tal vez incluso más tarde. Con un quejido, me giro sobre el sofá y me arrastro hasta que, en un movimiento torpe, termino desplomada en el suelo. No me levanto enseguida. Me quedo ahí, boca arriba, con la cabeza palpitando y el estómago revuelto. Cuando finalmente decido moverme, me agarro del borde del sofá para no caerme. Grave error. El mareo me golpea como una ola, las náuseas suben por mi garganta y salgo corriendo al baño sin pensarlo dos veces. Vacío mis entrañas tres veces antes de poder sostenerme del lavabo. Levanto la vista y mi reflejo en el espejo me devuelve una imagen lamentable. La superficie está vieja y manchada, pero ni siquiera en un espejo impecable me vería mejor. Bolsas oscuras bajo los ojos, labios cuarteados, piel pálida como un cadáver. Mi cabello es un desastre enmarañado, como si un nido de aves hubiera decidido instalarse ahí. Pero lo peor son mis ojos. Han perdido todo rastro de brillo. Me veo vacía. Como si no tuviera razón de existir. Si mi madre me viera ahora… La imagen de su rostro decepcionado golpea mi mente como un puñetazo. Cierro los ojos con fuerza. Me gustaría haber sido lo que ella esperaba de mí. Pero quizá siempre tuvo razón… Quizá me parezco demasiado a mi padre. Qué lástima. Me lavo los dientes, la cara y recojo mi cabello en una coleta desordenada que no logra domar los mechones rebeldes. Mientras rebusco algo para comer en el refrigerador, un golpe en la puerta me hace sobresaltarme. Golpean de nuevo, con insistencia. Con la vaga esperanza de que sea uno de los chicos, me acerco con una sonrisa en los labios. Pero en cuanto abro la puerta, la sonrisa se borra de inmediato. Frente a mí, tres hombres con trajes formales me observan con expresión seria. Todos llevan portafolios en las manos. —Buenos días —saluda el más anciano—. ¿Es usted la señorita Cross? Las palabras se me atascan en la garganta. Algo me dice que responder podría ser peligroso. Mi mente trabaja a toda velocidad. No sé quiénes son, pero después del pequeño acto de vandalismo de anoche, dudo mucho que solo sean cobradores de impuestos. —¿Quién la busca? —pregunto con cautela, sosteniendo la puerta, lista para cerrarla si algo no me gusta. —Somos el equipo jurídico de Knight Industries —responde el anciano. Frunzo el ceño. —¿De qué? —Le será más fácil entender si le digo que somos los abogados de la empresa que usted y otros tres jóvenes invadieron anoche —interviene otro, con menos paciencia. Lo sabía. Intento cerrar la puerta, pero una de sus manos se interpone antes de que pueda hacerlo. —Yo que usted nos escucharía —dice con un tono firme—. A menos que prefiera hablar con la policía. Al oír la palabra policía, me congelo. —Buena elección —comenta con una sonrisa apenas visible—. ¿Podemos pasar? Dudo. Me debato entre echarlos y arriesgarme a que cumplan su amenaza o escuchar lo que tienen que decir. Con un suspiro resignado, me hago a un lado y los dejo entrar. Los tres apenas caben en mi diminuto sofá. Sus miradas de incomodidad y desagrado recorren cada rincón del apartamento, y aunque no dicen nada, su desprecio es evidente. Me siento en el suelo frente a ellos, con los brazos cruzados y la paciencia agotada. —¿Y bien? ¿Qué quieren? —No hace falta detallar lo ocurrido anoche —dice el anciano con una mirada reprobatoria—. Usted sabe bien cuántas ilegalidades cometió. Aprieto los labios y bajo la mirada. —Lo sé. —¿Recuerda haber firmado un documento? Parpadeo. La resaca me tiene lenta, pero esa parte sí la recuerdo. —Sí… pero era una broma. El anciano suelta una risita irónica y niega con la cabeza. —¿Una broma? —Extiende la mano y uno de los abogados le entrega un documento. Luego, me lo ofrece—. ¿Es esta su firma? Tomo el papel con las manos temblorosas. Sí, es el mismo documento que vi anoche. Pero ahora ya no está en blanco. Todos los espacios han sido llenados. Y al final, sobre la línea de firma, está mi nombre. El trazo es errático, con la torpeza de alguien borracha. Pero sin dudas, es mi firma. —Creo que sí… —susurro, sintiendo que algo anda muy mal. —Léalo bien. Deslizo la mirada hasta la parte superior de la hoja y, en cuanto leo el título, mi cerebro se apaga. ACTA MATRIMONIAL. Mis ojos se abren de golpe. —¿¡Qué demonios es esto!? —chillo, mirando al abogado con el pánico subiéndome por la garganta. El hombre me arrebata el documento con calma. —Es exactamente lo que leyó. Un acta matrimonial. —No, no, no. —Me pongo de pie de un salto, señalándolo con un dedo acusador—. Cuando lo firmé no decía eso. Estaba incompleto. ¡Yo estaba ebria! —Ebria o no, incompleto o no… —Su tono se vuelve más profundo, casi como un chantaje—. Usted lo firmó. Mi estómago da un vuelco. —¿Y qué? —pregunto, aunque una parte de mí no quiere saber la respuesta. El anciano sonríe. —Señorita Cross, usted está ahora legalmente casada. Las palabras retumban en mi cabeza como un eco burlón. Casada. Mis piernas flaquean. Quiero reír. Quiero gritar. Esto tiene que ser una m*****a broma… ¿Verdad?Niego con la cabeza una y otra vez, como si pudiera borrar la realidad con el mero acto de negarla. Mi respiración es errática, y en mis venas asciende una sensación que no sé cómo describir. Es pánico, pero no del todo. Es incredulidad, pero tampoco. Una parte de mí está aterrada, la otra intenta aferrarse a la idea de que todo tiene solución. Siempre hay una salida. Siempre. Esta no puede ser la excepción.—¿Por qué me dice esto? —mi voz tiembla mientras camino de un lado a otro en el reducido espacio—. Hay una manera de anularlo, ¿verdad? —El hombre no responde. Mi pecho se aprieta—. ¿Verdad? —insisto, esta vez con desesperación.—Es un matrimonio, por supuesto que puede ser anulado.Dejo escapar el aire contenido en mis pulmones, sintiendo un efímero alivio. Pero entonces...—Sin embargo…Mi cuerpo se tensa. La forma en que dejó la frase suspendida en el aire me golpea como un puñal invisible.—¡Por favor, no agregue más tensión a mi tortura!—Un matrimonio es cosa de dos. Tendrá
Mi mirada no se molesta en esconder lo que siento. Esto es demasiado impredecible para mí. De todas las opciones que imaginé, esta es la que menos sentido tiene. Esperaba un reclamo, incluso una demanda, pero no... me está prácticamente obligando a seguir casada con él.—¿Tienes idea de lo que estás diciendo? —le pregunté, exasperada. —Esto es una locura, no tiene ni pie ni cabeza.—No tienes que entenderlo, solo acatarlo —respondió con frialdad, llevándome al límite de mi paciencia.—¡No lo haré!—Lo harás. No seas imprudente sin antes conocer las dos partes de este matrimonio, puede que te interese.—No me interesa —respondí rápidamente—. ¿Qué me va a ofrecer? ¿Una vida como nunca imaginé, llena de lujos con los que solo podría soñar? —pregunté, señalando irónicamente los alrededores de la ostentosa oficina. —Todo esto... no me interesa. Mi libertad no tiene precio. Es mucho más valiosa que cualquier cosa material.—Y justamente por tu libertad es que harás lo que te digo —aseguró,
Estaba siendo arrestada. Los policías me esposaron y me arrastraron fuera de la empresa, tratándome como una criminal cualquiera. Lo merecía. En el fondo, sabía que todo esto era lo que merecía, incluso la humillación de ser observada por los trabajadores, que detuvieron su paso solo para ver el espectáculo.Al llegar a la salida, me subieron a un auto policial, que arrancó rumbo a la estación. No tardamos mucho en llegar. Aún esposada, me sentaron frente a un escritorio de madera, donde un policía comenzó a interrogarme. Curiosamente, lo sabía todo. No necesitaba decirle nada. Él no preguntó, solo afirmó, basándose en pruebas que indicaban que nosotros habíamos irrumpido en la empresa. Pero había algo que él no sabía: quién robó la pulsera.Mi mente trabajó rápido. De inmediato comprendí que el maldito Demon había enviado las grabaciones de otras cámaras de seguridad, las que nos mostraban entrando al edificio, pero no las de la cámara que captó a Ray robando la joya. Quería dejar la
El auto avanzó por kilómetros de carretera antes de reducir la velocidad frente a unas imponentes rejas de metal negro. El sonido del motor se volvió un murmullo mientras nos acercábamos a la entrada. Un guardia se aproximó al auto, con su uniforme impecable y una expresión seria. Llevaba un arma a la vista, un detalle que no pasó desapercibido para mí y que hizo que se me helara la sangre.Se inclinó hacia la ventanilla, evaluándonos con una mirada analítica antes de asentir y hacer una seña para que abrieran la reja. La estructura metálica se deslizó con un rechinar controlado, permitiéndonos el paso. El auto tomó entonces un estrecho camino empedrado, flanqueado por rosales rojos en plena floración. La escena era tan elegante como inquietante, un contraste entre belleza y peligro que no me pasó desapercibido.Al detenernos, la mansión apareció ante mí en toda su magnificencia. Solo cuando bajé del auto y pude observarla en su totalidad comprendí la cantidad de dinero que debía pose
Salí de la habitación con pasos rápidos, siguiendo a la sirvienta que había venido a buscarme. Caminaba con una calma exasperante, como si el tiempo no tuviera importancia. Pero para mí sí la tenía. No porque ansiara encontrarme con él otra vez, sino porque cada segundo era una oportunidad para observar la mansión, buscar grietas en su seguridad, puertas mal cerradas, ventanas entreabiertas… cualquier descuido que me diera una posibilidad de escape. Si tenía suerte, esta sería mi última noche aquí.Los tacones que me habían dado junto con el vestido resonaban en el suelo con cada paso. La falda negra ondeaba alrededor de mis piernas con elegancia. Me veía bien, demasiado bien. Jamás me imaginé vistiendo algo tan fino, pero no podía negar que este tipo de ropa tenía su encanto, incluso en alguien como yo.Bajamos las escaleras, atravesamos el salón principal y cruzamos un largo corredor antes de llegar al comedor. La mesa era enorme, con espacio para al menos doce personas, pero lo que
Mis manos tiemblan de ira. Debo controlarme o él ganará. Empiezo a sospechar que eso es exactamente lo que quiere: verme caer en la desesperación, perder el control, romperme. Este hombre, a quien apenas conozco, es un enigma. Al principio se mostró como alguien frío, distante, con una mirada vacía que no reflejaba nada. Cada sonrisa suya parecía forzada, un acto ensayado. Era amenazante, directo. Pero ahora juega con otro enfoque. Su burla es evidente, disfruta mi miseria. ¿Por qué? ¿Qué tiene contra mí?Sí, me colé en su empresa, destrocé su oficina y firmé un contrato que no me correspondía. Lo admito. Me merecía consecuencias, pero esto… esto va más allá. Amenazarme, chantajearme, obligarme a ser su esposa, es un nivel de crueldad que traspasa cualquier límite. Y me aterra.Él hace una señal con la mano y los guardias retroceden. Se alejan, guardan sus armas y me dejan un camino libre. Ya no me rodean.—Regresemos —ordena Damon, su tono inflexible.—No —respondo con firmeza.Su ex
Camino por los corredores de la mansión con paso firme. Aún me siento ajena a este lugar, como si sus muros intentaran recordarme que no pertenezco aquí. Pero, al menos, creo saber cómo llegar al salón donde cenamos anoche. No sé si él estará ahí, pero espero que sí. Estoy dispuesta a tener una conversación muy seria con él.El eco de mis pasos resuena sobre el mármol pulido. Mi espalda erguida y mi expresión imperturbable no dejan lugar a dudas: voy en serio. No sé cuánto de imponente luzco ahora mismo, pero los sirvientes que encuentro en mi camino bajan la cabeza con respeto. Aun así, noto sus miradas furtivas, los susurros que nacen en cuanto paso de largo. No me importa. Tengo cosas más importantes en las que concentrarme.Cuando giro en el último pasillo, entro al salón. La mesa está servida para dos, aunque él no está. Pero si dispuso esto, significa que sabía que vendría. Sabía que aceptaría el reto. Lo que no sabe es lo que estoy dispuesta a hacer. Al principio, mi única inte
Después de soltar esa información como un balde de agua fría, Damon se levanta y se marcha sin una sola mirada atrás, dejándome sola y completamente desorientada. Me quedo ahí unos minutos más, procesando lo que acaba de pasar, tratando de asimilar que ahora mi vida depende de un guardaespaldas y que estoy atrapada en un mundo donde un solo error podría costarme la vida.Para cuando reacciono, mi apetito ha desaparecido y el café frente a mí se ha enfriado. Me levanto justo cuando una joven sirvienta se acerca para recoger la mesa. Me hace una leve reverencia, pero algo en ella me provoca un escalofrío. Su mirada, aunque respetuosa en apariencia, es fría, como si me odiara sin razón alguna. Estoy segura de que nunca la había visto antes, así que no entiendo de dónde viene ese desprecio.Decido ignorarlo y me dirijo de regreso a mi habitación. No tengo mucho que hacer ni conozco los alrededores de la mansión, así que no hay otro lugar a donde ir. Sin embargo, al avanzar, noto un pasill