4: El Chantaje

Mi mirada no se molesta en esconder lo que siento. Esto es demasiado impredecible para mí. De todas las opciones que imaginé, esta es la que menos sentido tiene. Esperaba un reclamo, incluso una demanda, pero no... me está prácticamente obligando a seguir casada con él.

—¿Tienes idea de lo que estás diciendo? —le pregunté, exasperada. —Esto es una locura, no tiene ni pie ni cabeza.

—No tienes que entenderlo, solo acatarlo —respondió con frialdad, llevándome al límite de mi paciencia.

—¡No lo haré!

—Lo harás. No seas imprudente sin antes conocer las dos partes de este matrimonio, puede que te interese.

—No me interesa —respondí rápidamente—. ¿Qué me va a ofrecer? ¿Una vida como nunca imaginé, llena de lujos con los que solo podría soñar? —pregunté, señalando irónicamente los alrededores de la ostentosa oficina. —Todo esto... no me interesa. Mi libertad no tiene precio. Es mucho más valiosa que cualquier cosa material.

—Y justamente por tu libertad es que harás lo que te digo —aseguró, poniéndose de pie.

Comenzó a rodear el escritorio, y su imponente figura hizo que, instintivamente, me apartara un paso. Me aseguré de mantener una distancia, esperando que la respetara.

—Estás equivocada si crees que esto es un cuento de hadas —dijo, ladeando la cabeza con burla. Quise golpearlo. —No necesito que te guste ni que estés de acuerdo.

Tomó un documento del escritorio y me lo extendió. Lo tomé con manos temblorosas, y al verlo de cerca, lo reconocí enseguida: el acta matrimonial, la misma que había firmado.

—Léelo —me instó, observándome atentamente. —Creo que no tienes ni idea de lo que firmaste. Este acuerdo tiene cláusulas muy específicas.

Al principio lo hojeé sin prestar mucha atención, pero al comenzar a leer más detenidamente, sentí cómo mis piernas flaqueaban. Cada palabra me parecía más absurda que la anterior, y tuve que sentarme de nuevo, incapaz de sostenerme.

—¿Qué es esto? —jadeé, aún en shock, mientras repasaba cada punto.

Al principio pensé que sería un acta matrimonial común y corriente, pero lo que estaba leyendo parecía más un contrato de esclavitud. Las cláusulas no tenían nada de románticas, y cada una se volvía más aterradora que la anterior. Una, en particular, me dejó sin palabras.

«1.4 La parte A (yo) se compromete a dar un hijo a la parte B en un plazo menor de un año.»

¿Qué demonios? Lo siguiente no era mucho mejor.

«1.5 La parte A deberá permanecer bajo los acuerdos de este contrato y afiliada al matrimonio por un mínimo de 5 años. En caso de incumplir y solicitar el divorcio, deberá atenerse a una sanción por incumplimiento del contrato, y pagar tres veces la suma que la parte B haya invertido en ella durante la vigencia del acuerdo matrimonial.»

«2.2 Ambas partes se comprometen a mantener una relación estrictamente confidencial, sin revelar información sobre la otra parte a medios o terceras personas.»

«2.4 Este acuerdo no podrá ser revocado por la parte A a menos que la parte B esté de acuerdo. Solo la parte B tiene el poder de rescindir del contrato antes de los 5 años.»

Cada cláusula era más absurda, más asfixiante. Me sentí atrapada.

—¿Terminaste? —preguntó, interrumpiendo mis pensamientos. Levanté la mirada. Mis manos seguían temblando, mi mandíbula tensa. No sabía qué hacer ni qué decir. No había vuelta atrás. Mi firma estaba allí, junto a la suya.

—¿Por qué yo? —finalmente me atreví a preguntar, apretando el papel con rabia.

—Oh no, no fui yo quien lo decidió, tú lo hiciste —respondió con tono frío. —Ese acuerdo ya estaba hecho, pero tú irrumpiste y firmaste. Me ahorraste tener que buscar a alguien más. Gracias por eso —añadió, burlón.

—No tiene sentido, alguien como tú podría encontrar a alguien con quien realmente quiera casarse.

—No me hables de romanticismos, niña —respondió, acercándose a la silla donde me encontraba, quedando ahora de pie frente a mí. Desde esta posición, se veía aún más alto, más imponente. —No busco una esposa para amar, busco a alguien de quien pueda sacar ventaja. No te confundas.

—Pero esa no seré yo, te lo aseguro —le respondí, con firmeza. Su rostro se oscureció con lo que claramente era ira contenida.

Se inclinó peligrosamente hacia adelante, colocando sus manos a cada lado de mi asiento, acorralándome entre él y el respaldo.

—No tienes idea de las consecuencias de lo que acabas de decir —murmuró, señalando el contrato en mis manos—. Eso es lo de menos.

—No te tengo miedo —respondí, levantando la cabeza para encararlo, a pesar de la cercanía.

—Bien. Pero déjame recordarte algo. Anoche entraste aquí y destruiste propiedad privada. Esos son crímenes.

—Nada que no pueda resolver —respondí con arrogancia.

—¿Ah sí? —dijo, caminando hacia su portátil y girando la pantalla hacia mí. En la pantalla apareció una joya: una pulsera de diamantes, con rubíes enormes.

—No te diré el precio, pero te desconcertaría. Fue comprada en una subasta por el doble de su precio original. Ni siquiera tus riñones y tu corazón pagarían la mitad —susurró, con una sonrisa peligrosa.

—¿Por qué me hablas de tus joyas?

—Porque esa pulsera fue robada anoche del cuarto de seguridad. ¿Te suena?

—¡Nosotros no somos ladrones! —exclamé, furiosa. Este juego no me iba a afectar.

—¿Ah no? —dijo, tocando un botón, y la pantalla cambió a un vídeo. Era una grabación de las cámaras de seguridad del edificio. Debí suponer que tendrían. Nos veía a nosotros, entrando al ascensor y entrando en esta oficina. Luego cambió a otra grabación, mostrando una habitación con una puerta de metal con contraseña. Se veía a Tom y Ray. Tom fue quién logró abrirla gracias a sus habilidades, pero se fue sin entrar, pero Ray sí lo hizo. De la vitrina, tomó la pulsera.

Mi estómago se revolvió al ver el vídeo. Debería haber sospechado que Ray había hecho algo mal cuando lo vi actuar raro, pero no quería creerlo. Fue estúpido confiar en que seguiría las reglas.

—¿Y ahora? —preguntó él, con una sonrisa cruel. —Tu amiguito el ladrón no será el único que pague. Todos irán a la cárcel por robo y allanamiento. A menos que aceptes que ahora eres mi esposa. —Hizo énfasis en esas últimas palabras, sonando como una orden.

Miré el contrato en mis manos y luego lo miré a él. Luego, con una sonrisa de autosuficiencia, decidí no ceder.

—No —respondí, y con furia, rasgué el contrato en pedazos y los arrojé a sus pies. —Jamás.

—Eres una inconsciente —murmuró, mirando los trozos en el suelo—. No importa, tendré tiempo de enseñarte modales. Ese no era el original, solo una copia. Pero lograste molestarme. Si quieres jugar, juguemos.

Chasqueó los dedos y la puerta se abrió. Entraron un par de policías, acompañados del abogado de la mañana.

—Es ella —dijo el abogado, señalándome. —Es la ladrona.

Miré a Damon, sin poder creer que realmente me hubiera entregado a la policía. Aunque me costaba creerlo, mientras me esposaban, solo se limitó a decir:

—Llévensela.

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