3: Encuentro con el Diablo

Niego con la cabeza una y otra vez, como si pudiera borrar la realidad con el mero acto de negarla. Mi respiración es errática, y en mis venas asciende una sensación que no sé cómo describir. Es pánico, pero no del todo. Es incredulidad, pero tampoco. Una parte de mí está aterrada, la otra intenta aferrarse a la idea de que todo tiene solución. Siempre hay una salida. Siempre. Esta no puede ser la excepción.

—¿Por qué me dice esto? —mi voz tiembla mientras camino de un lado a otro en el reducido espacio—. Hay una manera de anularlo, ¿verdad? —El hombre no responde. Mi pecho se aprieta—. ¿Verdad? —insisto, esta vez con desesperación.

—Es un matrimonio, por supuesto que puede ser anulado.

Dejo escapar el aire contenido en mis pulmones, sintiendo un efímero alivio. Pero entonces...

—Sin embargo…

Mi cuerpo se tensa. La forma en que dejó la frase suspendida en el aire me golpea como un puñal invisible.

—¡Por favor, no agregue más tensión a mi tortura!

—Un matrimonio es cosa de dos. Tendrá que hablar con su esposo.

Esa última palabra choca contra mí con el peso de una sentencia. Esposo. Suena ridículo, irónico. ¿Quién demonios es? Ni siquiera sé de quién están hablando. Podría ser cualquiera y, al mismo tiempo, nadie. Estoy casada con un completo desconocido. Todo por un error.

Me paso una mano por el rostro, intentando procesar lo absurdo de la situación. Esto no puede estar pasándome a mí.

—¿Quién es? —pregunto al fin, cruzando los brazos como si con ello pudiera mantener la compostura—. ¿Quién es el hombre con el que aparentemente estoy casada?

—El señor Damon Knight.

El nombre no me dice nada. Lo repito mentalmente, esperando que algo haga clic en mi cabeza, pero no hay absolutamente nada.

—¿Y dónde está? Necesito verlo, hablar con él. Esto tiene que solucionarse cuanto antes.

Los tres abogados intercambian una mirada fugaz, una que no sé interpretar.

—El señor Knight está dispuesto a recibirla —dice el anciano con calma—. Por eso estamos aquí.

—Pues vamos entonces.

No estoy en condiciones de verme presentable, pero tampoco me importa. De hecho, quiero causar la peor impresión posible. Si ese tal Damon tiene una pizca de sentido común, deseará divorciarse de mí en un abrir y cerrar de ojos.

Busco mi teléfono sin éxito. No quiero hacer esperar más a los abogados, así que salgo del apartamento y los sigo. Afuera, un auto negro está aparcado frente al edificio. Su carrocería brillante y moderna desentona por completo con el vecindario de clase media baja.

Los hombres suben, dos atrás y el anciano adelante. Me indican que tome asiento junto a ellos. El chófer arranca sin necesidad de órdenes, y nos adentramos en la carretera. No sé cuánto tiempo pasa, quizás veinte minutos, cuando el coche se detiene.

Lo reconozco al instante.

La empresa que anoche, en mi estúpida locura, acepté invadir.

La culpabilidad me golpea en el pecho.

El auto se detiene en la entrada. Un trabajador abre la puerta con respeto al ver a los abogados, y los sigo con pasos pesados. A diferencia de la noche anterior, cuando todo estaba vacío y frío, ahora había gente moviéndose con normalidad, como si nada hubiera pasado. Como si yo no hubiera cometido un crimen ahí hace apenas unas horas.

Tomamos el ascensor hasta el último piso, y mi corazón se aceleró cuando las puertas se abrieron. Reconocí los pasillos, las oficinas… y, finalmente, el despacho que casi había destruido.

El despacho.

El enorme escritorio de madera.

El mismo lugar donde, sin pensar, firmé aquel maldito documento.

Trago saliva. De repente, me siento como una delincuente a punto de ser juzgada. Una intrusa en un templo sagrado.

—Por favor, entre —dice el anciano, señalando el interior.

Doy un paso adelante, mis ojos recorren cada rincón de la habitación. Todo está exactamente igual. Los muebles impecables. Los objetos rotos, reemplazados. Las botellas vacías han sido sustituidas por otras nuevas. No hay rastro de nuestra invasión.

—¿Buscando los rastros de tu obra maestra?

La voz me paraliza.

No es la del anciano.

Un escalofrío me recorre la columna cuando una figura masculina rodea mi cuerpo y se acerca al escritorio. Lo sigo con la mirada, incapaz de ocultar la tensión que me provoca su presencia.

Era alto. Muy alto. Su presencia ocupaba todo el lugar y me hacía sentir diminuta. Su traje negro impecable resaltaba sus hombros anchos y su postura imponente. El cabello oscuro perfectamente peinado y esos ojos azul hielo me dieron escalofríos.

Guapo. Demasiado guapo. Pero no en un sentido universitario o de estrella de televisión. No. Tenía el tipo de atractivo peligroso que encuentras en libros oscuros, el que te hace preguntarte si deberías correr en la dirección opuesta.

Siento frío. Me siento diminuta. Un insecto a punto de ser aplastado.

—Señor Knight —habla el abogado—, la señorita Cross ha venido tal como usted ordenó.

—Déjennos solos.

El tono de su voz no es rudo, pero tampoco admite réplica. En cuestión de segundos, la puerta se cierra tras los abogados, dejándome sola en la jaula con el lobo.

Intento tragar, pero mi garganta está seca.

—Yo… —mi voz sale más baja de lo que me gustaría—. Lo siento. Estoy avergonzada por mi comportamiento. Aceptaré las consecuencias y pagaré los daños.

—¿Las aceptarás? —su tono es burlón.

—¿A qué se refiere?

—Me refiero al contrato matrimonial, por supuesto.

Doy un paso adelante y apoyo las manos en su escritorio.

—Quiero que se anule lo antes posible.

Una carcajada baja y sin vida escapa de sus labios.

—Eso no será posible.

Mis ojos se abren de par en par.

—¿Qué?

—Dije que no voy a anular nuestro matrimonio. Y tú tampoco lo harás.

—¿De qué demonios habla? —mi paciencia se desmorona—. Ni siquiera me conoce.

Una sonrisa ladeada se dibuja en su rostro mientras se inclina sobre el escritorio.

—Anel Rosa Cross. Norteamericana con ascendencia latina. Veintitrés años. Becada en la Universidad de Londres, facultad de Ciencias Sociales. Familia disfuncional. Amigos que rozan la delincuencia.

Mi estómago se revuelve.

—¿Cómo sabes todo eso?

—Porque lo sé casi todo sobre ti. Pero tú no sabes nada sobre mí.

Un estremecimiento me recorre la espalda.

—¿Qué quieres de mí?

Su sonrisa desaparece.

—Eres mi esposa, Anel. Y quiero que sigas siéndolo.

Se inclina un poco más, su mirada clavándose en la mía como una sentencia.

—Y para que lo tengas claro… No es una petición. Es un hecho.

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