Entre sus brazos

Elizabeth

Ricardo no deja de quejarse mientras curo sus heridas. Tiene el labio roto y la mejilla hinchada, enrojecida y con una leve inflamación que palpita bajo mis dedos. Cada vez que aplico el algodón empapado en antiséptico, él gruñe, lanzándome miradas de reproche mezcladas con un dolor que apenas puede disimular.

—No seas bebé, Ricardo —le digo, tratando de ocultar mi preocupación tras un tono de ligera burla.

—¡Duele, Ellie! —protesta, su voz gruesa cargada de impaciencia.

No puedo creer que mi esposo se haya golpeado con mi mejor amigo y todo por celos. Los hombres son unos salvajes. Mientras limpio la sangre seca alrededor de su labio, me invade una mezcla de rabia y tristeza. Sus ojos azules oscuros, normalmente fríos y calculadores, ahora brillan con una intensidad diferente, casi infantil.

—Esto no debería haber pasado —murmuro, más para mí que para él.

Ricardo me observa en silencio por un momento, su expresión suavizándose levemente. —Él empezó, Ellie. Con más cuidado.
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