Gala salió de su asiento con paso firme, aunque sus manos temblaban levemente por la tensión de lo que acababa de revelar. Había sido un testimonio largo y doloroso, pero necesario. Cada palabra que dijo la había liberado un poco más de su pasado y la acercaba al cierre que tanto necesitaba.El juez y el jurado se retiraron para deliberar. En la sala se respiraba una calma tensa; los rostros de los presentes reflejaban una mezcla de ansiedad y expectativa mientras todos esperaban el veredicto.Tras unos minutos, el juez y el jurado regresaron, y todos en la sala se enderezaron, expectantes. El juez tomó asiento y comenzó a leer la sentencia en voz alta, su tono grave y firme.—Matt Cáceres ha sido encontrado culpable de los cargos de asesinato de Alessio Denovan, secuestro y abuso sexual a Gala Smith, y de múltiples delitos de narcotráfico —declaró el juez. Las palabras resonaron en la sala como un peso que caía de golpe. Matt bajó la cabeza, su rostro endurecido, mientras su mirada p
Tras el juicio, Santiago siguió a Gala en su auto, manteniendo la distancia mientras observaba cómo ella se dirigía hacia la imponente mansión de la familia Johnson. Cuando finalmente se estacionó frente a la entrada, ni siquiera esperaba la bienvenida; sabía que no se la darían. Aun así, entró sin pedir permiso, con una determinación que sorprendió a los escoltas, quienes de inmediato se colocaron frente a él para detenerlo. —¿Qué haces aquí? —preguntó Gala con furia, clavándole una mirada helada. —Necesito hablar contigo —respondió Santiago, con un tono que dejaba clara su desesperación. —¡Lárgate! Ella no quiere hablar contigo —interrumpió un hombre, el mismo de traje que Santiago había visto en el juicio, y que ahora estaba a su lado, como un guardián vigilante. Santiago lo miró con desdén, los celos quemándole en el interior. —Tú, imbécil, no me dices qué hacer —le espetó, manteniendo la mirada desafiante—. Y no tienes nada que hacer en la casa de Gala a estas horas. ¿Quién
En la clínica, el ambiente estaba cargado de tensión. Christopher, Santiago, Rodrigo y Lorenzo aguardaban en silencio, cada uno inmerso en sus propios pensamientos y culpas. Rodrigo estaba sentado con las manos entrelazadas sobre la nuca, su rostro lleno de desesperación y remordimiento. Se sentía un imbécil, un padre ausente que no había sabido ver el dolor de su hija.—¿Cómo no me di cuenta? —murmuró Rodrigo, rompiendo el silencio. Su voz era un susurro quebrado, cargado de culpa—. Soy su padre... ¿Cómo no vi esto venir?—No eres el único, papá —dijo Christopher, apoyando una mano en su hombro—. Todos estamos lidiando con nuestras cosas, pero eso no es excusa. Fallamos.Santiago caminaba de un lado a otro, su semblante marcado por la frustración y la impotencia.—Maldita sea —gruñó, deteniéndose por un momento—. ¿Cómo llegamos a esto? Mariana estaba sufriendo y ninguno de nosotros lo notó.Lorenzo, que había estado observando en silencio, se cruzó de brazos y dejó escapar un suspiro
Santiago llegó derrapando frente a la mansión de Gala, su corazón latiendo con una mezcla de rabia y miedo. Los escoltas, al verlo aproximarse con pasos decididos, rápidamente bloquearon la entrada.—¡Déjenme pasar! —rugió, su voz resonando en la tranquila calle—. ¡Necesito hablar con Gala ahora mismo!Los guardias permanecieron firmes, uno de ellos levantando una mano con calma.—Señor, váyase antes de que llamemos a la policía —advirtió, pero Santiago no se inmutó.—¡No me importa! ¡Gala! —gritó, elevando su voz hasta que resonó en la enorme fachada de la mansión—. ¡Sal de ahí ahora mismo! ¡Tenemos que hablar!Finalmente, la puerta principal se abrió con un golpe seco, y Gala apareció en la entrada, enfundada en un elegante vestido color marfil. Su rostro mostraba una mezcla de enojo y cansancio. Bajó los escalones con paso firme, ignorando a los escoltas que intentaban calmar la situación.—¿Qué mierda te pasa ahora, Santiago? —espetó, cruzándose de brazos—. ¿Por qué no puedes deja
En la clínica, Christhopher caminaba de un lado a otro en la sala de espera, su expresión dura y la mandíbula tensa eran claros signos de su molestia. Luciana, sentada en un sillón cercano, lo observaba con preocupación. Su vientre ya ligeramente abultado era evidente, pero su determinación de estar allí era aún más fuerte. —Chris, por favor, cálmate —le pidió con suavidad, su voz reflejando tanto preocupación como cansancio—. Estar así no va a resolver nada. Chris se detuvo en seco y la miró, sus ojos llenos de furia contenida. —¿Calmarme? ¿Cómo quieres que me calme, Luciana? —espetó, levantando ligeramente la voz. Luego bajó el tono al notar que varias miradas se dirigían hacia ellos—. Te pedí que te quedaras en casa, que no te expongas. Esto no es seguro para ti ni para el bebé. —Chris, no estoy aquí por mí, estoy aquí por ti y por todos. Quiero apoyarte, y no me parece justo que me mantengas al margen como si no fuera capaz de manejar esto —respondió ella, con una mezcla de du
Rodrigo sintió un golpe sordo en el pecho al escuchar las palabras del médico. Su voz sonaba lejana, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor. —Hemos hecho todo lo posible, pero... la señora Elizabeth ha fallecido —dijo el médico con tono solemne, bajando ligeramente la cabeza. Rodrigo negó con vehemencia, retrocediendo un paso mientras su mente se rehusaba a procesar la noticia. —No... no, no puede ser. ¡Usted se equivoca! —exclamó con la voz quebrada. Antes de que alguien pudiera detenerlo, Rodrigo corrió hacia la habitación de Ellie. Empujó la puerta con fuerza, ignorando las protestas de las enfermeras y médicos que intentaban detenerlo. —¡Ellie! —gritó al verla sobre la cama, inmóvil, pálida, con los monitores apagados. Se acercó a ella, tomando su cuerpo frío entre sus brazos. La abrazó con fuerza, como si al hacerlo pudiera devolverle la vida. —No me hagas esto, por favor... ¡Elizabeth! —suplicó, las lágrimas deslizándose sin control por su rostro. La
El cielo estaba gris, acorde al dolor que invadía el ambiente. La tumba de Elizabeth estaba rodeada de flores blancas y rosas, mientras sus familiares y amigos se congregaban en silencio, compartiendo el peso de la pérdida. Todos hablaban de ella como un ser luminoso, una mujer cuya bondad y belleza habían tocado la vida de quienes la conocieron. Sus hijos, Chris y Santiago, permanecían al frente, inmóviles, con los rostros endurecidos por el dolor. Su esposo, Rodrigo, parecía roto, incapaz de apartar la mirada del ataúd que ahora contenía a la mujer que tanto había amado. Luciana, con lágrimas resbalando por sus mejillas, permanecía al lado de Chris. Su mano descansaba en su hombro, intentando transmitirle consuelo, aunque sabía que ninguna palabra sería suficiente para aliviar su sufrimiento. —Ella siempre estará contigo, Chris —susurró Lu con voz suave, aunque su propia voz se quebraba por la tristeza—. En tu corazón, en cada recuerdo. Chris asintió débilmente, pero no podí
Luciana estaba sentada en uno de los sofás del salón principal de la mansión Montalban, con la mirada perdida en la ventana. Afuera, la lluvia caía suavemente, creando un ambiente melancólico que no hacía más que intensificar sus pensamientos. No podía quitarse de la mente a aquella enfermera, esa mujer cuyo rostro le resultaba inquietantemente familiar. Fue entonces cuando escuchó el suave sonido de pasos descendiendo por las escaleras. Al alzar la vista, se encontró con Gala, vestida con ropa cómoda, pero con un aire de cansancio evidente en su rostro. Gala la observó con curiosidad, notando la expresión preocupada de Luciana. —San se quedó con la bebé —dijo Gala mientras terminaba de bajar las escaleras. Su tono era tranquilo, aunque en sus ojos había una sombra de tristeza—. Apenas durmió anoche. Luciana asintió con lentitud, sus pensamientos aún distraídos. —Chris tampoco ha dormido nada —respondió en voz baja, sin apartar la mirada de la ventana. Gala frunció el ceño y