En la clínica, Christhopher caminaba de un lado a otro en la sala de espera, su expresión dura y la mandíbula tensa eran claros signos de su molestia. Luciana, sentada en un sillón cercano, lo observaba con preocupación. Su vientre ya ligeramente abultado era evidente, pero su determinación de estar allí era aún más fuerte. —Chris, por favor, cálmate —le pidió con suavidad, su voz reflejando tanto preocupación como cansancio—. Estar así no va a resolver nada. Chris se detuvo en seco y la miró, sus ojos llenos de furia contenida. —¿Calmarme? ¿Cómo quieres que me calme, Luciana? —espetó, levantando ligeramente la voz. Luego bajó el tono al notar que varias miradas se dirigían hacia ellos—. Te pedí que te quedaras en casa, que no te expongas. Esto no es seguro para ti ni para el bebé. —Chris, no estoy aquí por mí, estoy aquí por ti y por todos. Quiero apoyarte, y no me parece justo que me mantengas al margen como si no fuera capaz de manejar esto —respondió ella, con una mezcla de du
Rodrigo sintió un golpe sordo en el pecho al escuchar las palabras del médico. Su voz sonaba lejana, como si el tiempo se hubiera detenido a su alrededor. —Hemos hecho todo lo posible, pero... la señora Elizabeth ha fallecido —dijo el médico con tono solemne, bajando ligeramente la cabeza. Rodrigo negó con vehemencia, retrocediendo un paso mientras su mente se rehusaba a procesar la noticia. —No... no, no puede ser. ¡Usted se equivoca! —exclamó con la voz quebrada. Antes de que alguien pudiera detenerlo, Rodrigo corrió hacia la habitación de Ellie. Empujó la puerta con fuerza, ignorando las protestas de las enfermeras y médicos que intentaban detenerlo. —¡Ellie! —gritó al verla sobre la cama, inmóvil, pálida, con los monitores apagados. Se acercó a ella, tomando su cuerpo frío entre sus brazos. La abrazó con fuerza, como si al hacerlo pudiera devolverle la vida. —No me hagas esto, por favor... ¡Elizabeth! —suplicó, las lágrimas deslizándose sin control por su rostro. La
El cielo estaba gris, acorde al dolor que invadía el ambiente. La tumba de Elizabeth estaba rodeada de flores blancas y rosas, mientras sus familiares y amigos se congregaban en silencio, compartiendo el peso de la pérdida. Todos hablaban de ella como un ser luminoso, una mujer cuya bondad y belleza habían tocado la vida de quienes la conocieron. Sus hijos, Chris y Santiago, permanecían al frente, inmóviles, con los rostros endurecidos por el dolor. Su esposo, Rodrigo, parecía roto, incapaz de apartar la mirada del ataúd que ahora contenía a la mujer que tanto había amado. Luciana, con lágrimas resbalando por sus mejillas, permanecía al lado de Chris. Su mano descansaba en su hombro, intentando transmitirle consuelo, aunque sabía que ninguna palabra sería suficiente para aliviar su sufrimiento. —Ella siempre estará contigo, Chris —susurró Lu con voz suave, aunque su propia voz se quebraba por la tristeza—. En tu corazón, en cada recuerdo. Chris asintió débilmente, pero no podí
Luciana estaba sentada en uno de los sofás del salón principal de la mansión Montalban, con la mirada perdida en la ventana. Afuera, la lluvia caía suavemente, creando un ambiente melancólico que no hacía más que intensificar sus pensamientos. No podía quitarse de la mente a aquella enfermera, esa mujer cuyo rostro le resultaba inquietantemente familiar. Fue entonces cuando escuchó el suave sonido de pasos descendiendo por las escaleras. Al alzar la vista, se encontró con Gala, vestida con ropa cómoda, pero con un aire de cansancio evidente en su rostro. Gala la observó con curiosidad, notando la expresión preocupada de Luciana. —San se quedó con la bebé —dijo Gala mientras terminaba de bajar las escaleras. Su tono era tranquilo, aunque en sus ojos había una sombra de tristeza—. Apenas durmió anoche. Luciana asintió con lentitud, sus pensamientos aún distraídos. —Chris tampoco ha dormido nada —respondió en voz baja, sin apartar la mirada de la ventana. Gala frunció el ceño y
Christhopher no podía controlar su furia. Su respiración era errática, y sus puños caían con fuerza una y otra vez sobre la enfermera, cuyos sollozos desesperados llenaban la habitación. La mujer intentaba cubrirse el rostro, pero sus manos temblaban tanto que apenas podía moverse.—¡Habla! —gritó Christhopher, con los ojos encendidos por la rabia—. ¿Qué sabes de mi madre? ¡Dilo ya!—¡No sé nada! ¡Por favor, ya basta! —imploró la enfermera, su voz quebrada por el llanto.Santiago, apoyado contra la pared, observaba con el ceño fruncido. Miraba alternativamente a su hermano y a la puerta, claramente inquieto. Ninguno de los dos jamás habían golpeado a una mujer, pero la situación había pasado todos los límites.—Chris, cálmate. Vas a matarla antes de que diga algo útil —dijo finalmente, aunque su tono carecía de verdadera convicción.Christhopher no respondió. Solo apretó los dientes y volvió a alzar el puño, listo para golpear de nuevo, pero se detuvo al escuchar pasos firmes acercánd
Elizabeth estaba sentada en una cama sencilla, sus muñecas aún marcadas por las esposas que le habían quitado hacía poco. A través de la ventana apenas podía ver los campos abiertos, pero aquello no le transmitía paz; la sensación de encierro la aplastaba. Su corazón estaba roto al pensar que nunca volvería a ver a sus hijos ni a Rodrigo. Las lágrimas corrían por sus mejillas, pero no podía dejarse vencer; tenía que encontrar una manera de escapar. Desde la habitación contigua se escuchaban risas y voces. La voz de Serkan, fuerte y dominante, sobresalía entre todas. Elizabeth apretó los puños al escucharlo hablar una vez más de su sobrina Luciana, con una obsesión que le revolvía el estómago. —Esa mujer será mía tarde o temprano —dijo Serkan con un tono macabro, como si lo que estaba diciendo fuera una simple verdad y no un acto atroz. Su risa era desquiciante—. Cuando la tenga frente a mí, sabrá lo que es estar con un hombre de verdad. Elizabeth cerró los ojos con fuerza, inten
Elizabeth no dejaba de soltar a Santiago, su hijo menor, quien estaba sentado junto a ella, sosteniéndose el brazo herido. Aunque el disparo no había causado un daño grave, verla limpiarle la herida con tanto cuidado reflejaba cuánto había sufrido al no poder protegerlo antes. A pocos pasos, Rodrigo abrazaba a Chris con fuerza, en un gesto cargado de orgullo y alivio. Habían superado el infierno juntos, y él sabía lo mucho que todo aquello había pesado en su hijo mayor. Elizabeth los observaba con una cálida sonrisa, sus ojos brillando con lágrimas contenidas. —Me encanta verlos juntos —dijo, su voz cargada de ternura mientras miraba a Chris y Rodrigo. Chris bajó la mirada, claramente emocionado pero también arrepentido. —Mamá, fui un idiota. Ya le pedí perdón a papá, pero ahora quiero disculparme contigo y con Santiago —dijo con voz baja, pero firme, dirigiendo una mirada de sinceridad a su hermano menor. Elizabeth le tomó el rostro con ambas manos, sus ojos reflejando puro
Habían pasado varias semanas desde que la calma había vuelto a sus vidas. En ese tiempo, Christhopher y Luciana habían recibido el mayor regalo: sus dos pequeños hijos, dos varones que llenaban su hogar de felicidad. Ambos bebés tenían el cabello oscuro como el de sus padres, y sus ojos eran una mezcla peculiar entre azul y verde, un tono tan raro como hermoso. En este momento, la familia estaba reunida en una gran sala, con una atmósfera cálida y animada. Luciana sostenía a uno de los bebés, mientras Christhopher tenía al otro en brazos. Los padres primerizos no podían dejar de sonreír mientras los pequeños dormían plácidamente. —Son idénticos —comentó Mariana, acercándose para mirar de cerca a sus sobrinos—. Aunque creo que este será más travieso —dijo señalando al bebé que Chris cargaba, quien había fruncido ligeramente el ceño mientras dormía. —Por supuesto que no —respondió Chris, riendo suavemente—. Mis hijos serán perfectos en todo sentido, como su madre. Luciana lo miró co