5.

A la mañana siguiente, Montse aún duerme cuando estoy por salir del apartamento. El chófer que me asignó Mauricio me está esperando y viajo en solitario hasta la pastelería. 

Por supuesto, el primer rostro que veo es el de Federica. No podría empezar mejor la mañana, ironizo.

—Buenos días, señor Díaz —saluda de muy buen humor, observando las estanterías—. Qué bueno que llegó, el transporte está afuera. Necesito que me ayude a llevar los postres del cumpleaños. 

—Como ordene —digo y me acerco a ella, observando en la misma dirección. Me inclino hacia su oído para hablar—. Y puedes llamarme Sebastián. 

Ella se endereza de sopetón, mirándome. Me yergo para colocarme a su altura, manteniendo el contacto visual por largos segundos.

— ¿Qué estás esperando? —pregunta y yo frunzo el ceño—. ¡Vamos a la cocina a por los postres! Este pedido no se entregará solo.

Sonrío, notando que pretende no inmutarse por mi cercanía. Dejo que pase primero, observando como el legging que carga puesto le realza ese trasero redondo y tonificado que tiene. 

La ayudo a sostener el gran pastel y subirlo al camión que nos espera. Luego de eso, vienen los cupcakes guardados en domos. Se quita el cabello de la cara, jadeando y me mira, alzando la mano.

— ¿Qué? —pregunto, confundido.

High five, niño bonito —dice con obviedad, acercando más su mano a mí.

—No voy a…

Enrosca su mano libre en mi muñeca y la alza, chocando nuestras palmas. Me deja ir, pero soy más ágil, siendo yo quien la sostiene esta vez.

—¿Seguimos con el niño bonito, eh? —pregunto, acercándome a ella.

—No te lo tomes literal, es un decir —responde, rodando los ojos—. No eres tan atractivo.

—Pero piensas que lo soy —canturreo, sonriendo en su dirección.

Ella balbucea algo, sonrojándose de inmediato. En un rápido movimiento, se zafa de mi agarre y baja del camión en un brinco, sacudiéndose las manos.

—Todo listo. Que alguien venga a estar pendiente de todo acá atrás —ordena, golpeando el vehículo. 

—Sí, señorita Herrera —le responde alguien que no logro ver, ya que la persigo hacia la pastelería. 

—¿Qué pasó, boss? ¿Te comió la lengua el ratón? —pregunto.

—No seas imbécil, Sebastián —masculla y me encara—. ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué eres horrible? Tampoco soy ciega, ni voy a pretenderlo. No tengo por qué negar que… no molestas a la vista.

No puedo evitar reírme por su forma de decir que me encuentra atractivo y niego con la cabeza. ¿Cuánto falta para tenerte comiendo de mi mano, Federica Herrera?

—Bueno, boss, yo también pienso que no eres tan atractiva —le digo, yendo tras de ella—. Si entiendes a lo que me refiero, ¿no?

—No necesito que me digas si te parezco atractiva o no, de ninguna manera —habla, encarándome—. Ni tú, ni nadie. No soy atractiva por lo que los demás piensen, soy bonita porque lo soy y punto. Y por si no te quedó claro: sé muy bien que no soy tan atractiva, ¿si sabes a lo que me refiero, no? 

Me mira con el ceño fruncido, pero su respiración agitada y sus mejillas coloradas me muestran que está algo… alterada. Parece darse cuenta de que se ha acercado a mí lo suficiente para que intercambiar el mismo oxígeno y tensa la mandíbula.

Sin embargo, no se aleja. Por el contrario, sus ojos lanzan llamas en mi dirección cuando se encuentran con los míos y sonrío.

—Bonita no es un término adecuado, si me permites ser honesto —le digo, notando como su iris se oscurece de rabia—. Yo iría por un adjetivo más fuerte, como… hermosa, por ejemplo —admito, notando como su mirada se suaviza. 

No sé por qué dije eso, pero debo ser honesto conmigo mismo. Ella es todo lo contrario a fea: su rostro es ovalado, su piel se ve suave y tiene unos lindos ojos cafés, comunes pero llenos de una chispa increíble. Ni hablar de su cabello castaño, liso o en ondas, que sea largo y brillante llama mucho la atención. Sus labios son carnosos, pero no en exceso y sus cejas son un poco gruesas y pobladas.

—Tampoco soy ciego —agrego.

—Buenos días, chicos —saluda Elena, trayéndonos de vuelta a la realidad.

—Eh, buenos días, Elena —saluda ella y se dirige a su casillero para buscar su uniforme mientras yo me quedo pasmado en mi sitio, preguntándome qué chingados acaba de pasar.

Me cambio mi ropa por el uniforme y espero instrucciones de Federica. Ella me explica que notó algunos huecos en las estanterías, así que hay que preparar galletas y postres fríos más que todo. Se coloca junto a mí, observándome y explicando cómo son las decoraciones. Está cruzada de brazos, supervisando todo mi trabajo.

—Uh, eso que dijiste hace rato… —musita y yo le miro, pausando mi trabajo unos instantes—… fue muy bonito. Gracias, no lo esperaba de tu parte.

—No soy tan malo como crees —respondo en su mismo tono de voz, guiñándole un ojo—. Me enteré que irás a La Clandestina con mi hermana y sus amigos.

—Eh, sí. Mi prima me invitó —me dice y yo sigo con mi trabajo—. Ay no, ¿vas a ir, cierto?

—Obvio, tengo que ser el guardaespaldas de mi hermana. Así que podemos irnos juntos —inquiero.

— No pensé que fueras del tipo de muchacho que sale a bailar.

—No lo soy. Voy para cuidar a Montse y, ahora, a ti —respondo.

—Yo no necesito que me cuiden —habla, frunciendo el ceño—. Además, voy con mi prima. No voy a dejar que ella vaya sola.

—Estoy segura de que se las arreglará —respondo, pensando en Mauricio, tal vez.

O peor aún, en Cristián. 

—Lo siento, pero no; gracias de todas formas —responde y se aleja de mí.

Suspiro. Es una persona con un carácter muy difícil, necesito dosis extra de paciencia. Estoy tratando de ser muy amable con ella, solo porque me conviene tenerla comiendo de la palma de mi mano. Sin embargo, tampoco voy a hacerle un altar y tratarla como una reina, mucho menos si actúa de esa forma conmigo. 

No lo entiendo. No soy mujeriego, pero las mujeres con las que he estado no se resisten a mí. Incluso Elena se sonroja cuando entro a la cocina, ¿por qué ella es tan… indiferente a mí? No me conviene, no hasta que terminen los días de prueba al menos.

Saco cálculos y hoy debería ser mi último día, así que ya por la mañana me dirán si me dan la plaza fija o no. Espero que sí.

El día termina y me cambio el uniforme por mi ropa informal: un pantalón de color gris, una camisa blanca lisa y mi chaqueta de jean con blanco. Seguro me la quitaré en algún momento por el calor que hará en ese bendito bar.

Cuando salgo del baño, Federica está guardando su uniforme en su casillero. No trae puesta la misma ropa que esta mañana, definitivamente se vistió para ir a La Clandestina. Su ropa entera es en tonos púrpuras: un top en forma de lazo con tirantes y un pantalón un poco holgado, pero ceñido a su cintura del mismo color. Tiene una denim jacket extra grande de color púrpura y unos botines de poco tacón de color blanco.

Joder, por supuesto que no la dejaré ir solo con Gabriela vestida de esa forma. 

Me coloco tras su espalda, notando que se endereza al ver mi sombra cernirse sobre la de ella. Coloco una mano a la altura de su rostro, recargándome en el casillero y me acerco a su oído.

— ¿Lista para irnos? —pregunto, sonriendo. 

—Creí haberte dicho que… —se gira, quedando muy cerca de mí. Sus ojos recorren mi rostro, empezando por mis labios y terminando en mis ojos con una lentitud que remueve algo en mi interior—… Acabo de notar que tienes los ojos claros. 

— ¿Qué? —pregunto, sonriendo.

¿A qué se debe ese cambio de tema?

—Que te he dicho que no me voy contigo —dice, colocando las palmas de sus manos en mi pecho para empujarme, apenas logrando que retroceda un paso—. Con permiso, señor Díaz.

 Yo solo puedo ensanchar más mi sonrisa porque se me ha ocurrido una grandiosa idea. Si no quiere por las buenas, será por las malas.

Me acuclillo un poco para alzarla como un saco de papas, escuchándola soltar un grito que cubre con su boca al notar que ha llamado la atención y que se ríen de la situación.

— ¡Bájame, Sebastián! —grita, golpeando sobre mi hombro. Yo solo puedo reírme mientras me encamino a la salida.

—Como ordene, boss —me burlo, bajándola de mi cuerpo para que se yergue sobre sus dos pies. Abro la puerta de los asientos traseros y hago un ademán, sonriéndole—. Adelante, ma’am.

—Estoy rifando un coñazo y tú como que tienes el número ganador, imbécil —masculla, cruzándose de brazos.

—Lo acepto, pero métete al carro o… ¿quieres que lo haga por las malas? —pregunto, alzando una ceja.

—Vuelves a ponerme un jodido dedo encima y...

—Por favor, una noche conmigo y rogarás porque te ponga más que un dedo encima —murmuro, cruzándome de brazos pero acercándome a ella.

Balbucea algo, entre ofendida y sorprendida por mi lenguaje tan directo. Sus mejillas adquieren un color intenso y sus ojos brillan con furia.

—Eso es todo —dice, dándose media vuelta—. Definitivamente, no me voy contigo.

La detengo, sosteniéndola del brazo. Ella mira el contacto y luego a mí, frunciendo el ceño y respirando con agitación. Parece un toro a punto de atacar y eso me causa gracia.

—Definitivamente, sí. No voy a dejar que vayas por ahí viéndote de esa forma —digo, mirándola de arriba a abajo.

— ¿Qué coño quieres decir con eso, hijo de tu pu…?

—Que estás preciosa, Fede —admito y su boca se mantiene abierta de la impresión—. Llamas demasiado la atención así y sin tener a alguien que te cuide alrededor, pues…

—Espera, espera. Yo me puedo cuidar sola, si por mí fuera, estarías gritando como niña de dolor por lo que haría con esa manito tocando mi cuerpo —masculla entre dientes—. Tomé clases de defensa personal con Gabriela cuando vivía en Venezuela.

Venezuela. Con que de allí vienes, pienso. Me mataba de curiosidad saber dónde nació, no sé por qué.

—Bien, quiero que me cuentes más… de camino al bar —digo, acercándola a la entrada del carro—. Vamos.

Ella entra a regañadientes. Escribe algo por mensaje y logro ver la palabra “secuestro” escrita. Ruedo los ojos, sonriendo. Qué dramática, pienso. 

— ¿Vamos por Gabriela? —pregunta, cruzándose de brazos y mirando por la ventana. Por supuesto, está lo más lejos posible de mí.

—Sí, pregúntale dónde está.

Gruñe cuando revisa su celular, negando con la cabeza y mira por la ventana.

—Cristián ya le dio la cola —masculla.

— ¿La qué? —pregunto, confundido.

—El aventón —corrige. 

—Entonces, somos sólo tú y yo. 

—Oh no, no, no. Nunca, jamás habrá un “tú y yo”, ¿bien? —dice, mirándome—. Incluso ahora somos tú, el chofer y yo. 

—Si eso te dejará dormir por las noches… —musito con diversión, mirando por mi ventana—. Venezuela, con razón dices groserías muy extrañas. ¿De allá eres?

—Mjum. Hace casi cuatro años que me fui de ese infierno —comenta y yo le miro—, pero cómo lo extraño —agrega, suspirando.

— ¿Fue por la situación? —pregunto, observándola.

—Sí —responde, jugando con sus manos que descansan ahora sobre su regazo—. Perdí la cuenta de cuántas veces nos robaron, cuántas veces nos faltó comida en la casa, medicamentos para mis padres. Así que, con todo el dolor de mi alma, simplemente me arriesgué y vine a México. Un año después, cuando me sentía estable, logré sacarlos de allí. 

—Están juntos ahora, que bueno saberlo —digo con toda sinceridad, acercándome a ella.

—Y ahora que Gaby está aquí, siento que todo mi rompecabezas está completo. Mi tío ha sido un total cretino con ella, pero eso no nos impidió ser tan unidas como hermanas. 

—El día que atendí al señor en la caja… —murmuro y ella me mira—. Mentí, si lo conozco. Es mi padre.

El carro se detiene y ello nos trae de vuelta a la realidad. Yo agradezco en mi interior no tener que seguir hablando de ello. Ni siquiera sé por qué se lo mencioné.

—Llegamos, señor Díaz —anuncia el chofer.

Me bajo del carro para alcanzar a Federica y abrir su puerta, pero ella me ha ganado y ya se encuentra fuera. Me coloco junto a ella y nos miramos unos segundos antes de entrar, regalándome una pequeña sonrisa.

— ¡Sebas, viniste! —se emociona mi hermana, abrazándome—. Oh, hola. Soy Montse, ¿quién eres?

—Federica, la prima de Gabriela —se presenta, sonriendo.

—Oh, qué bueno conocerte. Me ha hablado muy bien de ti, así como dicen las malas lenguas que has puesto a mi hermano en su lugar —se burla, sonriéndonos con diversión—. Neta, ya con eso me caes bien. 

—Le hacía falta  —responde ella y se ríen, haciéndome rodar los ojos—. Oh, oh. ¿Ese no es Mauricio?

—Eh, sí. ¿Por qué? —pregunto, acercándome a ella para que me escuche mejor. 

—Gabriela no tiene ni idea de que él está aquí. No saben lo furiosa que se va a poner —dice, palmeándose la frente.

—Oh, ahí… viene —mi hermana susurra lo último y todos miramos en dirección a la entrada, donde Cristián y Gabriela vienen juntos, riéndose.

Yo observo a mi hermana, quien de inmediato finge una sonrisa, y cierro mis manos en puños. Sé que no es obligatorio que él le corresponda, pero odio verla sufrir tanto por un pendejo que no le da ni una oportunidad.

—Gracias a Dios estás aquí —murmura Federica y sé que lo dice por mi presencia. Yo ruedo los ojos, divertido de la situación—. Ten, toma un shot de tequila. Lo vas a necesitar cuando lo veas. 

—Señorita Arellano, qué sorpresa —hace acto de presencia mi hermano y noto como sonríe cuando Gabriela se inclina para tomarse el chupito, sin sal ni limón. 

—Me tienen que estar jodiendo —masculla entre dientes, encarándolo. 

Es increíble el intercambio de miradas que hay entre ellos. Ella tiene el mentón en alto, mostrándose seria y orgullosa mientras él sonríe con arrogancia. Parecen querer aniquilarse con la mirada y siento que en cualquier momento saltarán las chispas.

La música revoluciona y no escucho lo que se dicen, pero seguro no es nada bonito. Ella le habla al barman y este mira a Mauricio, quien termina asintiendo. Ella lo deja solo y a mí me sirven un shot de tequila.

Me recuesto de la barra junto a él, mirando como las tres mujeres y Cristián se divierten. Nos tomamos el shot sin despegar la vista de nuestras acompañantes. 

La música cambia, cosa que parece emocionarlas más, y las luces rojas empiezan a titilar, yendo de aquí para allá. Las tres se juntan y mueven sus caderas de lado a lado, riéndose. 

No puedo evitar darle un repaso a Federica, recorriendo sus piernas ocultas por ese pantalón, seguido de sus caderas anchas y su diminuta cintura. Sus senos no son grandes, no veo indicios de operación en ninguna parte de su cuerpo. Estoy hipnotizado bajo el vaivén de sus caderas.

Observo a mi hermano, quien tiene una botella de cerveza, como yo, en la mano cerca de su boca, sin perder detalle de la estudiante. Intenta ocultar una sonrisa con el vidrio, pero yo puedo verla.

—Vas a desgastarla con la mirada —me burlo, notando que me mira de reojo.

—Lo harás tú primero con la pastelera—devuelve el golpe.

Yo ruedo los ojos, bufando antes de darle un trago a mi cerveza.

—Para nada. Deseo que algún día se muerda la lengua venenosa esa que tiene —respondo, sentándome a su lado.

Ambos observamos a nuestra hermana menor, quien tiene el atrevimiento de sacar a bailar al colombiano. Ella le da la espalda y sonríe, dejándose llevar. Es por eso que no nota las miradas furtivas que él le brinda a Gabriela.

—Pobre de mi hermana —habla Mauricio, notando lo mismo que yo—. Le gusta alguien que ya está prendado de alguien más. 

Le da un trago a su cerveza y niega con la cabeza. La noche es larga, canción tras canción y esta gente parece aumentar de energía. Yo, por otra parte, me quiero largar de aquí. 

Mauricio pide un shot de tequila y se lo toma apenas lo sirven, exigiendo otro de inmediato y repite el proceso. No para de aniquilar a alguien con la mirada y no me sorprendo al notar que es porque Cristián y Gabriela están bailando, muy de cerca. 

—Hermanitos, no sean ridículos. Dejen de vigilarnos tanto y vengan a bailar —suplica, tirando de nuestras manos. Sin embargo, no nos mueve ni un centímetro. 

—No seas ridícula tú. Sabes que odio estas cosas y solo estoy aquí por ti —le digo, soltándome de su agarre.

—Sabes muy bien que eso es mentira. Bastaba con un solo hermano mayor —se burla y, no sé por qué, me siento atrapado con las manos en la masa—. Deberías bailar con ella.

—Ya —me burlo, cruzándome de brazos—. Primero me da un puñetazo.

— ¡Imbéciles! Viejos prematuros —hace un berrinche, dejándonos en paz.

—Sabes que nunca se le puede decir que no —dice Mauricio, sonriendo con burla.

—Ya tiene 22 años, que madure —mascullo, irritado.

—Pues, no son las únicas mujeres con las que podemos bailar —incita él, señalando nuestro alrededor.

Y por primera vez en la noche, lo noto. Mi atención ha estado tan enfocada en Federica y su atuendo púrpura que no me había percatado del resto de mujeres que nos miran a nosotros dos. 

—Tienes razón —respondo, sonriendo con socarronería.

Me acerco a una castaña de ojos cafés y me sonríe con picardía. Enrosca sus brazos en mi cuello y se acerca a mí, bailando de un lado a otro. 

—Eres uno de los Díaz, ¿cierto? —pregunta, alzando su rostro para verme mejor.

—Sí, Sebastián —me presento y le doy una vuelta con la mano.

Mi mirada se cruza con Federica, quien acepta bailar con un desconocido también y se ríe mientras juega con su cabello. Una sensación extraña se instala en mi pecho, endureciendo mi rostro de inmediato. 

— ¿Crees en la posibilidad de quedar un día? Un café, un vino, no sé —me habla la mujer frente a mí, acariciando mi mentón con sus dedos para que le mire.

—No, lo siento. No lo creo —respondo con sinceridad y vuelvo a mirar sobre su cabeza, encontrando la misma escena frente a mí. 

—Puedo hacerte cambiar de opinión —ronronea, acariciando mi pecho.

Yo le miro por unos instantes y termino sonriendo. Ella toma mi mano, tomando la iniciativa de dirigirme hacia los baños.

Busco con la mirada a Federica, quien ya se encuentra sola, y no me sorprende saber que tiene sus ojos puestos en mí. Tiene la mandíbula un poco tensa, pero no puedo observarla mejor porque ya me encuentro dentro del baño de damas con una castaña comiéndome la boca con ferocidad.

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