3.

Los días transcurren con normalidad. Federica siempre está a la espera de que mi comportamiento empeore y me presiona para que explote, cosa que admito he estado a punto de hacer un par de veces. Sin embargo, no le he dado el privilegio, por el contrario, ella termina maldiciendo y enfureciéndose sola cada vez que le respondo con algo que la hace molestar.

—Buenos días, gentecita linda —saluda con una sonrisa en el rostro que se desvanece al verme—. Y hola para ti, Sebastián.

—Buenos días, chef —saludo con una sonrisa, rodando los ojos.

—Oh, ¿qué es eso que veo? Una sonrisa, señor Díaz. No es tan cara de culo como pensaba —ironiza, riéndose—. —En fin, tenemos trabajo que hacer. Nos han pedido mesa de postres y pastel para un cumpleaños —añade, dirigiéndose a su casillero para sacar el uniforme.

Se adentra en el baño para cambiarse la ropa por el uniforme, cosa que agradezco porque la filipina le cubre un poco el trasero. Sí, bueno, tengo que admitir que con el pasar de los días me ha llamado más la atención esa zona de su cuerpo.

Pero no es mi culpa, en mi país no hay muchas mujeres con cuerpos voluptuosos y estoy seguro que no hay ninguna como ella: fuerte, decidida e imponente. Incluso me sorprende que sea nuestra jefe porque en un país como México las mujeres siempre tienen todas las de perder.

—Bien, Lucrecia, ¿puedes apoyar a los vendedores afuera, por favor? —pregunta apenas sale del baño.

—Claro, chef —le responde y obedece, saliendo del lugar.

—A mí no me lo preguntas o me dices por favor —murmuro cuando se coloca a mi lado, a modo de broma.

—Porque a ti hay que bajarte del pedestal en el que crees estar, niño bonito —responde, mordaz.

—¿Cómo me llamaste? —pregunto—. ¿Admite que le parezco lindo, chef?

—Lo digo para referirme a ti como un mimado, de forma diferente. Eso es todo —aclara, concentrándose en cualquier otra cosa para no mirarme a la cara.

¿La he puesto nerviosa? Porque eso sería muy divertido de ver.

—¿Y por qué el “niño”? Creo que tenemos la misma edad.

—No, yo estoy cerca de los treinta —responde y me entrega una lista con los detalles de la mesa de dulces y el pastel—. Así que para mí eres un niño.

—Podría comprobarte que no soy un niño en lo absoluto —le digo, tocando su mano al tomar la lista—, pero no me interesa de esa forma, chef.

—Gracias a Dios, porque te estás ahorrando el ego magullado —responde, enderezándose en su lugar y cruzándose de brazos para mirarme—. Y las bolas atrofiadas de la patada que te daría.

—Ese vocabulario suyo, señorita Herrera —canturreo a modo de burla, negando con la cabeza.

— ¿Puedes, por favor, dejar de buscarme la lengua y ponernos manos a la obra, coño? —gruñe, molesta.

—Yo no estoy buscándote la lengua, créeme que no —uso de nuevo el doble sentido, ganándome una mirada fulminante por parte de mi jefa y no puedo evitar reírme—. Que divertido es esto.

—Haremos 50 cupcakes, 20 shots de tres leches con Bailey’s, 60 trufas de chocolate y el ganache para el relleno del pastel —informa y luego me explica qué tipo de decoración llevarán los cupcakes y el pastel para yo hacerlos con fondant.

Se marcha a usar una de las tantas batidoras con pedestal y yo hago lo mismo para hacer los cupcakes y todo lo demás. A los minutos, ambos coincidimos en los hornos para meter el pastel y los cupcakes.

—Bien, iré haciendo el merengue para las tres leches y también la buttercream. Ve preparando las decoraciones en fondant —me ordena y se me queda viendo por unos segundos—, por favor.

Alzo las cejas por el asombro, pero ella señala el mesón para que no diga nada. Yo alzo las manos en señal de paz y sonrío, alejándome de ella para hacer lo que me ha pedido.

—Elena, ¿puedes ayudarme a armar los shots, por favor? Ya tengo el merengue listo —pide a los minutos y la aludida corre tras su jefa para ayudar.

Cualquiera creería que trabajar con tanto bullicio es insoportable, pero me he acostumbrado. Hay choque de muchos utensilios, las batidoras, licuadoras a toda mecha, el ir y venir de la gente y el murmullo de mis compañeras de trabajo. Todo se va a acumulando y tiende a asfixiarme un poco de vez en cuando, pero esto no es nada a comparación de estudiar pastelería. Los gritos del chef Martínez es lo que menos extraño.

Las botellas de Corona y las jarras de cervezas me están quedando muy bien, así que no puedo evitar sonreír al ver mis creaciones. También hago algunos emoticones de baile, fiesta y +18. Preparo buttercream y decoro los cupcakes cuando ya están listos.

—Sebastián, cuando termines allí necesito que me ayudes a decorar el pastel —me pide Federica.

—Como ordene, boss —respondo y noto un asomo de sonrisa que oculta al darme la espalda.

Vas muy bien, Díaz, me felicito.

Ella da rondas, supervisando al resto de pasteleros y reposteros. Colabora, corrige, aconseja a todos. Se nota el aprecio que le tienen y, honestamente, eso me cabrea. Tendré que estar mucho tiempo adulándola como si fuese la mejor, pero estoy seguro que alguna falla ha de tener.

—Bien, he terminado —respondo, sacudiéndome las manos. Me acerco a su puesto de trabajo para ayudarla con el pastel como me pidió—. Aquí me tiene, chef.

—Toma unas espátulas y ayúdame a verter la crema de mantequilla —pide.

Obedezco, tomando la primera espátula que veo. Ella hace lo mismo y coloca su mano sobre la mía, alejándola de inmediato al notar que nos hemos rozado sin querer. Desvía la mirada, un tanto avergonzada, y luego vuelve a mirarme.

—Lo siento, tómala —dice con timidez.

—Tranquila, yo puedo tomar otra —respondo, ignorando el extraño cosquilleo en mi piel.

—Bien —responde, enderezándose en su puesto y volviendo a ser la mujer imponente que es—. Yo iré por este lado y tú por este otro —señala.

Luego de que el pastel está cubierto de manera uniforme, empezamos a usar las mangas pasteleras para hacerle algunas formas y a colocar mis decoraciones de fondant.

—Muy bien, terminamos más o menos rápido. Se nos fue un poco más de media mañana —dice ella, mirando el reloj en su teléfono y entonces parece leer algo bueno porque le brillan los ojos al segundo —Oh por Dios —murmura, cubriéndose la boca y sonriendo.

—Vaya, ¿ha pasado algo? —pregunto y luego me muerdo la lengua.

No seas metiche, me regaño.

—Es que, uh, tengo 3 años sin ver a mi prima y viene al país en unos días. Se va a mudar con mi familia mientras se establece —me explica con ojos cristalizados—. Lo siento, es que ella es como… como la hermana que nunca tuve.

¿Viene al país? ¿Se refiere a que ella no es de aquí? Por eso podría ser su acento tan diferente al nuestro.

—Pues, me alegro por ti —digo con sinceridad, sonriendo. Una lágrima rebelde se desliza por su mejilla y yo acerco mi dedo pulgar para limpiarla. Me doy cuenta de ese gesto cuando se me queda mirando y alejo la mano de inmediato—. Uhm… yo… —carraspeo, desviando la mirada con incomodidad—… lo siento, chef.

—No te preocupes, Sebas. Y, uhm, gracias —musita, sonriendo—. Puedes tomar tu hora libre ahora, que hemos hecho bastante. Solo ayúdame a refrigerar esto.

—Claro —concuerdo.

¿Qué demonios fue eso?, me pregunto con irritación.

Guardamos el pastel de dos pisos para que se refrigere y ella cierra la puerta. Nuestras miradas se encuentran y nos quedamos así por unos segundos, yo analizando su rostro curvado de mejillas regordetas y sonrosadas, sus ojos redondos del color del café negro y de pestañas rizadas. Es bonita la condenada, pienso con pesar. No necesita maquillaje para verse bien y lo sabe.

—Eh, chef… —interviene Elena y eso parece traernos de vuelta a la realidad. Ella le dice algo a Federica, pero no puedo escuchar porque todo el ruido de mí alrededor llega a mis oídos de golpe. Se siente como si hubiese estado en una nube y aterricé de sopetón.

—Con su permiso, chef. Tomaré mi hora de descanso —murmuro sin mirarla directo a los ojos. Ella afirma con la cabeza y miro a Elena, quien me regala una sonrisa tímida.

***

El lunes por la mañana, Federica llega muy feliz a la pastelería. Tanto así que en su típico saludo matutino, no me agrega de más. Al parecer, hoy soy parte de su gentecita bonita.

Tiene el cabello suelto, perfectamente alisado y brillante. Me recuerda al chocolate derretido. No lleva maquillaje, como siempre, y tiene un brillo en los ojos que la hace ver… pues más bonita.

No sé por qué sonrío al verla así, por lo que sacudo mi cabeza y agradezco en mi interior que hoy no estará tocándome las pelotas.

—Buenos días, chef —respondo, acercándome a mí casillero. El de ella está justo a mi lado y se alza de puntitas para alcanzar sus cosas—. Hoy luces diferente, ¿ha pasado algo bueno?

—Sí. Uno: el encargo fue exitoso y dos: mi prima ya está en casa y empieza clases de gastronomía hoy —comenta, contenta—. Ni tú ni nadie puede amargarme el día hoy, no si sé que mi mejor amiga en todo el mundo me va a estar esperando en casa.

—Creo que quedamos en buenos términos, boss. Además, hace bastante que no le arruino los días. Admita que se los mejoro —bromeo, recargándome de los casilleros y le guiño el ojo, mostrando una sonrisa que expone mis dientes.

—Ya, claro —ironiza, rodando los ojos y riéndose con un ligero nerviosismo—. Manos a la obra, señor Díaz. Hoy le toca ayudar afuera a la gente un rato.

M*****a sea, mascullo en mi mente. Detesto hacer eso, no es mi jodido trabajo. Sin embargo, no se lo demuestro y le doy un asentimiento de cabeza en su dirección.

El día transcurre con normalidad. Federica está demasiado contenta y no presta atención a mis bromas, hoy no está estudiándome con la mirada como el resto de los días. Ya veo que la relación con su prima es muy fuerte y real.

No como la mía con Mauricio, pero sí con Montse. Nos insultamos mucho, pero la mocosa siempre ha estado para mí hasta en mis peores actitudes, así como yo lo he estado para ella.

Claro, Mauricio y yo solíamos ser mucho más unidos en nuestra niñez y adolescencia. Incluso nuestro lazo se estrechó más luego de… la muerte de mamá. Sin embargo, cuando nuestro padre supo que yo quería dedicarme a la pastelería, como ella, buscó la forma de romper ese lazo entre nosotros y lo que más me emputa es que Mauricio se lo permitió.

Mi papá dejó de darme dinero cuando empecé a estudiar pastelería, así que he tenido que vivir con el apoyo de Mauricio. Él nos compró el departamento a Montse y a mí, me paga el chófer porque preferí eso a que me comprara un carro. Joder, no. Eso lo compraré con el dinero que yo me sude, no con el del traidor de mi hermano. Nos apoya con el mercado y se gasta una muy buena plata en nosotros, especialmente en Montserrat que es muy mimada. Aunque mi papá también le aporta mucho a ella, quitándole ese gran peso a Mauricio.

—Vaya, vaya.

Me tenso de inmediato al escuchar esa voz y alzo el rostro, encontrándome con mi padre frente a la caja registradora.

—¿Qué pasó, Sebastián? ¿Notaron que no servías como pastelero y te bajaron el cargo a cajero? —pregunta y se lame los incisivos con cierta sorna.

Respiro hondo, apretando mis manos en puños. No puedo hacer una escena aquí, no va a obtener lo que quiere: que me despidan de aquí y sea un miserable.

—¿Qué desea? —pregunto, forzando una sonrisa.

—Sebas —interrumpe Lucrecia y yo la miro como si fuese mi salvación—. La chef ya te solicita dentro, yo me ocupo aquí.

—Bien, gracias —respondo y agrego en su oído—. Le cobras el triple a este cabrón.

Lucrecia me mira con ojos desorbitados, pero no sé qué ve en mi rostro que termina afirmando con la cabeza. Ella me sonríe y toma mi puesto, siendo esa mi señal para volver a mi verdadero lugar de trabajo. Federica alza la mirada cuando escucha la puerta, pero yo paso de ese gesto y sigo mi camino para empezar a trabajar.

¿Qué hacía ese cabrón aquí? M*****a sea, pienso. ¿Por qué tenía que verme de cajero?

El buen ánimo se me esfuma, por su culpa. El día se pasa volando porque tengo la cabeza en otro lugar. Me acerco al casillero para buscar mi ropa y me adentro en el baño, mirándome en el espejo. En la mirada se me nota el cóctel de emociones que llevo en el pecho, mis ojos verdes se han oscurecido un poco y puedo ver la vena de mi cuello palpitar de lo tenso que me encuentro.

Me siento como un jodido globo ahora y cualquier cosa puede ser la aguja que me haga explotar en estos momentos.

Salgo del baño cuando estoy listo y por el rabillo del ojo noto que alguien se me acerca. Respiro hondo porque tengo que controlar mi temperamento en el trabajo y no quiero pagarlo con nadie más que no sea Leonardo.

—Sebas, ¿estás bien?

Reconozco su voz, aguda pero un poco rasposa. Además, es segunda vez que me llama de esa forma. Siempre he sido Sebastián, señor Díaz o niño bonito para ella y que me nombre así se siente… diferente. Mi cuerpo entra en conciencia y noto que tiene una mano sobre mi hombro.

—Sí, todo bien. ¿Por qué no debería? —pregunto, sonando un poco más adusto de lo que pretendía.

—No lo sé, te he notado particularmente callado y ausente hoy. Vi que se acercó un señor a la caja y tu actitud cambió por completo: no me has lanzado tus comentarios ridículos y seductores, ni has tratado de sacarme desquicio —responde y yo cierro los ojos.

Mi jefa, quien quiere hacerme la vida imposible, vio a mi padre arruinarme el día.

—Ni siquiera sé quién es ese señor, Federica. Si me has visto así, ¿por qué te me acercas? —pregunto y la encaro. Sus ojos perdieron el brillo de esta mañana y sus cejas se alzan ante mi respuesta—. Esperaba que también te mantuvieras al margen.

Me sostiene la mirada por unos segundos, tal vez pillada por como le estoy respondiendo. ¿Qué esperaba? ¿Qué fuese un lame botas todo el tiempo como el resto? ¡Ja! Vaya sorpresa se debe estar llevando en estos momentos entonces.

—Bien —responde, alejándose de mí y alzando la barbilla en señal de orgullo—. Feliz tarde, señor Díaz. Nos vemos mañana —escupe con algo parecido al enojo y se da la media vuelta, dejándome con una m*****a sensación amarga en la boca del estómago.

Salgo de la pastelería a los segundos, encontrándome con que ella aún está ahí. La acompaña Cristián, el crush imposible de mi hermana, y una mujer más quien está hablando con el imbécil de mi hermano. La postura de la recién llegada es de tensión, casi parecida a la que Federica siempre tiene conmigo, mientras mi hermano sonríe con petulancia y diversión hasta que me ve.

Ruedo los ojos. ¿Él también por aquí hoy?

—No necesito guardaespaldas —mascullo, incluso pasando del carro negro estacionado frente a la pastelería.

—Métete al carro ya —ordena con voz gruesa y yo me paralizo, cerrando las manos en puños. Mi respiración se agita un poco y trato de calmarme, inspirando hondo—. Créeme que no quiero andarte cuidando el culo, no estaría aquí si papá no me lo hubiese pedido.

Lo encaro al darme media vuelta, encontrándome con tres miradas curiosas de más. Sin embargo, me fijo en una particular: Federica. Sus ojos van de Mauricio hacía mí con curiosidad, hasta que se da cuenta de que la estoy mirando.

Suspiro, sintiendo que una disculpa me quema los labios y termino adentrándome en el auto. Cierro de un portazo para cabrear a mi hermano mayor y espero a que se suba.

—Tengo un maldito chofer. Lo contrataste tú, por cierto —le recuerdo.

—El chófer está dejando a una de sus putas en casa —me informa, con rabia contenida en su voz, como si pudiera leer mi mente.

—Controla a Leonardo —ordeno y él me mira de reojo—. Estuvo en la pastelería hoy.

—¡¿Qué?! —pregunta, claramente sorprendido—. ¿Por qué?

—¿Tú que crees, cabrón? ¿Crees que va a permitir que yo tenga un trabajo estable de lo que me gusta? ¡Por supuesto que no! Y eso es tu culpa, por no ponerlo en su maldito lugar —reclamo—, pero no importa. Yo me encargaré de hacerlo. Ya sé que no cuento contigo para nada.

Capítulos gratis disponibles en la App >

Capítulos relacionados

Último capítulo