04 - ¿Padre lo sabe?

El sol apenas comenzaba a filtrarse tímidamente por las cortinas cuando Margaret se despertó, sintiendo un dolor punzante en la parte inferior de su cuerpo. Un escalofrío recorrió su espalda cuando recordó los eventos de la noche anterior, y un rubor caliente subió por sus mejillas al darse cuenta de la intimidad compartida con su cuñado.

Miró hacia su lado y vio a Emiliano, profundamente dormido. Era innegablemente apuesto, y el recuerdo de la pasión compartida solo intensificó la timidez que la invadía.

Con cuidado, se deslizó de la cama, tratando de no despertarlo. La vergüenza pesaba en su corazón mientras vestía su ropa, consciente de la mirada de desaprobación que seguramente su hermana le lanzaría si la encontraba allí.

Con un suspiro, abrió la puerta de la habitación y se encontró cara a cara con su Emily. El silencio entre ellas era ensordecedor, lleno de reproches no pronunciados y desaprobación contenida. Margaret bajó la mirada, incapaz de soportar el peso de la mirada de su hermana.

Su hermana simplemente la observó con condescendencia, sin decir una palabra. Margaret notó que llevaba el mismo pijama que ella, y su corazón se hundió aún más al verla acostada junto a Emiliano.

Sin palabras, Margaret se alejó, encontrándose con su madre en el pasillo. La mirada de su madre era un eco de la de su hermana, llena de expectativas y desdén contenido.

— Has hecho un buen trabajo — dijo su madre, con una sonrisa forzada —. Ahora solo queda esperar que estés embarazada.

El horror se apoderó de Margaret ante la idea de tener que volver a estar con el esposo de su hermana, incluso si lo había disfrutado. La injusticia de la situación la golpeó como un puñetazo en el estómago, y luchó por contener las lágrimas que amenazaban con caer.

— Pero mamá, no es justo. Sigo creyendo que no es justo que haga esto. Se siente horrible — protestó Margaret, con la voz temblorosa de emoción —. No quiero hacerlo de nuevo.

Su madre la miró con dureza, sus palabras cortantes como cuchillas afiladas.

— Lo injusto sería que nos quedáramos en la calle — respondió fríamente.

— Pero eso no es culpa ni de Emily ni nuestra — susurró.

Su madre, contenida por la ira, levantó la mano y la abofeteó con tanta fuerza que el sonido del impacto pudo despertar a toda la mansión.

— Emily tenía razón al decir que eras una insensible. Es hora de que hagas algo por tu familia, como hija. Y no quiero queja alguna — reprendió.

— ¿Padre lo sabe?

— No tiene por qué, así que no digas ni una sola palabra, de lo contrario, podría darle un infarto — respondió —. Está enfermo. Te lo dije cuando llegaste, que está muy enfermo, y ni se te ocurra decirle nada.

Margaret se sintió impotente ante las palabras de su madre, atrapada en un mundo donde su propia felicidad parecía estar en segundo plano frente a las necesidades de los demás. Con un nudo en la garganta, esperó con desesperación poder quedar embarazada esa noche, rezando para no tener que volver a experimentar nunca más tanta vergüenza y humillación.

Mientras Margaret luchaba con sus propios demonios internos, su madre observaba en silencio, ocultando sus pensamientos detrás de una máscara de serenidad. En su mente maquinadora, se deleitaba con la idea de conseguir lo que quería: su hija casada con el hombre más rico, y todo sin dañar su cuerpo. Sus planes retorcidos se tejían en las sombras, listos para desplegarse en el momento adecuado.

No permitiría que su hija sufriera los dolores del parto solo por conveniencia. Estaban a punto de perderlo todo, pero no iba a arriesgar la figura de su niña por un escuincle, aunque eso le diera la ventaja de obtenerlo todo. Con casarse era suficiente.

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