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Divido la atención entre la música en mis oídos y los altavoces que resuenan por todo el aeropuerto. A pesar de que son las siete de la mañana el lugar está abarrotado y se escuchan voces y gritos de un lado a otro.

No me permito lágrimas en ningún momento: es un gasto de energía y la situación no las merece. Supongo que esto acabaría pasando, yo solita me lo he buscado y en el fondo sé que me lo merezco.

Me pican los ojos por el sueño y parpadeo para contener las lágrimas mientras le doy pequeños sorbos al café e intento concentrarme en la música. El hombre a mi lado lee el periódico, concretamente, The Daily Mail, donde observo por encima la noticia de un nuevo caso de asesinato de una adolescente. Aparto la mirada cuando leo que fue violada.

Cierro los ojos cuando el corazón se me detiene por un nano segundo mientras que los incesantes recuerdos acuden a mi mente. Sacudo la cabeza para intentar despejarme y me concentro en los murmullos que me rodean, en la gente que pasa a mi alrededor: parejas agarradas de la mano mientras se ríen, grupos de adolescentes con mochilas al hombro que se empujan entre ellos y montan más escándalo que la multitud mientras se sacan selfies y se quejan porque se sacan fotos a traición.

Sonrío con diversión antes de darle un nuevo sorbo al café.

Por primera vez, tengo miedo a lo que pueda encontrarme cuando baje de ese avión: Otro país con otra gente y otras costumbres.

Estoy paranoica y me doy cuenta de que lo que más miedo me da es lo imponente que es mudarte a la otra punta del mundo. Y encima con una persona que no quieres ver ni en pintura.

Para rellenar el tiempo de espera, marco el número de la agente inmobiliaria; necesito verificar que el apartamento que he estado hojeando anoche sigue libre.

Suenan tres tonos antes de que una voz dulce y alegre me salude:

—Buenas noches, Sonya Ross, ¿en qué puedo ayudarle?

—Buenas noches —saludo—. Me gustaría saber si el piso que se alquila en Dearborn Street sigue aún disponible—murmuro con la voz temblorosa.

—Oh, claro. Por supuesto —me responde con alegría.

Asiento con la cabeza, en parte para darme ánimos y por otro lado para decirme que esto es lo correcto y no un tremendo error. Sólo tengo unos pocos ahorros que fui ganando con algunos trabajos de verano y regalos de cumpleaños.

Me rasco la sien y suspiro con pesadez, escuchando a través del auricular como remueve papales.

—Podríamos quedar el martes a las tres y media para ver el apartamento y acordar los precios y cuando te instalarías, si te convence —me comenta.

—S-sí, claro. Eso estaría genial —le respondo.

—¡Estupendo! Entonces allí nos veremos. Buenas noches —se despide.

No tengo tiempo a despedirme. Aprieto con fuerza el móvil sobre el regazo y cierro los ojos para concentrarme. Ya está hecho, soy una adulta y ya era hora que empezara a tomar mis propias decisiones.

El altavoz informa que el vuelo a Chicago está listo para pasar a la sala de embarque.

«Joder, de verdad está ocurriendo.»

Consigo sacar el pasaporte y los billetes de la mochila y se los entrego a la mujer que está detrás de la recepción. Estoy tan aturdida que tienen que avisarme que puedo pasar.

Tengo que preservar la calma, pero ya me es imposible. Me muerdo el labio inferior con fuerza y suspiro mientras espero a que la recepcionista compruebe que todo está en orden.

En cuanto estoy dentro del avión, sigo a la corriente de pasajeros que me guían hasta que encuentro mi asiento, el 34 F. No pierdo el tiempo en sentarme en el de la ventanilla para después apretar mi mochila contra el regazo. Me recuesto en el sillón y observo al resto de pasajeros, con el estrés reflejado en las caras; algunos refunfuñan y maldicen entre dientes cuando una señora se detiene a colocar su pequeña maleta en el altillo.

Hay tanto estrés en el ambiente que aumenta mi propio agobio, así que en vez de mirar hacia la marabunta, giro la cabeza hacia la ventanilla, donde el sol denso de finales de septiembre forma extraños reflejos en el cristal.

Espero que cierren las puertas pronto, antes de que se me ocurra bajarme del avión y hacer alguna estupidez.

En el fondo, creo que tal vez me venga bien un cambio de aires. Londres está contaminado de demasiados recuerdos dolorosos, de errores, de fantasmas...

Exhalo un suspiro hastiado y me pongo el cinturón mientras observo de reojo como un par de azafatas van en ayuda de una pareja que tienen problemas con sus asientos. El que está a mi lado sigue vacante, y en silencio, espero que se quede libre.

Los aviones me ponen altamente nerviosa. Odio la presión que se instala en mi estómago, como una clase de vértigo que hace que se me contraiga y los oídos se me taponen.

De la bolsa de mano saco mi iBook, que coloco sobre la mesita auxiliar, desconecto los auriculares del móvil y los conecto al portátil mientras espero a que se encienda. Por el rabillo del ojo vislumbro que alguien se detiene frente a mí, pero no le presto atención. No llego a verle la cara mientras coloca su bolsa en el altillo, pero mi mirada curiosa capta una extraña marca de nacimiento en forma de estrella en la V de su cadera izquierda cuando la camiseta blanca se le levanta un poquito.

Mis mejillas se tiñen de rojo cuando su mirada se posa sobre mí, así que para romper la incomodidad, me pongo los auriculares y comienzo a buscar alguna película que poder ver durante un rato.

Me decanto por Soñadores. Es una de mis películas favoritas y pronto me enzarzo en el París de los años sesenta, en la vida de Isabelle, Matthew y Theo, en la política, ideología y pasiones que envuelven la trama.

El sueño acumulado hace que en cuestión de minutos caiga en un profundo y extraño recuerdo.

Cuando me despierto ya han pasado cuatro horas según el reloj de mi móvil. Me escuecen los ojos y siento la garganta seca. Estiro la espalda para recolocar mis huesos entumecidos y me froto la nuca cuando giro la cabeza hacia el asiento vacío.

Aprovecho y voy hasta el baño. Necesito lavarme la cara y respirar. En cuanto entro y el espejo me devuelve mi reflejo, me horrorizo de mí misma: Tengo los ojos hundidos y unos prominentes surcos morados adornan la parte inferior.

Estoy totalmente demacrada, más que de costumbre.

Las continuas fiestas y el no poder dormir bien están empezando a afectarme de verdad; a este ritmo de vida me voy a morir antes de los cuarenta. Desvío la mirada del reflejo y abro el grifo para lavarme la cara. El agua fría me despeja y relaja mis pensamientos.

No soporto seguir mirándome en el espejo.

Cuando llego al asiento, vislumbro a mi compañero, que está mirando un libro que no tardo en identificar: es el ejemplar de papá de París era una fiesta, de Hemingway.

Verlo en sus manos hace que me cabree como una mona.

El tipo es alto, unos diez centímetros más que yo, y va vestido de manera casual, pero le sienta bien... demasiado bien.

Me cruzo de brazos y carraspeo para llamar su atención.

—¿Qué narices haces con mi libro? —le espeto—. Nunca te han dicho que es de mala educación coger las cosas ajenas —lo acuso. Se da la vuelta, dando de lleno con unos ojos avellana increíbles, pero que si te fijas bien tienen un tono miel que los hace muy enigmáticos: son extraños...

Lo que quiere decir que me estoy fijando demasiado.

—Sí, tienes buen gusto para la lectura —responde más para sí mismo que para mí. La intensidad de su mirada atrapa por completo mi atención, provocando que tenga que desviarla. Él se ríe sutilmente—, pero Fitzgerald le da mil vueltas —repone con cierta condescendencia.

Me sonríe a la vez que me posa el libro en la mano. Cuando me roza hace que me estremezca, casi como si acabara de darme una diminuta descarga eléctrica. Me regala una amplia sonrisa, de esas que hacen que no puedas dejar de mirarlo y se te corte la respiración. Mientras, me hace un gesto con la mano para dejarme pasar.

Algunas miradas curiosas se centran en nosotros, lo que hace que lo fulmine con la mirada por haber llamado la atención de los cotillas. El desconocido sonríe de medio lado cuando choco mi hombro con el suyo y me dejo caer en mi asiento.

Maldita sea, el condenado tiene pinta de supermodelo de Calvin Klein o Hugo Boss...

Al sentarse roza su mano con la mía sobre el reposabrazos, consiguiendo que la descarga eléctrica sea mayor. Me muerdo el labio inferior para reprimir un suspiro y aparto la mano rápidamente. Él no se inmuta ante mi gesto, sino que se pone los auriculares y apoya la cabeza en el cabecero mientras cierra los ojos, lo que hace que sus largas y espesas pestañas formen sombras bajo los ojos.

Aparto la mirada cuando suspira sonoramente y abro el libro, pero no soy capaz de leer ni la primera palabra. Mi mente vuelve a él, a sus ojos de diversos colores y en como ha hecho que me estremeciera con sólo tocarme.

Me incomoda tenerlo tan cerca.

«¿Qué ha sido eso?»

—¿Quiere algo de beber? —me pregunta una azafata. Le sonrío.

—Agua está bien —le respondo.

Me da la botella y la abro. Suspiro mientras le doy un sorbo que me refresca la garganta. Intento dormir, pero no lo consigo, así que me pongo los auriculares para matar el tiempo, hasta que el cansancio me vence mientras Hasley canta en mi oído Ghost...

Me despierto justo cuando el avión empieza a aterrizar.

Espero a que la cinta transportadora traiga las maletas, pero me desconcentro cuando siento que alguien me mira; es una sensación incómoda, pero al mismo tiempo me hace sentir curiosa. Me giro y descubro que el chico de ojos bicolores me está escrutando fijamente.

Cuando me desperté, el avión ya había llegado a su destino y él ya no estaba. Ni siquiera tuve la oportunidad de volver a verlo, hasta ahora.

Empieza a hacer que me sienta cohibida, así que lo miro directamente a los ojos, con la barbilla bien alta para dejarle claro que soy una persona segura de mí misma. Aparta la mirada mientras una sonrisa burlona se forma en sus labios al mismo tiempo que niega con la cabeza levemente.

Yo también me sonrío.

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