CAPITULO 3:

Sin emitir una sola palabra, tanto Margarita como Dorian, se deslizaron dentro del Chevrolet Impala y comenzaron su silencioso viaje de regreso.

Dorian se arrepentía en su totalidad, de haber dado su dirección, después de todo podrían enviar a cualquier persona a su casa. El no confiaba con plenitud en aquella extraña agencia, pero si en Margarita, y quizás ella era el verdadero motivo por el cual no paraba las calles a toda velocidad conduciendo como un maniático, loco por llegar a su casa para encontrarla desvalijada.

El auto devoró las calles demasiado rápido, antes de darse cuenta, Dorian se encontraba fuera de la humilde casa donde vivía Margarita.

Un pequeño dolor punzante se instaló en medio de su pecho, ella se quedaría en su casa como cada noche, pero esta vez él no estaría solo. Daphne lo acompañaría, una mujer sin rostro ni forma, sin descripción alguna, dormiría bajo su mismo techo como parte del contrato.

—No tengas miedo joven Dorian, recuerda ser amable con ella — dijo Margarita sujetando su brazo, el cual reposaba tranquilo sobre la caja de cambios.

Él siguió el recorrido de su brazo hasta llegar a su rostro, si había algo que deseaba con todo su corazón, más allá del amor de Elena, era poder llamar a esa mujer madre.

La suya propia lo había repudiado toda su vida, su relación se cortó cuando él comenzó a estudiar en la universidad la licenciatura en tecnología y robótica. Ella no apareció en su vida cuando fue nombrado el multimillonario más joven del momento, quizás eso terminó de romper algún tipo de esperanza que aún mantenía hacia ella.

Dorian giró despacio y de forma casi imperceptible su mano, ahora la dejó descansar sobre la propia de Margarita.

—No te preocupes por mí seré amable con ella, solo pido que la chica no ronque. Odiaría no lograr conciliar el sueño por ello — contestó Dorian intentando dibujar una sonrisa convincente en su rostro.

Él lo consiguió, se dió cuenta de esto cuando los ojos color caramelo de Margarita se suavizaron al igual que las arrugas alrededor de sus labios.

—Descansa Dorian— susurró la mujer bajando del auto e inclinando levemente la cabeza hacia adelante a modo de despedida.

—Descansa Margarita— contestó él mientras la veía alejarse, esperó unos instantes hasta que ella entró a su casa, antes de hacer rugir el motor del auto y salir disparado por las calles.

La tarde comenzaba a morir, los últimos rayos de sol besaban la tierra a modo de despedida, y las primeras estrellas se pintaban en el cielo como pequeños diamantes.

Para el momento en que Dorian Fleyman estacionó el auto en su sección de estacionamiento, el viento ya había cambiado a uno más frío, besado por la noche, incluso los rayos de sol habían desaparecido.

Sin tiempo que perder se apresuró a entrar dentro del estrecho elevador y marcó el último nivel del edificio, su penthouse.

Los niveles pasaron y el nerviosismo aumentó en Dorian, un ramo de nudos se apretó más fuerte en su estómago dificultando el respirar. Pronto recibiría a una mujer extraña en su casa y pasarían la noche durmiendo bajo el mismo techo, la última vez que algo así había ocurrido fue con Elena.

El pensamiento de ella en su casa, en su cama, un recuerdo que no podría repetir jamás, le dolió más de lo que había imaginado.

Las puertas dobles  corredizas del ascensor se abrieron revelando un amplio espacio, iluminado de forma suave, casi sensual por lámparas a los lados de una enorme puerta de color marfil.

Dorian se acercó, inserto la pequeña llave de cobre y haciéndola girar una vez, expuso ante sus ojos un hermoso living, cuyos sillones del mismo color que la puerta contrastaban a la perfección con los muebles de madera oscura.

Ese lugar era un fiel reflejo del propio Dorian. Sofisticado, hermoso, imponente, sensual y con un tenue halo de misterio; aún así, teniendo todos eso atributos a su favor, él no lograba calmar su corazón agitado en medio de su pecho.

Odiaba sentirse tan inseguro por la presencia de una mujer en su casa, la sensación era nueva y extraña, incluso podría asegurar que le resultaba incómoda. 

Cuando tenía unos veinte años y aún merodeaba la universidad, las mujeres le llovían, pero jamás le generaron miedos o incertidumbres; ocho años después, estaba claro que todo había cambiado desde que conoció a Elena, desde que ella lo dejó no había sido capaz de hablar con otras mujeres y mucho mucho menos llevarlas a su cama.

Con pasos lentos, se fue acercando al mullido sillón frente a la ventana que daba hacia la ciudad, en su camino se quitó los zapatos y corbata que amenazaba con ahorcarlo, desprendió los primeros botones de su camisa color hueso y se deslizó a su lugar frente a la ventana.

Como cada día luego de trabajar, él se permitía relajarse observando el acalorado movimiento de la ciudad bajo sus pies; estando allí arriba podía jugar a ser un espectador de la vida, como un ente carente de emociones que se alimenta de las de otras personas.

Pero él no era un recipiente vacío, después de todo sentía dolor, pena y enojo. Quizás eso era mejor que no sentir nada en lo absoluto.

Un suave golpeteo en la puerta lo trajo de regreso a la realidad, frunciendo el ceño observó su reloj de pulsera y la respuesta lo dejó atónito.

Eran las nueve, había pasado más de una hora observando la ciudad, esto no era nuevo pero aún así cada vez que le ocurría quedaba asombrado.

Con pasos lentos y cansados caminó de regreso en dirección a la puerta de entrada, el ya sabía quién se encontraba al otro lado, por lo que las palmas de sus manos comenzaron a sudar en respuesta.

Se odió a sí mismo, porque para el momento que estrechara la mano de aquella extraña mujer, sus palmas estarían pegajosas y húmedas.

Cuando estaba a medio paso de la puerta se detuvo unos segundos para deslizar las palmas sobre sus propios pantalones cernidos, inhalo profundo dos veces y luego giró la perilla de la puerta.

La puerta se retiró para revelar a una hermosa mujer de figura esbelta, piel clara como la luna y un cabello tan oscuro como la noche, que le caía en suaves cascadas onduladas.

Dorian tragó fuerte una vez mientras admiraba el rostro ángulos de aquella mujer cuya aura emanaba confianza y sensualidad.

—Hola ¿Tu eres Daphne?— logró gesticular él, sin saber si mirar sus profundos ojos negros o los labios rellenos y carnosos.

«¡Mierda! ¿Que clase de mujer le había escogido Margarita?»

—Si, ese es mi nombre, ¿Tú eres Dorian Fleyman?— contestó Daphne, su voz parecía ser la mismísima noche intentando seducirlo.

Dorian volvió a tragar con fuerza, el corazón en su pecho latía con total euforia, el manojo de nudos en su estómago aún lo acompañaba e incluso parecía apretarse con cada respiración que daba.

—Si soy yo— volvió a hablar él, las palabras raspando a su salida y su voz flaqueando un poco.

Daphne sonrió, revelando una sonrisa aún más hermosa que ella; con gracia mortal avanzó hacia el acortando los pasos que los separaban.

Dorian se quedó paralizado en su lugar, cuando ella deslizó un suave mano por su mejilla y se inclinó hacia él compartiendo el mismo suspiro.

Con delicadeza presionó sus carnosos labios sobre los de él, robándole un bajo gemido solo audible para ellos dos.

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