Ah, el amor. Esa cosa maravillosa que la gente insiste en buscar como si fuera la cura para todos los males del mundo. Yo, sin embargo, siempre he tenido claro que el amor es una transacción. Algo que se negocia, se vende, se compra. Y, hablando de compras, ahí es donde entra él: Vicente "El Toro" Mendoza.
Vicente, mi querido y obcecado Toro, es de esos tipos que huelen a dinero desde tres cuadras de distancia. Llega al cabaret todas las noches como si fuera el dueño del lugar —y para ser justos, probablemente lo es. La forma en la que los camareros le abren paso y los otros clientes se callan cuando pasa... todo eso me dice que este hombre tiene más poder del que debería tener cualquier ser humano. Yo, mientras tanto, solo muevo mis caderas al ritmo de la música, con la precisión de quien sabe exactamente cuánto vale cada movimiento. Él me mira desde su mesa VIP con sus ojitos de tiburón, creyendo que me tiene en la palma de su mano, y yo finjo que no lo noto. Vicente me quiere. No, "me quiere" no es la palabra correcta. Está obsesionado. Esa clase de obsesión que solo puede tener un hombre con demasiado dinero y demasiado tiempo libre. Él piensa que puede comprarlo todo, y yo, para ser franca, lo dejo creer que tiene razón. Me manda flores, joyas, autos. Cosas brillantes que me arrancan una sonrisa, aunque no tanto por el valor sentimental sino por el valor de reventa, claro. —Eres mía, Valeria —me dice una noche mientras me toma del brazo, justo cuando termino mi número de baile. "Eres mía" como si fuera a escribir su nombre en mi piel con un tatuaje de mal gusto. —Soy de quien pague mejor —le contesto con una sonrisa que él, pobre iluso, confunde con coquetería. La verdad es que me da más pereza que miedo. Y ahí está el problema: Vicente no entiende que yo no estoy en este negocio para que alguien me rescate. No quiero que me saquen del cabaret ni que me lleven a una mansión en las colinas. A mí me gustan los billetes, no los anillos. Pero Vicente, con su cabecita de matón romántico, piensa que me puede "salvar" de esta vida, como si yo fuera una princesa en una torre y no una mujer que disfruta la danza… y los fajos de billetes. Él sigue enviándome regalos, y yo sigo aceptándolos con gratitud moderada. Pero el problema es que Vicente no se cansa. Está convencido de que todo esto es un juego, uno en el que tarde o temprano yo cederé y caeré rendida a sus pies. Cree que sus malditos Rolex y su colección de autos deportivos son pruebas de afecto, cuando lo único que prueban es que tiene pésimo gusto para comprarme cosas. Si me conociera realmente, sabría que prefiero los zapatos caros. Pero, claro, los hombres como él no ven más allá de sus narices. Él sigue viniendo, me sigue persiguiendo, y yo sigo bailando. A veces me pregunto cuánto tiempo más va a durar esta farsa. ¿Cuánto tiempo hasta que Vicente se dé cuenta de que mi corazón, como mi cuerpo, está en venta? Y que su billetera, por gruesa que sea, no tiene suficiente para comprarlo. Hasta entonces, seguiré bailando, mientras él me mira con esos ojos de posesión que me hacen rodar los míos cada vez que me da la espalda. Porque, al final del día, siempre hay otro "Toro" dispuesto a pagar un precio más alto. Y Vicente, pobre infeliz, cree que ya ha ganado. Y ahí está la trampa, ¿no? Vicente, con su aire de macho alfa, está convencido de que esto es una cacería y que yo soy el trofeo. Pero lo que no sabe es que yo cazo mucho mejor que él. Él es un depredador de manual: directo, agresivo, predecible. Yo, en cambio, soy una cazadora paciente. Me gusta observar, medir, calcular. Así que cuando Vicente me invita a su lujoso ático una noche, pienso: ¿Por qué no? Un poco de champán y una cena de cinco platos no le vienen mal a nadie. Además, algo me dice que este podría ser el gran final de nuestro pequeño jueguito. Me recoge en su auto, una bestia negra con más caballos de fuerza de los que cualquier persona con sentido común debería necesitar. Me abre la puerta como si fuera un caballero y no un mafioso que probablemente ha hecho desaparecer a más personas de las que puedo contar. Su fragancia, esa mezcla abrumadora de cuero caro y algún perfume pretencioso, llena el auto. —Estás hermosa, Valeria —me dice mientras arranca el motor. Esa sonrisa suya, de tiburón satisfecho, me hace arquear una ceja. Me sé hermosa, pero que lo diga él es como si un perro elogiara un bistec. —Gracias, Vicente —respondo, dejando que mi tono suene un poco más dulce de lo normal. Un toque de azúcar para balancear el veneno. Llegamos a su ático, que es tan ridículamente ostentoso como me lo esperaba. Mármol por todas partes, arte contemporáneo que claramente alguien eligió por él, y una vista panorámica de la ciudad que debería quitarme el aliento, pero no lo hace. Vicente, el pobre, piensa que todo esto impresiona, que me tiene deslumbrada, cuando lo único que hago es calcular cuánto cuesta cada m*****a pieza de mobiliario. La cena transcurre con una conversación que apenas escucho. Él habla de negocios, de tratos sucios y de cómo tiene todo bajo control. Lo de siempre. Yo asiento y sonrío en los momentos adecuados, como una muñeca de porcelana que él puede presumir ante sus socios. Pero, entonces, llega la parte interesante. Al final de la cena, Vicente se levanta, da una vuelta alrededor de la mesa y se inclina hacia mí. Siento su aliento en mi cuello antes de que susurré esas palabras que siempre supe que llegarían: —Quiero que dejes el cabaret, Valeria. Te voy a cuidar, a proteger. Te mereces algo mejor.Ahí está. Su gran oferta. Su propuesta indecente envuelta en papel brillante. Yo, la bailarina de cabaret, rescatada por el gran mafioso. Como si todo lo que quiero en la vida fuera que él me ponga en una jaula dorada. Cierro los ojos por un segundo, para no rodarlos en su cara.—¿Y qué te hace pensar que quiero ser "protegida"? —le pregunto, levantando una ceja. Él se ríe, como si mi pregunta fuera un chiste, y me agarra la mano, apretándola un poco más de lo que me gusta.—Porque te conozco, Valeria. Sé lo que necesitas. Tú solo tienes que confiar en mí.Confiar. Esa palabra ridícula que solo usan los hombres que creen que tienen el control. Pero la ironía es que mientras él cree que me está acorralando, yo ya tengo la red lista para atraparlo. Porque lo que Vicente no sabe, lo que ni siquiera ha sospechado, es que mientras él me observa, yo también lo observo a él. Sé cosas. Cosas que podría usar en su contra. Cosas que valen más que todas las joyas y autos que me ha dado.Sonrío,
Los días pasan, y Vicente sigue actuando como si el mundo fuera suyo y yo fuera su premio mayor, un trofeo que puede ganar. Mi llamada está hecha, las piezas se están moviendo, pero Vicente, en su ceguera arrogante, ni siquiera lo sospecha. Es casi patético, si no fuera tan conveniente.Una noche, cuando termino mi número en el cabaret, me encuentro con la sonrisa de siempre en su mesa VIP. Está con su séquito de gorilas, pero sus ojos están clavados en mí como si yo fuera la única persona en la sala. Y, por primera vez, me siento incómoda. No porque me intimide, claro que no, sino porque sé que el final está cerca. No puedo permitirme el lujo de bajar la guardia, y sin embargo, aquí estoy, dejándome arrastrar de nuevo hacia su red de poder y lujuria.—Ven conmigo —dice, cuando me acerco a su mesa. No es una invitación; es una orden.Asiento, porque ahora mismo es más fácil dejarme llevar que resistir. Lo sigo hasta una de las habitaciones privadas del cabaret, esas que son solo para
El aire en la habitación está cargado, casi sofocante. El deseo que Vicente siente se transforma en algo casi tangible, y su confusión ante mis palabras añade una tensión que electrifica el ambiente. Su mirada se endurece, pero no deja de ser la de un hombre que cree que, al final, todo se resolverá a su favor.Él no entiende que, para mí, este no es más que otro movimiento en el tablero.Su mano, aún en mi cintura, se vuelve más posesiva. Me atrae hacia él, su cuerpo duro contra el mío, y me toma por el cuello suavemente, un gesto a medio camino entre la ternura y el control. Sus labios vuelven a buscar los míos, esta vez con más urgencia, como si el cambio en mi actitud lo hubiera descolocado y ahora intentara reafirmarse. Mis manos recorren su pecho y sus hombros, y aunque estoy jugando mi papel, no puedo negar que hay algo en esta danza entre nosotros que me consume lentamente.La elegante y amplia cama está justo detrás de mí cuando Vicente me empuja hacia ella. Mi espalda toca l
Días después de aquella noche, Vicente sigue actuando como si todo estuviera bajo control, creyéndose dueño de mi cuerpo y mi destino. Pero mientras él juega a ser el protector, los hombres a mi alrededor empiezan a notar lo que Vicente ha pasado por alto: yo nunca he sido exclusiva de nadie.Uno de ellos es Álvaro, el tipo con el que me topé en una fiesta del cabaret. Es un inversor importante, bien vestido y con una sonrisa peligrosa, uno de esos hombres que entiende cómo se mueve el dinero, pero que también sabe disfrutarlo. Le gusta observarme desde la barra, dejándome sentir su mirada cuando bailo, como si me ofreciera algo diferente. Claro, Vicente lo nota, aunque intenta hacerse el desentendido. Pero sé que lo ve. Esa chispa en sus ojos que grita peligro cada vez que Álvaro me ofrece una copa al final de la noche.Otro es Tomás, un fotógrafo que trabaja con las chicas del cabaret, capturando el arte en medio del caos. Él es diferente, más sensible, y me ve como algo más que una
Vicente se queda mirándome, tiene el ceño fruncido como si no pudiera procesar lo que acabo de decir. Claro, en su mundo perfecto y violento, las mujeres no le contestan. Las mujeres se derriten a sus pies, se mueren por un cumplido suyo, y yo debería estar agradecida de que no me ha reducido a un cadáver más en la lista de "accidentes". Qué noble.—¿Controlar todo? —pregunta, como si no acabara de despacharse a dos tipos por el mero hecho de haberme mirado demasiado rato—. Yo no controlo todo, Valeria. Solo controlo lo que me pertenece.Ah, claro, soy un jarrón Ming para este hombre, un artículo de lujo que exhibe en sus cenas de negocios. O peor, un trofeo de caza, de esos que cuelgan en la pared, con la cabeza embalsamada y esa sonrisa vacía que no significa nada. Decido no responderle directamente, porque jugar con Vicente se trata de elegir los momentos. En lugar de eso, me acerco lentamente, como si su amenaza no hubiera hecho más que excitarme, y le paso una mano por el cuello.
Después de mi provocación, el silencio que queda en la habitación es denso, cargado de una tensión insoportable. Vicente me mira como si intentara decidir si debería besarme o matarme. En sus ojos, esa furia contenida lucha contra el deseo. Su obsesión, su necesidad de control, lo consume, y por un momento parece estar al borde de explotar.De pronto, él da un paso hacia mí, y antes de que pueda reaccionar, sus manos se cierran con fuerza alrededor de mi cintura, tirando de mí hacia su cuerpo con una agresividad que me deja sin aliento. Sus labios chocan contra los míos con una intensidad desesperada, como si intentara reafirmar su poder a través de ese beso, reclamando lo que él cree que le pertenece. Es violento, urgente, como si este fuera su último intento por controlarme, por hacerme ceder.Mi espalda golpea la pared, el frío del mármol contrastando con el calor abrasador de su cuerpo. Sus manos recorren mi espalda, subiendo por mi nuca, enterrándose en mi cabello mientras tira d
Vicente se queda en silencio, con una expresión que no logra descifrar lo que acabo de decirle. Su satisfacción se tambalea, como si algo dentro de él comenzara a dudar. Y es en ese preciso instante cuando sé que lo tengo, que ha caído en mi juego, enredado en una red que nunca llegó a ver venir.Nos quedamos en esa extraña cercanía, su cuerpo aún pegado al mío, como si su contacto físico pudiera reafirmar lo que acaba de pasar. Claro, en su mente, ese momento de pasión ha sellado algo, una especie de pacto no verbal en el que yo, de alguna forma, he cedido a él completamente. Pero lo que Vicente no entiende es que esto no es una cuestión de cuerpos, sino de mentes. Y en esa arena, él ya está derrotado, solo que todavía no lo sabe.Me aparto de él con suavidad, como si no quisiera romper la fantasía que ha construido en su cabeza, y me acomodo el vestido que quedó a medio caer. No hay prisa, porque parte del placer de este juego es prolongar la ilusión, dejarlo pensar que aún tiene la
El silencio entre nosotros se alarga, denso, cargado de una tensión que casi podría cortarse con un cuchillo. Vicente me observa con esos ojos oscuros, tratando de leer en mi rostro lo que no le digo. Y por primera vez, esa seguridad que lo caracteriza parece tambalearse. Sé que está intentando entender qué ha cambiado, por qué de repente todo parece escapársele de las manos.Me aparto de él, caminando hacia el ventanal que da a la ciudad. Desde aquí se ve todo su reino: los edificios imponentes, las luces que titilan en la distancia, como pequeñas estrellas artificiales que parpadean en su honor. Él lo controla todo, cada rincón de esta ciudad está a su disposición. Menos yo.—¿Qué estás pensando? —su voz rompe el silencio, pero esta vez no tiene el tono autoritario de antes. Suena más… vulnerable, casi como si estuviera realmente interesado en mi respuesta. Es fascinante ver cómo alguien tan poderoso puede sentir la necesidad de comprender a alguien que, en teoría, debería estar com