Los días pasan, y Vicente sigue actuando como si el mundo fuera suyo y yo fuera su premio mayor, un trofeo que puede ganar. Mi llamada está hecha, las piezas se están moviendo, pero Vicente, en su ceguera arrogante, ni siquiera lo sospecha. Es casi patético, si no fuera tan conveniente.
Una noche, cuando termino mi número en el cabaret, me encuentro con la sonrisa de siempre en su mesa VIP. Está con su séquito de gorilas, pero sus ojos están clavados en mí como si yo fuera la única persona en la sala. Y, por primera vez, me siento incómoda. No porque me intimide, claro que no, sino porque sé que el final está cerca. No puedo permitirme el lujo de bajar la guardia, y sin embargo, aquí estoy, dejándome arrastrar de nuevo hacia su red de poder y lujuria. —Ven conmigo —dice, cuando me acerco a su mesa. No es una invitación; es una orden. Asiento, porque ahora mismo es más fácil dejarme llevar que resistir. Lo sigo hasta una de las habitaciones privadas del cabaret, esas que son solo para los peces gordos como él. La puerta se cierra detrás de nosotros, y el ambiente cambia de inmediato. La música queda amortiguada al otro lado de las paredes, el aire se siente más denso. Me acerco a la barra, como si no pasara nada, y me sirvo una copa de whisky, mientras él me mira con una intensidad que podría quemar. —Valeria… —su voz es baja, ronca, cargada de deseo y frustración—. ¿Por qué te haces tanto la difícil? Le doy un trago a mi whisky, dejando que el alcohol me caliente el pecho. Me giro para mirarlo, y ahí está, el cazador que nunca ha tenido que esforzarse por obtener lo que quiere. Está acostumbrado a que las cosas vengan a él, y yo… bueno, yo soy la excepción que no sabe manejar. —¿Difícil? —le contesto, alzando una ceja—. Vicente, no se trata de dificultad. Se trata de valor. —¿Valor? —se acerca a mí en dos zancadas, hasta que estamos a un suspiro de distancia. Puedo oler el cigarro que fumó antes de entrar, el perfume caro que no logra ocultar lo crudo de su naturaleza. Su mano se desliza por mi cintura, y me atrapa contra la barra antes de que pueda apartarme—. Te lo he dado todo. Su respiración se acelera, sus manos fuertes y firmes me recorren como si estuviera reclamando territorio. Hay una urgencia en su tacto, una especie de desesperación que no había sentido antes. Me tensa saber que él percibe que algo está cambiando, aunque aún no entiende qué. —Y yo te he dado exactamente lo que has pagado —respondo, mi tono suave pero afilado, mientras paso mis manos por sus hombros, fingiendo que estoy cediendo. Sus ojos se oscurecen, y en un instante su boca está sobre la mía. Es un beso cargado de furia, de necesidad. Lo dejo avanzar, dejo que piense que está ganando, que me tiene donde quiere. Pero en mi mente, todo sigue siendo parte del juego. Sus manos son expertas, recorren mi cuerpo como si ya fueran dueñas de él. Me empuja contra la barra, y el frío del mármol se mezcla con el calor de su cuerpo contra el mío. El deseo en él es palpable, como una bestia que ha estado contenida demasiado tiempo. Yo, por mi parte, sigo fingiendo. Sigo siendo la bailarina que él cree que está a punto de rendirse a sus pies. Su boca se desliza por mi cuello, su respiración se vuelve más rápida, más pesada. Mi corazón late con fuerza, pero no por las razones que él piensa. Sé que este es el principio del fin, que lo que está sucediendo aquí es su última victoria antes de que todo se derrumbe. Y, sin embargo, algo dentro de mí reacciona a su toque. Una chispa, un destello de deseo que no debería estar ahí. Es peligroso, casi tanto como él. —Eres mía, Valeria —gruñe contra mi piel, su mano firme en mi cadera, su cuerpo presionándome con fuerza. Cierro los ojos un momento, dejando que esa mezcla de poder y lujuria me inunde. Sé que debería detener esto, pero también sé que esto es lo que él quiere, lo que necesita. Y, si soy honesta conmigo misma, hay una parte de mí que también lo necesita. No es amor, nunca lo ha sido, pero hay algo primitivo en este juego que me mantiene atrapada, aunque solo sea por un momento. Mis dedos se enredan en su cabello, tirando de él ligeramente, mientras mis labios buscan los suyos con la misma intensidad. Es una batalla de voluntades, una guerra que se libra en cada caricia, en cada beso que nos damos. Nos movemos hacia la cama, y el ambiente se vuelve aún más cargado. Sus manos son impacientes, y el deseo entre nosotros es eléctrico, casi violento, es excitante, es intimidante. Me deja sin aliento, y por un segundo, solo un segundo, dejo de pensar en las consecuencias, en el plan, en la traición. En este momento, solo somos él y yo, dos fuerzas colisionando, sin importarnos el caos que se viene después. Pero, al final, siempre soy yo quien recupera el control. Me aparto ligeramente, solo lo suficiente para que mi mente vuelva a la realidad, para recordarme a mí misma que esto es solo un paso más hacia el desenlace que estoy orquestando. Sus ojos, aún llenos de deseo, me buscan, pero yo ya estoy de vuelta en el juego. Mi juego. —No te equivoques, querido Vicente —susurro, mi voz suena más fría de lo que espera mientras lo miro desde arriba—. Esto nunca ha sido tuyo. Su mirada se endurece, confundida, pero no dice nada. No todavía. Su respiración entrecortada me dice lo excitado que se encuentra.El aire en la habitación está cargado, casi sofocante. El deseo que Vicente siente se transforma en algo casi tangible, y su confusión ante mis palabras añade una tensión que electrifica el ambiente. Su mirada se endurece, pero no deja de ser la de un hombre que cree que, al final, todo se resolverá a su favor.Él no entiende que, para mí, este no es más que otro movimiento en el tablero.Su mano, aún en mi cintura, se vuelve más posesiva. Me atrae hacia él, su cuerpo duro contra el mío, y me toma por el cuello suavemente, un gesto a medio camino entre la ternura y el control. Sus labios vuelven a buscar los míos, esta vez con más urgencia, como si el cambio en mi actitud lo hubiera descolocado y ahora intentara reafirmarse. Mis manos recorren su pecho y sus hombros, y aunque estoy jugando mi papel, no puedo negar que hay algo en esta danza entre nosotros que me consume lentamente.La elegante y amplia cama está justo detrás de mí cuando Vicente me empuja hacia ella. Mi espalda toca l
Días después de aquella noche, Vicente sigue actuando como si todo estuviera bajo control, creyéndose dueño de mi cuerpo y mi destino. Pero mientras él juega a ser el protector, los hombres a mi alrededor empiezan a notar lo que Vicente ha pasado por alto: yo nunca he sido exclusiva de nadie.Uno de ellos es Álvaro, el tipo con el que me topé en una fiesta del cabaret. Es un inversor importante, bien vestido y con una sonrisa peligrosa, uno de esos hombres que entiende cómo se mueve el dinero, pero que también sabe disfrutarlo. Le gusta observarme desde la barra, dejándome sentir su mirada cuando bailo, como si me ofreciera algo diferente. Claro, Vicente lo nota, aunque intenta hacerse el desentendido. Pero sé que lo ve. Esa chispa en sus ojos que grita peligro cada vez que Álvaro me ofrece una copa al final de la noche.Otro es Tomás, un fotógrafo que trabaja con las chicas del cabaret, capturando el arte en medio del caos. Él es diferente, más sensible, y me ve como algo más que una
Vicente se queda mirándome, tiene el ceño fruncido como si no pudiera procesar lo que acabo de decir. Claro, en su mundo perfecto y violento, las mujeres no le contestan. Las mujeres se derriten a sus pies, se mueren por un cumplido suyo, y yo debería estar agradecida de que no me ha reducido a un cadáver más en la lista de "accidentes". Qué noble.—¿Controlar todo? —pregunta, como si no acabara de despacharse a dos tipos por el mero hecho de haberme mirado demasiado rato—. Yo no controlo todo, Valeria. Solo controlo lo que me pertenece.Ah, claro, soy un jarrón Ming para este hombre, un artículo de lujo que exhibe en sus cenas de negocios. O peor, un trofeo de caza, de esos que cuelgan en la pared, con la cabeza embalsamada y esa sonrisa vacía que no significa nada. Decido no responderle directamente, porque jugar con Vicente se trata de elegir los momentos. En lugar de eso, me acerco lentamente, como si su amenaza no hubiera hecho más que excitarme, y le paso una mano por el cuello.
Después de mi provocación, el silencio que queda en la habitación es denso, cargado de una tensión insoportable. Vicente me mira como si intentara decidir si debería besarme o matarme. En sus ojos, esa furia contenida lucha contra el deseo. Su obsesión, su necesidad de control, lo consume, y por un momento parece estar al borde de explotar.De pronto, él da un paso hacia mí, y antes de que pueda reaccionar, sus manos se cierran con fuerza alrededor de mi cintura, tirando de mí hacia su cuerpo con una agresividad que me deja sin aliento. Sus labios chocan contra los míos con una intensidad desesperada, como si intentara reafirmar su poder a través de ese beso, reclamando lo que él cree que le pertenece. Es violento, urgente, como si este fuera su último intento por controlarme, por hacerme ceder.Mi espalda golpea la pared, el frío del mármol contrastando con el calor abrasador de su cuerpo. Sus manos recorren mi espalda, subiendo por mi nuca, enterrándose en mi cabello mientras tira d
Vicente se queda en silencio, con una expresión que no logra descifrar lo que acabo de decirle. Su satisfacción se tambalea, como si algo dentro de él comenzara a dudar. Y es en ese preciso instante cuando sé que lo tengo, que ha caído en mi juego, enredado en una red que nunca llegó a ver venir.Nos quedamos en esa extraña cercanía, su cuerpo aún pegado al mío, como si su contacto físico pudiera reafirmar lo que acaba de pasar. Claro, en su mente, ese momento de pasión ha sellado algo, una especie de pacto no verbal en el que yo, de alguna forma, he cedido a él completamente. Pero lo que Vicente no entiende es que esto no es una cuestión de cuerpos, sino de mentes. Y en esa arena, él ya está derrotado, solo que todavía no lo sabe.Me aparto de él con suavidad, como si no quisiera romper la fantasía que ha construido en su cabeza, y me acomodo el vestido que quedó a medio caer. No hay prisa, porque parte del placer de este juego es prolongar la ilusión, dejarlo pensar que aún tiene la
El silencio entre nosotros se alarga, denso, cargado de una tensión que casi podría cortarse con un cuchillo. Vicente me observa con esos ojos oscuros, tratando de leer en mi rostro lo que no le digo. Y por primera vez, esa seguridad que lo caracteriza parece tambalearse. Sé que está intentando entender qué ha cambiado, por qué de repente todo parece escapársele de las manos.Me aparto de él, caminando hacia el ventanal que da a la ciudad. Desde aquí se ve todo su reino: los edificios imponentes, las luces que titilan en la distancia, como pequeñas estrellas artificiales que parpadean en su honor. Él lo controla todo, cada rincón de esta ciudad está a su disposición. Menos yo.—¿Qué estás pensando? —su voz rompe el silencio, pero esta vez no tiene el tono autoritario de antes. Suena más… vulnerable, casi como si estuviera realmente interesado en mi respuesta. Es fascinante ver cómo alguien tan poderoso puede sentir la necesidad de comprender a alguien que, en teoría, debería estar com
El silencio entre nosotros se vuelve insoportable, cargado de esa tensión que amenaza con romperse en cualquier momento. Vicente me sostiene la muñeca con fuerza, como si eso pudiera detener el inevitable desenlace. En sus ojos veo una mezcla de furia y confusión, pero también algo más oscuro: el miedo. No un miedo visceral, sino el tipo de miedo que sienten los hombres como él cuando se dan cuenta de que algo, por primera vez en mucho tiempo, se les está escapando de las manos.—No puedes salirte con la tuya —gruñe, apretando más fuerte, como si su fuerza física pudiera convencerme de lo contrario.Una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios. Es irónico, realmente. Este hombre, que controla el submundo de la ciudad con un simple chasquido de los dedos, está aquí, frente a mí, perdiendo poco a poco la compostura. Todo su poder, su dinero, su influencia… nada de eso sirve ahora. Porque su verdadero talón de Aquiles soy yo, y él lo sabe. Es incapaz de soltarme, pero al mismo tiempo, no
Salgo del edificio, dejando atrás esa jaula dorada que Vicente cree su fortaleza. La noche está fresca, la brisa acaricia mi piel y el sonido de la ciudad a mi alrededor es un bálsamo. Respiro hondo. Cada paso que doy me hace sentir libre. La libertad, la que Vicente jamás entenderá. Mientras camino por las calles iluminadas, siento mi celular vibrar en el bolsillo de mi abrigo. Lo saco, sin prisa, y veo el nombre de uno de los hombres que he estado viendo últimamente. Pablo. Un abogado exitoso, decente, inteligente, que cree que está cerca de conquistarme. Y claro, cree que con un poco más de esfuerzo, seré suya. Ah, qué adorable. Sonrío y guardo el teléfono sin responder. No esta noche. A Vicente no le hace falta saber que Pablo existe... aún. Porque, claro, Vicente ya ha empezado a sospechar, y su pequeño ejército de guardaespaldas seguramente me sigue dondequiera que voy. Pero la parte divertida es que, aunque lo descubra, su reacción será siempre la misma. No es un hombre que