El aire en la habitación está cargado, casi sofocante. El deseo que Vicente siente se transforma en algo casi tangible, y su confusión ante mis palabras añade una tensión que electrifica el ambiente. Su mirada se endurece, pero no deja de ser la de un hombre que cree que, al final, todo se resolverá a su favor.
Él no entiende que, para mí, este no es más que otro movimiento en el tablero. Su mano, aún en mi cintura, se vuelve más posesiva. Me atrae hacia él, su cuerpo duro contra el mío, y me toma por el cuello suavemente, un gesto a medio camino entre la ternura y el control. Sus labios vuelven a buscar los míos, esta vez con más urgencia, como si el cambio en mi actitud lo hubiera descolocado y ahora intentara reafirmarse. Mis manos recorren su pecho y sus hombros, y aunque estoy jugando mi papel, no puedo negar que hay algo en esta danza entre nosotros que me consume lentamente. La elegante y amplia cama está justo detrás de mí cuando Vicente me empuja hacia ella. Mi espalda toca las sábanas suaves y frías mientras él se coloca encima de mí, sus movimientos más impacientes ahora, más agresivos. Sus manos exploran mi cuerpo, como si estuviera reclamando cada centímetro de piel, y yo dejo que lo haga, estoy jugando el papel de la mujer que se rinde ante su amante. Sus labios recorren mi cuello, bajando hasta mi clavícula, y la sensación de su boca caliente contra mi piel me provoca un escalofrío que no logro controlar del todo. Siento su respiración agitada contra mi pecho, y el peso de su cuerpo me mantiene fija en la cama, pero mis pensamientos están en otra parte. En el fondo, sé que esta es la última vez. La última vez que él se siente tan seguro, tan triunfante. Vicente, con la arrogancia propia de alguien que nunca ha tenido que ganarse nada con esfuerzo, me desnuda lentamente, como si estuviera desenvolviendo un regalo que ha esperado demasiado tiempo. Pero lo que él no sabe es que este regalo tiene un precio más alto de lo que está dispuesto a pagar. —Mírame —susurra, con su voz ronca, es casi una orden. Obedezco, mis ojos se encuentran con los suyos, llenos de un deseo oscuro que no tiene nada que ver con el amor. Esto es pura obsesión, necesidad de control, de poder. En su mente, yo soy suya, y este momento es la culminación de esa caza en la que él cree haber salido victorioso. Pero lo que no entiende es que, mientras más se acerca a lo que quiere, más rápido está cayendo en su propia trampa. Su boca desciende por mi vientre, y la sensación de su lengua contra mi piel me hace arquear la espalda. No es que no lo disfrute —después de todo, soy humana—, pero cada movimiento suyo me recuerda lo mucho que subestima lo que soy capaz de hacer. Mientras él continúa, mis manos se enredan en su cabello, tirando suavemente, guiándolo. Él toma esto como una señal de que tiene el control, y yo lo dejo creerlo, es lo que me conviene. Pero en mi mente, estoy más cerca que nunca de mi victoria final. Vicente es bueno, tengo que concederle eso. No es torpe ni apresurado; sabe cómo manejar el cuerpo de una mujer, cómo hacer que responda a cada caricia, cada beso. Y por un momento, me pierdo en esa sensación, en el calor de su cuerpo contra el mío, en el ritmo que hemos creado juntos. Mi respiración se acelera, mis manos buscan más de él, y por un segundo, parece que la química entre nosotros es más poderosa que cualquier estrategia o traición que se haya planeado. Pero entonces, vuelvo a la realidad. Esto no es amor, ni siquiera deseo verdadero. Esto es solo un juego de poder, uno en el que yo tengo la ventaja aunque él no lo sepa. Cuando el momento culmina, siento su cuerpo temblar sobre el mío, su respiración pesada mientras se desploma a mi lado, agotado. En la oscuridad de la habitación, solo se escucha el sonido de nuestras respiraciones entrecortadas, mientras él se toma unos segundos para recuperarse. Yo, en cambio, ya estoy pensando en lo que viene después. Sé que, en cuanto salga de esta habitación, todo cambiará. Y cuando lo haga, Vicente no sabrá qué lo golpeó. Me giro para mirarlo, su rostro relajado por el placer y la autocomplacencia. Él cree que esto es el final de su búsqueda, que me tiene completamente a su merced. Y es ahí donde se equivoca. —Eres increíble, Valeria —susurra, pasándome una mano por el cabello, mientras me mira con una mezcla de satisfacción y adoración. Yo le devuelvo la sonrisa, pero por dentro, sé que esto no es más que el preludio de su caída. —Gracias, Vicente —respondo con suavidad, mi voz es baja, seductora—. Pero recuerda lo que te dije antes. Esto nunca fue tuyo. Me levanto de la cama lentamente, permitiéndome el lujo de una última mirada hacia él. Todavía no lo sabe, pero en pocas horas, todo lo que ha construido se desmoronará. Y yo estaré lejos, más libre de lo que jamás imaginó. El juego ha terminado. Y como siempre, soy yo quien se lleva el premio.Días después de aquella noche, Vicente sigue actuando como si todo estuviera bajo control, creyéndose dueño de mi cuerpo y mi destino. Pero mientras él juega a ser el protector, los hombres a mi alrededor empiezan a notar lo que Vicente ha pasado por alto: yo nunca he sido exclusiva de nadie.Uno de ellos es Álvaro, el tipo con el que me topé en una fiesta del cabaret. Es un inversor importante, bien vestido y con una sonrisa peligrosa, uno de esos hombres que entiende cómo se mueve el dinero, pero que también sabe disfrutarlo. Le gusta observarme desde la barra, dejándome sentir su mirada cuando bailo, como si me ofreciera algo diferente. Claro, Vicente lo nota, aunque intenta hacerse el desentendido. Pero sé que lo ve. Esa chispa en sus ojos que grita peligro cada vez que Álvaro me ofrece una copa al final de la noche.Otro es Tomás, un fotógrafo que trabaja con las chicas del cabaret, capturando el arte en medio del caos. Él es diferente, más sensible, y me ve como algo más que una
Vicente se queda mirándome, tiene el ceño fruncido como si no pudiera procesar lo que acabo de decir. Claro, en su mundo perfecto y violento, las mujeres no le contestan. Las mujeres se derriten a sus pies, se mueren por un cumplido suyo, y yo debería estar agradecida de que no me ha reducido a un cadáver más en la lista de "accidentes". Qué noble.—¿Controlar todo? —pregunta, como si no acabara de despacharse a dos tipos por el mero hecho de haberme mirado demasiado rato—. Yo no controlo todo, Valeria. Solo controlo lo que me pertenece.Ah, claro, soy un jarrón Ming para este hombre, un artículo de lujo que exhibe en sus cenas de negocios. O peor, un trofeo de caza, de esos que cuelgan en la pared, con la cabeza embalsamada y esa sonrisa vacía que no significa nada. Decido no responderle directamente, porque jugar con Vicente se trata de elegir los momentos. En lugar de eso, me acerco lentamente, como si su amenaza no hubiera hecho más que excitarme, y le paso una mano por el cuello.
Después de mi provocación, el silencio que queda en la habitación es denso, cargado de una tensión insoportable. Vicente me mira como si intentara decidir si debería besarme o matarme. En sus ojos, esa furia contenida lucha contra el deseo. Su obsesión, su necesidad de control, lo consume, y por un momento parece estar al borde de explotar.De pronto, él da un paso hacia mí, y antes de que pueda reaccionar, sus manos se cierran con fuerza alrededor de mi cintura, tirando de mí hacia su cuerpo con una agresividad que me deja sin aliento. Sus labios chocan contra los míos con una intensidad desesperada, como si intentara reafirmar su poder a través de ese beso, reclamando lo que él cree que le pertenece. Es violento, urgente, como si este fuera su último intento por controlarme, por hacerme ceder.Mi espalda golpea la pared, el frío del mármol contrastando con el calor abrasador de su cuerpo. Sus manos recorren mi espalda, subiendo por mi nuca, enterrándose en mi cabello mientras tira d
Vicente se queda en silencio, con una expresión que no logra descifrar lo que acabo de decirle. Su satisfacción se tambalea, como si algo dentro de él comenzara a dudar. Y es en ese preciso instante cuando sé que lo tengo, que ha caído en mi juego, enredado en una red que nunca llegó a ver venir.Nos quedamos en esa extraña cercanía, su cuerpo aún pegado al mío, como si su contacto físico pudiera reafirmar lo que acaba de pasar. Claro, en su mente, ese momento de pasión ha sellado algo, una especie de pacto no verbal en el que yo, de alguna forma, he cedido a él completamente. Pero lo que Vicente no entiende es que esto no es una cuestión de cuerpos, sino de mentes. Y en esa arena, él ya está derrotado, solo que todavía no lo sabe.Me aparto de él con suavidad, como si no quisiera romper la fantasía que ha construido en su cabeza, y me acomodo el vestido que quedó a medio caer. No hay prisa, porque parte del placer de este juego es prolongar la ilusión, dejarlo pensar que aún tiene la
El silencio entre nosotros se alarga, denso, cargado de una tensión que casi podría cortarse con un cuchillo. Vicente me observa con esos ojos oscuros, tratando de leer en mi rostro lo que no le digo. Y por primera vez, esa seguridad que lo caracteriza parece tambalearse. Sé que está intentando entender qué ha cambiado, por qué de repente todo parece escapársele de las manos.Me aparto de él, caminando hacia el ventanal que da a la ciudad. Desde aquí se ve todo su reino: los edificios imponentes, las luces que titilan en la distancia, como pequeñas estrellas artificiales que parpadean en su honor. Él lo controla todo, cada rincón de esta ciudad está a su disposición. Menos yo.—¿Qué estás pensando? —su voz rompe el silencio, pero esta vez no tiene el tono autoritario de antes. Suena más… vulnerable, casi como si estuviera realmente interesado en mi respuesta. Es fascinante ver cómo alguien tan poderoso puede sentir la necesidad de comprender a alguien que, en teoría, debería estar com
El silencio entre nosotros se vuelve insoportable, cargado de esa tensión que amenaza con romperse en cualquier momento. Vicente me sostiene la muñeca con fuerza, como si eso pudiera detener el inevitable desenlace. En sus ojos veo una mezcla de furia y confusión, pero también algo más oscuro: el miedo. No un miedo visceral, sino el tipo de miedo que sienten los hombres como él cuando se dan cuenta de que algo, por primera vez en mucho tiempo, se les está escapando de las manos.—No puedes salirte con la tuya —gruñe, apretando más fuerte, como si su fuerza física pudiera convencerme de lo contrario.Una pequeña sonrisa se dibuja en mis labios. Es irónico, realmente. Este hombre, que controla el submundo de la ciudad con un simple chasquido de los dedos, está aquí, frente a mí, perdiendo poco a poco la compostura. Todo su poder, su dinero, su influencia… nada de eso sirve ahora. Porque su verdadero talón de Aquiles soy yo, y él lo sabe. Es incapaz de soltarme, pero al mismo tiempo, no
Salgo del edificio, dejando atrás esa jaula dorada que Vicente cree su fortaleza. La noche está fresca, la brisa acaricia mi piel y el sonido de la ciudad a mi alrededor es un bálsamo. Respiro hondo. Cada paso que doy me hace sentir libre. La libertad, la que Vicente jamás entenderá. Mientras camino por las calles iluminadas, siento mi celular vibrar en el bolsillo de mi abrigo. Lo saco, sin prisa, y veo el nombre de uno de los hombres que he estado viendo últimamente. Pablo. Un abogado exitoso, decente, inteligente, que cree que está cerca de conquistarme. Y claro, cree que con un poco más de esfuerzo, seré suya. Ah, qué adorable. Sonrío y guardo el teléfono sin responder. No esta noche. A Vicente no le hace falta saber que Pablo existe... aún. Porque, claro, Vicente ya ha empezado a sospechar, y su pequeño ejército de guardaespaldas seguramente me sigue dondequiera que voy. Pero la parte divertida es que, aunque lo descubra, su reacción será siempre la misma. No es un hombre que
La noche sigue su curso y, mientras dejo que el vino me caliente lentamente, la sensación de control absoluto me envuelve como una segunda piel. Gabriel ya se ha retirado a una esquina del bar, mirándome de reojo como un cazador paciente, pero lo que no sabe es que él no está cazando nada. Yo soy quien mueve los hilos aquí. Afuera, los dos guardaespaldas de Vicente siguen vigilando, creyendo que están cumpliendo su función, sin darse cuenta de que los tengo exactamente donde los quiero. Como Vicente. Como todos. Mi teléfono vibra de nuevo. Esta vez es un mensaje, pero no de Pablo ni de Gabriel. Es de Vicente. Claro. No puede esperar, nunca puede. "Dónde estás." Sin signos de interrogación, sin adornos. No es una pregunta, es una orden disfrazada de inquietud. Podría responder, decirle dónde estoy, jugar el papel de la mujer que "necesita" ser protegida. Pero ¿qué gracia tendría eso? Sonrío y guardo el teléfono en mi bolso sin contestar. A Vicente le gusta pensar que tiene el cont