La joven, muy nerviosa, ataviada con su túnica de novia, ribeteada en flecos rojos y blancos, y ceñida por un ancho fajín del mismo color, avanzaba en dirección a la tienda de la esposa del jefe de la tribu india. Iba a casarse al día siguiente y ella le aconsejaría cómo comportarse con su amado.
Apartó la piel que cubría la entrada y penetró, no sin cierto temor reverente. Una atmósfera cargada de humo, proveniente de incienso a través del que entraba una tenue luz diurna, la envolvió.
-Ven acércate hija, no temas nada.
La muchacha obedeció y al llegar ante la mujer, se sentó frente a ella. Era una mujer anciana, que se sentaba recta y orgullosa, con las piernas cruzadas y de cuya cabeza caía por su pecho una larga y ancha trenza de cabello blanco como la nieve. Dos plumas rojas adornaban su testa y sus ojos azules penetraron en su misma alma.
-Sé que estás nerviosa y asustada, yo lo estaba a tu edad también. Pero está tranquila yo te ayudaré, Haremos una cosa, en vez de darte consejos que olvidarás, yo te contaré mi historia y tú sabrás qué hacer. Soy Búho rojo, aunque en otro tiempo se me conoció como Éleonor...
CAPITULO I
LA HUIDA
Las calles estaban controladas por los soldados del rey, y Jonathan Wox, trataba de llegar a su casa, sin ser detenido antes por los partidarios de la Iglesia del rey o sus esbirros. Si lograba sortear aquellos peligros, podría tener junto a su familia una oportunidad de ser libre en Nueva Inglaterra. Se pegaba virtualmente a las paredes combadas de las casuchas del barrio portuario, donde vivía en el tercer piso de un edificio ruinoso, y húmedo, que amenazaba caerse de un momento a otro. Sus botas al correr, pateaban las aguas sucias de las charcas, que le salpicaban la ropa embarrándole. Su cabeza giraba en derredor, tratando de ver si algún guardia estaba tras sus pasos y de cuando en cuando, se sumergía en las sombras de algún portal, que más parecía ser una boca del Averno, que la entrada a una vivienda. Serpenteó por calles oscuras, en las que abundaba la basura y los restos de comida. Un intenso olor a suciedad y orines viejos, impregnaba la atmósfera y Jonathan llegó jadeante y asqueado a la vista del muelle. Jonathan, sentía como su corazón se aceleraba y por un momento creyó que todo Londres escuchaba su bombeo. Su frente estaba perlada de un sudor frío, y su mano aferraba entre sus ropas algo envuelto en un trozo de mugrienta tela. Escuchaba los gritos de los soldados al correr intentando dar caza a algunos de ellos que sin duda habían sido menos precavidos que él, y un terror mórbido se apoderó de él. No podía mover un solo músculo y pensó:
-“Tranquilo Jonathan solo Dios conoce tu destino”.
De pronto los pasos se hicieron más fuertes y pudo oír el tintineo de las armas en las manos de los soldados. Temió, no la muerte, sino dejar indefensos a sus hijos y esposa. Oró en silencio y se pegó a la pared de la casa a sus espaldas, en un vano intento de esconderse. Los soldados, cinco en total, llegaron a su altura.
-¿Quién sois vos y qué hacéis a estas horas en este lugar?, ¿acaso no sois temeroso de Dios?-le preguntó con gesto adusto, el que parecía mandar el cuerpo de guardia que se hallaba haciendo la ronda.
-Señor soy temeroso de Dios y buen hijo de la Iglesia, he estado trabajando hasta tarde y ahora me dirijo a mi casa con mi familia. Trabajo en el muelle como estibador.
-Os acompañaremos y veremos si decís verdad o sois un rebelde mentiroso, de los que se reúnen en clandestinidad para conspirar contra nuestro rey Carlos.
Jonathan no deseaba que localizasen el lugar donde vivía en paz con los suyos, pero no podía negarse sin despertar las sospechas de aquellos hombres del rey. Caminaron despacio, mientras atravesaban las dos últimas callejuelas, que Jonathan sabía desembocaban en el puerto. Nervioso y aterrado, a la vez que helado de frío, intentó iniciar una conversación con los soldados que resultó inútil. Pero la providencia o dios mismo, jugó una baza a su favor en el instante crítico, en que ya daba todo por perdido. Una voz solicitó el auxilio de la ronda.
-¡Favor!, ¡favor! Me atacan…
-Id a vuestra casa buen hombre y no salgáis por estas calles del demonio a estas horas, si no queréis daros de manos a boca con el diablo mismo…¡Vamos!
Los soldados echaron a correr en la dirección de dónde provenía la voz de auxilio y Jonathan decidió dar un rodeo hasta llegar a las inmediaciones de su hogar. Las sombras jugaban a ocultarle de los perseguidores una vez más y él se escurrió entre los montones de tierra y desechos, hasta encontrarse a tres metros de su casa. Miró una vez más atrás, para ver si le habían seguido, y tras cerciorarse de que no era así, entró en la casa, subiendo los escalones de madera desgastada, que crujieron bajo el peso de su fornido cuerpo, hasta llegar a la última planta, donde vivía con su esposa y sus dos hijos, en el desván.
Desde la ventana se divisaba el mar, inmenso y eterno, para ojos inexpertos. ¡Cuántas veces había mirado al horizonte en compañía de su esposa Catheryn con la ingenua esperanza, que ahora parecía cobrar vida, de poder escapar y servir a Dios en la nueva tierra!
Las noticias que llegaban de palacio hacían prever una cruenta persecución por parte del rey Carlos I, el deseaba controlar a la Iglesia, como su antecesor y fundador de esta Enrique VIII y estaba dispuesto a extirpar toda oposición. Jonathan salía de una reunión clandestina, en la que varios varones, habían tomado la decisión de escapar antes de que fuese demasiado tarde. Siete familias, embarcarían en un navío cuyo nombre ninguno sabía por seguridad. Solo el capitán, también puritano, era conocedor de los detalles. Él enviaría por ellos en el punto previamente marcado y hablado con cada uno, uno distinto para cada familia, a fin de mantener en seguridad al resto de ser detectado alguno de los integrantes del grupo.
Catheryn al verle entrar, se echó en sus brazos llorando y él la abrazó calmando su natural temor.
-Tranquilizaos estoy en casa sano y salvo, y traigo buenas nuevas. No me han seguido tranquilizaos,-le repitió una segunda vez, mientras ella se separaba de su pecho y se secaba las lágrimas con el delantal blanco, que impoluto, retaba a la suciedad de afuera.
-Temí por vos, ahí afuera han estado los soldados del rey deteniendo a muchos de los nuestros. Incluso subieron casa por casa, preguntando por los esposos que no estaban en ellas. Yo dije que no sabía, que trabajabas en el muelle hasta tarde, bien entrada la noche. Espero que no vuelvan.
-Ya no importa ¿dónde están los niños? Tenemos que prepararnos para marchar a la nueva tierra donde podremos adorar a Dios en libertad…apresúrate mujer, no disponemos de mucho tiempo, apenas tres horas.
-John está jugando en mi cama y a su lado duerme Diana.
Despiértala y diles que han de guardar estricto silencio. Nos vamos. Mete en un hatillo solo lo de mayor valor y lo que sea de interés para usar en el viaje en barco que vamos a iniciar.
Jonathan miró a través de la ventana del desván y se calmó al comprobar que no había soldados a la vista. Catheryn se echó a la niña de apenas siete meses, sobre su pecho y le indicó a John que callase y no hiciese ruido. Los tres salieron de la alcoba en que dormían todos y en el pequeño espacio que le precedía, sacó de un armario, algunos recuerdos que guardaba en un cofrecillo de madera y varias prendas de mujer y de varón, así como algo de ropa de abrigo para sus hijos. Jonathan extrajo de un estante un libro de t***s negras, una biblia, y una pluma gastada con la que solía escribir además del tintero, casi vacío. Guardó en su faltriquera una bolsita que sonó al ser agarrada con la manaza del estibador. Dentro, estaban los tres medios sueldos que habían ahorrado, para irse de Inglaterra. Con la ropa en un hatillo y los objetos de peso en una bolsa de cuero marrón gastada por el uso, abrió la puerta que chirrió como un demonio exorcizado y tras cerciorarse de que nadie les espiaba, descendieron escalón tras escalón, rezando para que no hiciesen ruido y despertasen a los demás vecinos. Catheryn admiraba el valor y la fuerza de su esposo y la determinación por llevarlos al nuevo mundo, hacía que su pecho jadease de emoción.
En el puerto una nave se balanceaba crujiendo su maderamen como si fuese a desencuadernarse de un momento a otro.
CAPITULO IIEL EMBARQUELord William Sentheyr, se enfundaba una oscura capa y embozado cual criminal, salía de la casa de campo en que había tenido lugar la reunión con los cabeza de familia, de las siete familias implicadas en la fuga a Nueva Inglaterra. Por causa de su religión, el rey le había confiscado sus tierras y su título y se veía mendigando en casa de cada familia puritana, que le servían con gusto. Sabían que cuando llegasen a las costas americanas, él sería el más influyente. Conocía a John Winthrop, que lideraba la operación de fuga de Inglaterra. Se rumoreaba que William Laud, iba a ser nombrado arzobispo de Canterbury y eso supondría la cruenta persecución y ejecución, tanto de papistas, como de disidentes de la Iglesia Anglicana, como de ellos mismos. Huir era la única salida que les quedaba. Lord Sentheyr se introducía en una carroza que evidenciaba el paso del tiempo y el excesivo uso, y daba dos golpes en el techo de esta, para que el cochero en el pescante
CAPITULO III LA TRAVESÍA En el camarote del capitán Lord William, y Sir Anthony, recibían ropas secas y otro tanto, hacían con los varones, que llegaban chorreando. Las tres mujeres y los seis niños, fueron llevados a uno de los camarotes, habilitados en la cubierta inferior, para que las mujeres estuviesen cómodas, a salvo de miradas lujuriosas. Las maderas de los navíos, humedecidas por las sucias aguas del Támesis, se dejaban acariciar, y navegaban una tras otra, como cisnes que huyen de jaula de hierro. Los capitanes, daban orden de soltar velamen una hora más tarde, y sus velas se hinchaban para insuflar vida renovada a los dos barcos, que salían del estuario del Támesis, introduciéndose en mar abierto, para dar forma a las esperanzas de un grupo de familias, que aspiraban a ser libres, adorando a su dios, en una tierra virgen, que Dios, a modo de Tierra Prometida, les ofrecía como lugar donde morar por tiempo indefinido. -Señor
CAPITULO IVUN NUEVO HORIZONTEEl mar semejaba ser un lago cristalino y azulado, inofensivo, si no fuese porque aún permanecía latente, como un dolor penetrante, la desaparición, al ser tragado por él, de aquel joven marinero del “Aurora”. La tripulación se afanaba en recomponer aquellas partes del navío que habían sido dañadas, y los dos carpinteros de a bordo, no daban abasto. Una vela se había rajado en vertical de arriba abajo y había que sustituirla por otra. Y la cubierta, estaba llena de algas negras, y restos de tablazón, arrancado de cuajo, por la furia de la tormenta. En los camarotes inferiores, donde las mujeres y los niños esperaban acontecimientos, la calma, había aportado un poco de paz y los más pequeños, ya no lloraban abrazados a sus madres.-Señor los daños no son importantes pero si numerosos…-le rendía informe el contramaestre Mason, al capitán.-Que cambien la vela mayor, y comprueben los cabos y los palos. No quiero sorpresas desagradables al respecto. Y
CAPITULO VLA REUNIÓNLa débil luz de la vela, iluminaba apenas el pergamino en el que escribía con letra nítida y trazo firme, Jonathan, sus impresiones sobre aquella improvisada huida de Inglaterra. La pluma se deslizaba produciendo un suave chirrido al rasgar el papel, depositando la tinta negra en él y su menta se sumergía en cada palabra. -“He de dejar en pocas letras, mis sentimientos más recónditos, y mi pesar más triste, al relatar como huimos de la tierra de la que brotamos, para ser desarraigados por la mano de un rey cruel, que no ceja en su empeño, por extirpar la adoración a Dios, por no depender esta de su corona. Recorremos el mar, como hijos del exilio, en busca de una tierra que se nos promete amplia y libre…”Unas pisadas fuertes, sobre la maltratada madera de la nao, acercándose, le sacaron de su abstracción y le devolvieron a la realidad. Era Lord William, que golpeaba dos veces la puerta del camarote antes de entrar, como era costumbre en él. Ya había aprendido
CAPITULO VILA BATALLA POR LA LIBERTADEl galeón inglés, impertérrito, siguió cortando con su dañada proa el agua amenazadoramente. Y cuando la nao viró en redondo, para presentar el costado de estribor, recibió una andanada que reventó parte de la popa. Un gran agujero en esta, dejó al descubierto el camarote del capitán y el suelo lleno de peligrosas astillas. No tardó en estar aparejado a la nao y sus marineros echaron los garfios de abordaje, para amarrarlo y pasar a esta. Los marineros apenas opusieron resistencia y pronto los tripulantes del “Revenge” estaban encadenando a los varones y esposando con cuerdas, las manos de las mujeres y niños, que iban a ser trasladados a este. Los cadáveres de tres marineros y dos puritanos, tirados en posiciones imposibles en la cubierta y el cuerpo de otro marinero, que colgaba de un flechaste al que se había enganchado, tras morir de un certero disparo efectuado desde el galeón inglés, conformaban una dramática imagen de la derrota sufrida. E
CAPITULO VIICOMPARTIENDO LA FELa totalidad de la tripulación y del pasaje, se había dado cita aquella noche, en la cubierta superior. Llevaban velas en las manos y esperaban las palabras de quién era conocedor de las santas escrituras y les conducía a modo de Moisés a una nueva tierra prometida, que manaba leche y miel, espirituales. Que les daría del fruto de su trabajo en paz, todo lo que el Creador había hecho que produjese la tierra para sus hijos amados. Un cielo tachonado de brillantes estrellas, acompañaba el acto. Las llamas de los velones que rodeaban el palo mayor, iluminaban un área especialmente preparada para que varios de los miembros de la Iglesia congregacionista hablasen abiertamente a sus demás hermanos. Entonces, en medio de un silencio sacrosanto, John Winthorp se adelantó y mirando de frente a sus hermanos comenzó a hablarles.-Hermanos en la fe…hoy hemos de dar gracias a Dios nuestro Señor, por habernos salvado de las manos profanas y sangrientas de los enviado
CAPITULO VIIILA GUERRA DE DIOSEl almirante Don Fernando Ruiz Contreras, veía desde el castillo de proa de su galeón, la nave almiranta de los de carreras de Indias, como se iba cargando todo el bagaje y los pertrechos, que se precisaban para proseguir viaje a Cádiz con la plata de las Indias. A su lado Don Fadrique de Toledo Osorio, capitán general de la armada del Océano, escrutaba el mar, casi a espaldas de Contreras. Le preocupaba la posible traición del empobrecido rey Carlos I, que acababa de firmar la paz con Felipe IV y no dejaba de pensar tampoco en los holandeses, que en paz desde hacía un año con España, podrían ver una oportunidad de hacerse con un botín, capaz de resarcir sus depauperadas arcas. Los palos de los galeones semejaban ser un auténtico bosque de robles, que elevaban sus velas, como ofrendas a un Dios invisible. Los tres navíos llegaban con todo el velamen que les quedaba desplegado, y se dejaban ver en el horizonte con la timidez que aporta la lejanía. Fue
CAPITULO IXALIADOS INESPERADOSEl capitán español, viendo que el temor se apoderaba de los fugitivos de la nao, se decidió a hablarles con franqueza. No quería un motín en aquel instante en que la flota de indias transportaba el oro de las Américas a la metrópoli española del sur, Cádiz.-Caballeros, espero que este rescate sea el principio de una relación, sino de amistad debido a nuestras creencias, al menos si de respeto mutuo. Esta flota se dirige a España y no podemos dedicar más de una de las naves de guerra a escoltarles, pero les dejaremos bien armados y con pólvora suficiente como para llegar allá a donde se dirijan. No teman, no matamos indiscriminadamente como la propaganda inglesa hace correr, para crear el terror entre quienes no conocen bien, a los marinos del rey de España. Capitán Camron, dad las órdenes pertinentes, para que se repare el navío, mis hombres ayudarán. Deseo hablar con vos en privado.El capitán Alonso de Matrán quería cerciorarse de que la nave holand